Momento de la representación. Imagen cedida por el Teatro Alhambra de Granada.
1. El poder
¡El rey está desnudo! Todo el oropel con que se adorna, la estudiada campechanía con que despacha a los súbditos, los ademanes de pontífice; todo es falso, transparente, accesorio. El poder es pura representación, porque siempre estará al servicio de la usura. El rey está desnudo, pero (casi) nadie es capaz de decirlo en voz alta.
Hace más de cien años, frente a un teatro complaciente y lisonjero con el poder, surgió una voz discordante que lo gritó bien alto: ¡El rey está desnudo!
Aquel rey eternamente absurdo, fue bautizado con el nombre de Ubú, o tal vez Godot, o quizá Hamletmachine, y nos enseñó el significado de estas palabras mágicas: Todo de antes, nada más jamás. Jamás probar, jamás fracasar. Da igual: prueba otra vez, fracasa otra vez, fracasa mejor (Samuel Beckett).
El rey, mientras tanto, mimaba a los complacientes, dejándolos pisar las alfombras de la fama. La lealtad al poder tiene sus ventajas, nadie lo va a negar, aunque tal fidelidad convirtiera a más de cuatro (y a más de cuarenta) en patéticos perrillos de circo que caminan a dos patas junto al domador, a cambio de una golosina bien cargada de adictivos.
Salirse de este círculo vicioso de poder/sumisión habría sido como lanzar flechas al cielo. Y, sin embargo, hay quien lo hace, y lo hace bien, ensartando nubarrones y abriendo agujeros por donde entra la luz del sol. Mejor aún, este arquero Nemrod que desafía al mismísimo Olimpo ¡encuentra quien lo escucha!... e incluso lo entiende.
Entonces, y sólo entonces, surge el verdadero poder de las locuras del teatro. Cuando el teatro es capaz de romper todos los esquemas, todos los prejuicios, todos los miedos del que acude a él con los sentidos limpios, el arte adquiere una dimensión que alcanza al individuo más allá de su cómoda butaca, y le proporciona una larga e incómoda digestión.
Pero, no nos engañemos, esta locura teatral no ha venido a incendiar todo lo que le precede. Esta fuerza creativa proviene de una larga tradición de dramaturgia iconoclasta que hunde sus raíces en la noche de los tiempos, más allá de Edipo, Odiseo y Medea.
El teatro de Jan Fabre es un golpe de optimismo en mitad de un páramo decorado con flores de plástico, una bofetada en la conciencia dormida, que reconoce la inteligencia del espectador en lugar de menospreciarla, como siguen haciendo los perritos falderos del rey.
A golpe de subvenciones repartidas a cambio de besos y panegíricos, hemos conseguido que los presuntos creadores se hayan vuelto incapaces de morder la mano que les da de comer.
Al grito de “¡el que no llora no mama!”, el arte –o más bien los fuegos artificiales que encandilan a la masa- se elabora sin talento ni sentido del riesgo. Cuestionar el poder está en la esencia misma del teatro. Gracias al mundo de las ideas se han ido conquistando pequeñas/grandes emancipaciones.
El problema es que, al menos por el momento, el ser humano no quiere ser libre. Porque ser libre es estar desamparado. La libertad exige una responsabilidad terrible y por eso preferimos dejarnos llevar por una caterva de irresponsables.
Pero cuidado; el teatro jamás debe recurrir al sermón directo para cuestionar los mecanismos del poder.
Es tarea ineludible del dramaturgo presentar su discurso de forma oblicua, por medio de imágenes saturadas de múltiples sentidos, de manera que sea el espectador quien deba responder a las preguntas que surgen en su imaginario.
Para los que han evitado el sendero fácil, sólo queda el empeño de no sucumbir a la tentación de dejarse amansar por esa estafa llamada éxito.
Mientras tanto, nuestro débil carácter de súbditos, sigue entregándose al encanto de las bagatelas, concebidas para distraer la mirada. El poder es hipnótico: se materializa en absurdos telefonillos cargados de inútiles prestaciones que venden incomunicación mientras afirman justamente lo contrario.
¡El rey está desnudo! Todo el oropel con que se adorna, la estudiada campechanía con que despacha a los súbditos, los ademanes de pontífice; todo es falso, transparente, accesorio. El poder es pura representación, porque siempre estará al servicio de la usura. El rey está desnudo, pero (casi) nadie es capaz de decirlo en voz alta.
Hace más de cien años, frente a un teatro complaciente y lisonjero con el poder, surgió una voz discordante que lo gritó bien alto: ¡El rey está desnudo!
Aquel rey eternamente absurdo, fue bautizado con el nombre de Ubú, o tal vez Godot, o quizá Hamletmachine, y nos enseñó el significado de estas palabras mágicas: Todo de antes, nada más jamás. Jamás probar, jamás fracasar. Da igual: prueba otra vez, fracasa otra vez, fracasa mejor (Samuel Beckett).
El rey, mientras tanto, mimaba a los complacientes, dejándolos pisar las alfombras de la fama. La lealtad al poder tiene sus ventajas, nadie lo va a negar, aunque tal fidelidad convirtiera a más de cuatro (y a más de cuarenta) en patéticos perrillos de circo que caminan a dos patas junto al domador, a cambio de una golosina bien cargada de adictivos.
Salirse de este círculo vicioso de poder/sumisión habría sido como lanzar flechas al cielo. Y, sin embargo, hay quien lo hace, y lo hace bien, ensartando nubarrones y abriendo agujeros por donde entra la luz del sol. Mejor aún, este arquero Nemrod que desafía al mismísimo Olimpo ¡encuentra quien lo escucha!... e incluso lo entiende.
Entonces, y sólo entonces, surge el verdadero poder de las locuras del teatro. Cuando el teatro es capaz de romper todos los esquemas, todos los prejuicios, todos los miedos del que acude a él con los sentidos limpios, el arte adquiere una dimensión que alcanza al individuo más allá de su cómoda butaca, y le proporciona una larga e incómoda digestión.
Pero, no nos engañemos, esta locura teatral no ha venido a incendiar todo lo que le precede. Esta fuerza creativa proviene de una larga tradición de dramaturgia iconoclasta que hunde sus raíces en la noche de los tiempos, más allá de Edipo, Odiseo y Medea.
El teatro de Jan Fabre es un golpe de optimismo en mitad de un páramo decorado con flores de plástico, una bofetada en la conciencia dormida, que reconoce la inteligencia del espectador en lugar de menospreciarla, como siguen haciendo los perritos falderos del rey.
A golpe de subvenciones repartidas a cambio de besos y panegíricos, hemos conseguido que los presuntos creadores se hayan vuelto incapaces de morder la mano que les da de comer.
Al grito de “¡el que no llora no mama!”, el arte –o más bien los fuegos artificiales que encandilan a la masa- se elabora sin talento ni sentido del riesgo. Cuestionar el poder está en la esencia misma del teatro. Gracias al mundo de las ideas se han ido conquistando pequeñas/grandes emancipaciones.
El problema es que, al menos por el momento, el ser humano no quiere ser libre. Porque ser libre es estar desamparado. La libertad exige una responsabilidad terrible y por eso preferimos dejarnos llevar por una caterva de irresponsables.
Pero cuidado; el teatro jamás debe recurrir al sermón directo para cuestionar los mecanismos del poder.
Es tarea ineludible del dramaturgo presentar su discurso de forma oblicua, por medio de imágenes saturadas de múltiples sentidos, de manera que sea el espectador quien deba responder a las preguntas que surgen en su imaginario.
Para los que han evitado el sendero fácil, sólo queda el empeño de no sucumbir a la tentación de dejarse amansar por esa estafa llamada éxito.
Mientras tanto, nuestro débil carácter de súbditos, sigue entregándose al encanto de las bagatelas, concebidas para distraer la mirada. El poder es hipnótico: se materializa en absurdos telefonillos cargados de inútiles prestaciones que venden incomunicación mientras afirman justamente lo contrario.
2. El público
Este servilismo del teatro complaciente ha moldeado un tipo de público incapaz de alcanzar la fuerza expresiva de lo simbólico.
El espectador medio en España necesita adormecerse fácilmente con argumentos lineales. Todo aquello que no le divierta le hace sentirse estafado. Aplaudimos a destiempo, nos reímos ante lo terrible, y nos desubicamos frente a todo lo que no sea evidente.
El espectador medio es una prueba más del triunfo del poder. Y del crítico mejor ni hablar. O mejor aún, hablemos. De perdidos, al río.
Salvo raras excepciones, el crítico celtibérico no se entera de lo importante. Se limita a contarnos lo que ha visto, a valorar subjetivamente lo accesorio: las declamaciones, el atrezzo, el vestuario, las luces, los alardes interpretativos, las evoluciones físicas por el escenario... Y sin embargo es incapaz de iluminar los rincones oscuros, de explicar lo que no se dice abiertamente.
El crítico celtibérico es provinciano por excelencia, y aun así goza de un poder desmesurado en su estrado de miserable foliculario. Puede hacer que una obra mediocre triunfe o puede condenar a la total indiferencia a una compañía brillante.
Ahora bien. La experiencia –única e irrepetible, por desgracia- de haber vivido Le pouvoir des folies theatrales entraña felices excepciones. En estas casi cinco horas de función, hubo de todo. Hubo espectadores que no dejaron de quejarse, los hubo que se marcharon en las primeras escenas. Y lo más absurdo: hubo casi un centenar de espectadores, verdaderamente interesados, que se quedaron sin entrada.
Pero también hubo una inmensa mayoría que permaneció pegada a la butaca, maravillada y sobrecogida por lo que estaba comprendiendo. Esa inmensa mayoría que aplaudió durante un cuarto de hora, hace que valga la pena seguir estampándose contra el muro de la incomprensión. Otra cosa es que alguien consiga abrir una brecha lo suficientemente amplia para deslumbrar a unos ojos tan acostumbrados a la oscuridad.
3. Credenciales
Han pasado la friolera de treinta años desde que Fabre estrenó en Bruselas This theatre like it was to be expected and foreseen. Aquel hito –casi desconocido en estos lares- ha provocado cambios sustanciales en el concepto de teatro de Centroeuropa.
La mayoría de las escuelas de arte dramático ya no forman actores. O tal vez habría que afirmar que los nuevos actores centroeuropeos están siendo capacitados para una forma de teatro total que excede la mera interpretación de un texto o el cantabaila de los musicales al uso.
El performer holandés ha borrado de su inconsciente las barreras que atenazan a buena parte de nuestros actores. Y aquel joven Jan Fabre les hizo traspasar todos los límites imaginables en pos de algo inconmensurable. No es que los actores lleguen a la extenuación; es que, además, luego se mofan de ella, la sobrepasan y se fuman un pitillo con cara de póquer.
El público no es menos exigente. Rompe con los absurdos tabúes que imposibilitan a sus glúteos para soportar más de dos horas de teatro. Pide complejidad y desprecia los pucheros rancios en los que otros seguimos insistiendo.
Damas y caballeros. Por ahí arriba nos llevan varios decenios de ventaja. Si tenemos algún interés en evolucionar, empecemos por reconocer que nuestro añejo sueño de la movida, es ya un viejo león desdentado que se deja acariciar por la mano amable del rey.
Este servilismo del teatro complaciente ha moldeado un tipo de público incapaz de alcanzar la fuerza expresiva de lo simbólico.
El espectador medio en España necesita adormecerse fácilmente con argumentos lineales. Todo aquello que no le divierta le hace sentirse estafado. Aplaudimos a destiempo, nos reímos ante lo terrible, y nos desubicamos frente a todo lo que no sea evidente.
El espectador medio es una prueba más del triunfo del poder. Y del crítico mejor ni hablar. O mejor aún, hablemos. De perdidos, al río.
Salvo raras excepciones, el crítico celtibérico no se entera de lo importante. Se limita a contarnos lo que ha visto, a valorar subjetivamente lo accesorio: las declamaciones, el atrezzo, el vestuario, las luces, los alardes interpretativos, las evoluciones físicas por el escenario... Y sin embargo es incapaz de iluminar los rincones oscuros, de explicar lo que no se dice abiertamente.
El crítico celtibérico es provinciano por excelencia, y aun así goza de un poder desmesurado en su estrado de miserable foliculario. Puede hacer que una obra mediocre triunfe o puede condenar a la total indiferencia a una compañía brillante.
Ahora bien. La experiencia –única e irrepetible, por desgracia- de haber vivido Le pouvoir des folies theatrales entraña felices excepciones. En estas casi cinco horas de función, hubo de todo. Hubo espectadores que no dejaron de quejarse, los hubo que se marcharon en las primeras escenas. Y lo más absurdo: hubo casi un centenar de espectadores, verdaderamente interesados, que se quedaron sin entrada.
Pero también hubo una inmensa mayoría que permaneció pegada a la butaca, maravillada y sobrecogida por lo que estaba comprendiendo. Esa inmensa mayoría que aplaudió durante un cuarto de hora, hace que valga la pena seguir estampándose contra el muro de la incomprensión. Otra cosa es que alguien consiga abrir una brecha lo suficientemente amplia para deslumbrar a unos ojos tan acostumbrados a la oscuridad.
3. Credenciales
Han pasado la friolera de treinta años desde que Fabre estrenó en Bruselas This theatre like it was to be expected and foreseen. Aquel hito –casi desconocido en estos lares- ha provocado cambios sustanciales en el concepto de teatro de Centroeuropa.
La mayoría de las escuelas de arte dramático ya no forman actores. O tal vez habría que afirmar que los nuevos actores centroeuropeos están siendo capacitados para una forma de teatro total que excede la mera interpretación de un texto o el cantabaila de los musicales al uso.
El performer holandés ha borrado de su inconsciente las barreras que atenazan a buena parte de nuestros actores. Y aquel joven Jan Fabre les hizo traspasar todos los límites imaginables en pos de algo inconmensurable. No es que los actores lleguen a la extenuación; es que, además, luego se mofan de ella, la sobrepasan y se fuman un pitillo con cara de póquer.
El público no es menos exigente. Rompe con los absurdos tabúes que imposibilitan a sus glúteos para soportar más de dos horas de teatro. Pide complejidad y desprecia los pucheros rancios en los que otros seguimos insistiendo.
Damas y caballeros. Por ahí arriba nos llevan varios decenios de ventaja. Si tenemos algún interés en evolucionar, empecemos por reconocer que nuestro añejo sueño de la movida, es ya un viejo león desdentado que se deja acariciar por la mano amable del rey.
Referencia:
Obra: “Le pouvoir des folies théâtrales” (El poder de las locuras del teatro).
Director: Jan Fabre.
Fecha y lugar: 6 de febrero de 2013 en el Teatro Alhambra de Granada.
Obra: “Le pouvoir des folies théâtrales” (El poder de las locuras del teatro).
Director: Jan Fabre.
Fecha y lugar: 6 de febrero de 2013 en el Teatro Alhambra de Granada.