El retorno de lo religioso ha derivado hacia una guerra de religión

La acción política se ha convertido en una derivada del conflicto metafísico


El retorno de lo religioso ha derivado hacia una guerra de religión: la era secular ha dado paso a un nuevo periodo en el que la acción política se ha convertido en una derivada del conflicto metafísico. La pretendida secularización ha mutado así a una nueva forma de sacralización. Esta situación exige dilucidar los lazos que unen política y religión en su peligrosa interdependencia en forma de violencia. Es la tesis de Simon Critchley en su libro La fe de los que no tienen fe. Por Juan A. Martínez de la Fe.


Juan A. Martínez de la Fe.
11/04/2018

Simon Critchley ha llevado a cabo una serie de experimentos de teología política, cuyos resultados nos ofrece en un denso y profundo libro: La fe de los que no tienen fe. Experimentos de teología política (Trotta, Madrid, 2017). Partiendo de una anécdota de Óscar Wilde, el autor ofrece una larga introducción en la que, a grandes rasgos, comenta cómo se desarrolla la obra. De Wilde, usa la frase “todo debe hacerse una religión para ser verdadero. Y el agnosticismo debería tener su ritual lo mismo que la fe”. Una fe que no ha de entenderse en un sentido de aceptación de un misterio, sino a la experiencia de fidelidad con la que uno se promete primero y adquiere un compromiso después.
 
Y bajo el epígrafe Un resumen suficientemente sencillo del argumento, de necesaria lectura para obtener una panorámica de todo el libro, desgrana su desarrollo. Parte de la premisa de que la religión ha regresado como un tema recurrente de la teoría contemporánea, en la que nos encontramos con que está sucediendo una realidad política dominada por un hecho: las guerras religiosas. Afirmación que, siendo aventurada, no deja de estar sustentada en los “experimentos” que lleva a cabo Critchley.
 
Para él, la violencia religiosa es un instrumento de finalidad política y la fe de los que no tienen fe está compuesta por indagaciones histórico-filosóficas sobre la peligrosa interdependencia entre la política y la religión. Y aquí entra de lleno en el resumen del pensamiento de Rousseau plasmado en  El contrato social, del que dice que “ofrece la expresión definitiva de la idea moderna de política, una concepción de asociación igualitaria basada en la idea de soberanía popular: el único soberano en un sistema político legítimo es el pueblo en sí mismo”. Marcado el pensamiento de Rousseau por una serie de desajustes concentrados en tres elementos clave: la política, la ley y la religión. Es posible, dice el autor, concebir la política sin religión pero se plantea si es viable practicar la política sin tener que remitirse a algún tipo de dimensión religiosa.
 
Catecismo del ciudadano
 
Ya en el capítulo segundo, El catecismo del ciudadano, entra de lleno a profundizar en su análisis. Explora la idea de que un catecismo del ciudadano, como el que pedía Rousseau a Voltaire, o de una profesión de fe civil, ofrece un modo de reflexión sobre las relaciones entre los tres términos ya citados, conectados entre sí, de política, ley y religión.
 
Rousseau, en El contrato social, intenta solucionar el problema de la política, pero solucionar dicho problema requerirá la participación de la religión civil. ¿Por qué? Porque con las políticas sobre la religión y las religiones de la política, no hemos conseguido más que adentrarnos en una nueva era de guerras de religión, una era actual oscura definida por los enredos inquietantes entre la política y la religión.
 
Según la teoría de Rousseau, un colectivo político no puede mantener su unidad e identidad sin un elemento sagrado, sin religión, sin rituales y sin algo que solamente podemos llamar creencia.  Seguidamente, Critchley analiza en profundidad las posturas de Althusser y Badiou sobre Rousseau, un análisis muy erudito que nos ayuda a comprender mejor las ideas rousseaunianas, tras lo que nos advierte de lo inapropiado que es el título de El contrato social, porque no se trata de un contrato basado en un intercambio entre varias partes, sino un acto de constitución ficticia, donde un pueblo se decide a existir.
 
El siguiente análisis lo dedica Critchley al tercero de los elementos a que se refirió más arriba, la ley, concluyendo que si no puede asumirse que los ciudadanos siempre aspiran al bien, entonces lo que hace falta es una descripción política sobre la formación de las pasiones capaz de forzarlos a querer las leyes, a superar los obstáculos de la desigualdad a través de un acto de asociación.
 
Y concreta más: “Si el contrato social, entendido como la coincidencia de la libertad y la igualdad con la voluntad general, es lo que da lugar a una forma de gobierno legítima, entonces la ley es la que da a la política la motivación y la fuerza para levantarse y echar a andar”.
 
Son muchas las cuestiones que plantea el autor en este apartado, como, por ejemplo, el tema de la representación parlamentaria de los ciudadanos, de la que dice que no se puede afirmar que unos pocos representan a muchos, sino más bien que “la espuria legitimidad de los gobiernos representativos descansa en la simple ficción de unos pocos creyendo que representan a muchos y viceversa”. Se trata, en definitiva, de un bloque dentro de la obra, de pura filosofía política que responde a planteamientos muy actuales y vigentes.
 
Vuelve nuevamente a Rousseau para abordar el asunto de la religión civil: “no puede haber una autoridad legal, ni una política legítima efectiva, sin apelar a una autoridad religiosa”. No se trata de recurrir a la trascendencia, sino que se requiere que tome  la forma de lo sagrado. ¿Qué es, pues, la religión civil? Pues una especie de profesión de fe que es, paradójicamente, trascendente a la vez que inmanente a la soberanía popular; es una dimensión religiosa que puede encontrarse en la vida de todo pueblo, a través de la cual, el pueblo interpreta su experiencia interna, histórica y social, a la luz de una realidad trascendente, normalmente, no exclusivamente, Dios.
 
Para Critchley, es imposible entender nuestra realidad política contemporánea si no tenemos una comprensión clara de la naturaleza, la historia y la fuerza de la religión civil, entendiendo por tal la sacralización de la política bajo diversas formas contradictorias que surgen cuando una unidad se transforma en una entidad sagrada, como vía para reforzar su demanda de legitimidad. Y pone ejemplos prácticos como la invocación trascendente en los billetes de dólares americanos y los “abanderamientos” extremos, como el sionismo, la yihad, el ejército neoliberal o el conservadurismo socialdemócrata.
 
Alude, igualmente, a la cuestión de cómo una minoría gobierna a una mayoría y hace una excelente incursión en la obra de Badiou, al que califica de rousseauniano, con lo que culmina este segundo capítulo, muy difícil de sintetizar tanto por la abundancia como por la profundidad de los temas que aborda. Pero, eso sí, de una más que recomendable lectura.

Anarquismo místico

El anarquismo místico es el tema que trata el autor en el tercer capítulo. En la misma línea que el resto de la obra, realiza un análisis en clave de filosofía política, aportando sesudos y hondos comentarios a la literatura producida por filósofos y místicos.
 
Critchley plantea unas preguntas a las que trata de responder: ¿cuál es la relación entre la política y el pecado original?, ¿cómo podrían cambiar nuestras ideas en torno a la política y la comunidad si creyésemos que es posible superar el hecho del pecado original? Si el pecado original explica la propensión de las personas hacia la debilidad, la violencia y la crueldad, la política se convierte en el medio de proteger a los seres humanos de sí mismos.
 
Para el autor, hoy día conviven entre nosotros actualizadas versiones del pecado original, algo que estudia confrontando a Schmitt con John Gray. Para el primero, en su Teología política, los conceptos centrales de la moderna teoría del estado son conceptos teológicos secularizados, lo que conduce inevitablemente al intento de purificar la virtud a través de la violencia; para Gray, el dogma metafísico dominante en la actualidad es el humanismo liberal, con su fe en el progreso, la mejora y la perfectibilidad de la humanidad. Y, puesto que, a su juicio, somos unos simios asesinos con anhelos metafísicos, una humanidad perfecta y libre de conflictos solo puede lograrse con los medios milenaristas de la violencia y el terror.
 
Un milenarismo revolucionario que aspira a una transformación social libre de ataduras que trata de recuperar un estado de naturaleza igualitario, una especie de edad dorada propia del comunismo primitivo, no lejos de aquella nostalgia de los orígenes, magníficamente expuesta por el profesor Joan Prat, previo al pecado original. Y lo más valioso que encuentra Critchley en lo que denomina anarquismo místico es su política del amor, entendido como un acto de entrega espiritual total que busca terminar con las ideas previas en torno a la identidad, para así poder dar paso a nuevas formas de subjetividad.
 
Lo que alienta estas teorías escatológicas es un tipo de comunismo basado en la fe que tiene en los pobres, los marginados y los desposeídos, que intenta superar el pecado anulando la institución de la propiedad privada. La comunidad del Libre Espíritu, devastada por la Inquisición, o el Comité Invisible, ocupan varias páginas de la obra, con un análisis magnífico, en el que destaca con luz propia Margarita Porete y los diversos ejemplos aplicados a la geopolítica actual que aporta el autor.
 
La naturaleza de la fe
 
Y es el amor así entendido y su conexión con la fe el tema que aborda en el siguiente capítulo, No eres tú mismo: sobre la naturaleza de la fe. Y lo hace  profundizando en las cartas de San Pablo, vistas desde variados prismas, especialmente desde el punto de vista de Heidegger, convertido en el protagonista del capítulo. ¿Qué mueve al autor a hacer esto así? Su convicción de que existe un creciente interés últimamente por la figura de Pablo, al que considera un referente para todas aquellas tendencias reformistas que han tenido como origen un profundo malestar político.
 
Por supuesto que la fe no es entendida aquí (no podía ser de otra manera en la obra de un autor no creyente), como la abstracción de una creencia metafísica, sino como la vivencia subjetiva de un compromiso que supone una demanda infinita. Y pretende demostrar en las numerosas páginas de este bloque que el proyecto llamado ontología fundamental de Heidegger se encuentra profundamente influido por su estudio previo de las cartas de Pablo.
 
El espíritu paulino está en la base del movimiento de reforma; y la intuición básica de Heidegger sobre el pensamiento de reforma se fundamenta en San Pablo. Critchley insiste (es su preocupación básica en esta obra) en la naturaleza de la fe, que entiende, ya se dijo, no como una abstracción metafísica, sino como un acto declarativo, como una promulgación, un acto performativo que proclama. “La fe es una anunciación que se promulga, una proclamación que trae a la existencia el tema de la fe”. Termina concluyendo, tras un exhaustivo análisis, que, según Pablo, no podemos escapar de la ley.
 
Y se adentra en el último bloque de su libro, dedicado a la Violencia no violenta. Si los anteriores capítulos recogieron la interdependencia entre política y religión, ahora aborda el problema de la violencia y su relación con la ética y la política de la no violencia.
 
Para el autor, “la violencia religiosa se emplea, cada vez más, como un instrumento para fines políticos”, por lo que reflexiona sobre la complicada cuestión de la naturaleza y la posibilidad de una política de la no violencia, indagando en cómo una política de tales características tiene que negociar cuáles son los límites de la no violencia y bajo qué circunstancias resulta necesario transgredir dichos límites.
 
Este capítulo se centra principalmente en el debate sostenido entre el autor y Zizek, teñido a veces de cierto grado de agresividad personal alejada de la desnuda confrontación ideológica. Y lo hace partiendo de la perspectiva de Zizek sobre la violencia, de manera especial, en su comprensión de la violencia divina en Walter Benjamin, para, seguidamente ocuparse de Benjamin y su ensayo de 1921 Hacia una crítica de la violencia, ensayo que constituye una crítica de la violencia de la ley. Se detiene en analizar las diferentes distinciones que ese texto establece: la violencia que funda la ley y la violencia que la conserva, entre la huelga política y la huelga general y entre la violencia mítica y la violencia divina. En sus párrafos finales, la argumentación de Benjamin es compacta, profética y, también, oscura.
 
Cuando Critchley aborda la cuestión de la no violencia por principio, lo hace introduciendo el siguiente texto de Judith Butler: “En este sentido, la no violencia no es un estado pacífico, sino una lucha social y política por articular la rabia y dotarla de eficacia: un elaborado y artesanal que te jodan”. En el fondo, según el propio autor, su problema no tiene tanto que ver con la violencia como con las glorificaciones románticas de la violencia revolucionaria de sillón, que son más sangrientas a medida que se alejan de la realidad.

Nuevo período
 
Esta obra termina con un apartado que Critchley denomina Conclusión. Basándose en Kierkegaard, defiende que el amor cristiano no se puede reducir a una concepción mundana del amor en la que haces a los otros lo que los otros te hacen a ti  y nada más: “La sabiduría mundana piensa que el amor es una relación entre ser humano y ser humano; el cristianismo enseña que el amor es una relación entre ser humano-Dios-ser humano, es decir, que Dios es la determinación intermedia”.
 
Y trae a colación la historia del centurión que pide a Jesús que vaya a sanar a su criado, excusándose de no ser su seguidor; el Maestro, tras alabar su fe, le dice que se vaya y que suceda según ha creído. Es la fe de alguien que no tiene fe; no tiene una fe que esté respaldada por ninguna creencia, ni por ninguna seguridad doctrinal. “Esta es la razón por la que la fe y el mandamiento del amor que la sostiene no es una ley. No tiene fuerza coercitiva o externa”.
 
Y cierra su estudio con el siguiente párrafo: “Mi argumento central en este libro es que una experiencia de fe como esta no es solamente compartida por aquellos que, desde una perspectiva de un credo o de una confesión concreta, no son creyentes, sino que, además, pueden experimentarla de una manera ejemplar”.
 
Como buen resumen de lo que contiene este amplio estudio, parecen acertadas las palabras que la propia editorial incluye: “Una de las notas dominantes del pensamiento contemporáneo es el retorno de lo religioso, eco de una realidad política caracterizada por los avatares de una nueva guerra de religión. Parece que la «era secular» hubiera dado paso a un periodo distinto en el que la acción política resulta ser una derivada directa del conflicto metafísico. Afrontar esta situación exige dilucidar los lazos que unen política y religión en su peligrosa interdependencia en forma de violencia. Es lo que pretenden estas «indagaciones histórico-filosóficas», variaciones de la tesis atrevida que ve en la modernidad una serie de metamorfosis de la sacralización en vez de un proceso de secularización”.
 
Desde luego, no se trata de un libro de fácil lectura; el autor, junto al tema principal, aborda una serie de cuestiones que, sin constituir el eje de su ensayo, sí son necesarias para alcanzar una comprensión de su sentido. Y trata tanto aquel como estas con acierto y profundidad. Aunque no imprescindible, sí es aconsejable conocer El contrato social de Jean-Jacques Rousseau, el Ser y tiempo de Heidegger y Hacia la crítica de la violencia, de Walter Benjamin, ya que el autor razona abundantemente sobre estas obras, con independencia de otras de diferentes pensadores que también son tratadas. De lo que no cabe duda es de que la clase política y cuantos se interesen por la sociología y filosofía política encontrarán en sus páginas motivos de reflexión que les ayudarán en su comprensión de la actual realidad.



Juan A. Martínez de la Fe.
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