Imagen: KeithJJ. Fuente: Pixabay.
¿Cómo se produce el movimiento coordinado de los grupos humanos, por ejemplo en un campo de fútbol? Esta cuestión puede resultar importante para ayudar a los jugadores a moverse mejor y más rápido, y así ganar más partidos. Pero, además, podría tener implicaciones interesantes para la comprensión de los comportamientos colectivos y de la consciencia grupal.
Para tratar de arrojar luz sobre el tema, se han unido el psicólogo James Dixon, de la Universidad de Connecticut (UCONN), en EEUU; Maurici López-Felip, un estudiante graduado de dicha Universidad que antes era jugador de la Selección Catalana de Fútbol; el químico Jim Rusling (especialista en productos químicos cuyas interacciones emergen por virtud de procesos no lineales), también de la UCONN, y el físico de la Universidad Wake Forest, Dilip Kondepudi.
Todos ellos están analizando datos de jugadores del Fútbol Club Barcelona, con los que pretenden desarrollar un modelo de movimiento colectivo que incluya el agrupamiento y otros comportamientos posibles, publica la UCONN en un comunicado. La iniciativa surgió del departamento de deportes de equipo del Fútbol Club Barcelona, y ha sido liderada por Paco Seirulo, Joan Vilà y el propio López-Felip.
Fútbol y estructuras disipativas
Curiosamente, estos científicos presumen que, para que un grupo se mueva de manera coordinada, no se necesitan cerebros. La razón: el hecho constatado de que algunas cosas que ni siquiera están vivas puedan coordinarse de esta misma manera.
Ponen el ejemplo de una sustancia llamada benzoquinona. Cuando pequeñas moléculas de benzoquinona flotan en la superficie de un charco de agua tienden a agruparse, incluso si inicialmente se han esparcido de manera aleatoria por su superficie.
Ilya Prigogine, Nobel de Química 1977, describió este fenómeno como “estructuras disipativas”, y lo definió como aquellas estructuras coherentes, autoorganizadas a partir de sistemas alejados del equilibrio.
Prigogine (que fue profesor de Dilip Kondepudi) ha ilustrado a menudo este concepto con la “inestabilidad de Bernard”: cuando en una cocina se calienta una olla de agua, el agua del fondo tiende a subir (porque se vuelve más densa) mientras que, al mismo tiempo, el agua más fría baja.
Así se producen flujos en lucha pero, cuando la velocidad de calentamiento sigue aumentando, el sistema alcanza un punto crítico en el que pasa del desorden al orden. Entonces, el movimiento del líquido se convierte en una serie de corrientes estables de convección, que producen un enrejado ordenado de corrientes hexagonales. De repente, millones y millones de moléculas se mueven coherentemente en lugar de moverse de un modo fortuito.
Para tratar de arrojar luz sobre el tema, se han unido el psicólogo James Dixon, de la Universidad de Connecticut (UCONN), en EEUU; Maurici López-Felip, un estudiante graduado de dicha Universidad que antes era jugador de la Selección Catalana de Fútbol; el químico Jim Rusling (especialista en productos químicos cuyas interacciones emergen por virtud de procesos no lineales), también de la UCONN, y el físico de la Universidad Wake Forest, Dilip Kondepudi.
Todos ellos están analizando datos de jugadores del Fútbol Club Barcelona, con los que pretenden desarrollar un modelo de movimiento colectivo que incluya el agrupamiento y otros comportamientos posibles, publica la UCONN en un comunicado. La iniciativa surgió del departamento de deportes de equipo del Fútbol Club Barcelona, y ha sido liderada por Paco Seirulo, Joan Vilà y el propio López-Felip.
Fútbol y estructuras disipativas
Curiosamente, estos científicos presumen que, para que un grupo se mueva de manera coordinada, no se necesitan cerebros. La razón: el hecho constatado de que algunas cosas que ni siquiera están vivas puedan coordinarse de esta misma manera.
Ponen el ejemplo de una sustancia llamada benzoquinona. Cuando pequeñas moléculas de benzoquinona flotan en la superficie de un charco de agua tienden a agruparse, incluso si inicialmente se han esparcido de manera aleatoria por su superficie.
Ilya Prigogine, Nobel de Química 1977, describió este fenómeno como “estructuras disipativas”, y lo definió como aquellas estructuras coherentes, autoorganizadas a partir de sistemas alejados del equilibrio.
Prigogine (que fue profesor de Dilip Kondepudi) ha ilustrado a menudo este concepto con la “inestabilidad de Bernard”: cuando en una cocina se calienta una olla de agua, el agua del fondo tiende a subir (porque se vuelve más densa) mientras que, al mismo tiempo, el agua más fría baja.
Así se producen flujos en lucha pero, cuando la velocidad de calentamiento sigue aumentando, el sistema alcanza un punto crítico en el que pasa del desorden al orden. Entonces, el movimiento del líquido se convierte en una serie de corrientes estables de convección, que producen un enrejado ordenado de corrientes hexagonales. De repente, millones y millones de moléculas se mueven coherentemente en lugar de moverse de un modo fortuito.
Una explicación energética
En el mundo vivo también hay numerosos ejemplos de estructuras disipativas (lo que supondría un punto en común entre las estructuras dinámicas inanimadas y la vida misma): por ejemplo, tenemos las termitas que corren por el suelo, cada una llevando una partícula de tierra, en apariencia actuando de manera aleatoria hasta que, en un determinado punto crítico, sus movimientos se vuelven cooperativos. Fenómenos similares se han constatado en las células.
Al parecer, la clave de este comportamiento estaría en que promueve una reducción del gasto de energía de los sistemas, vivos o no. De hecho, Dixon y su equipo han demostrado que, cuando las partículas de benzoquinona disueltas se agrupan, disipan la energía de manera más eficiente.
¿Qué tiene esto que ver con los cerebros? Pues que, dado que los seres humanos y otros seres vivos también son, esencialmente, sistemas de disipación de energía, estos comportamientos colectivos espontáneos ayudarían a reducir el gasto de energía del cerebro. Y ya sabemos que el cerebro hace lo que sea para ahorrar energía, por eso se pasa el día olvidando la información que considera innecesaria (como donde hemos dejado las llaves). “La evolución no quiere que tensemos nuestro cerebro, ni los entrenadores de fútbol tampoco”, afirman los investigadores de la UCONN.
Inteligencia colectiva y sensibilidad social
¿Cabría deducir, a partir de todo lo dicho, algún tipo de inteligencia o de consciencia colectivas inherentes a los grupos –vivos o no–?
Ya se había logrado demostrar que sí existe la inteligencia colectiva o grupal (de humanos), no en los movimientos espontáneos y coordinados de los que hablamos, sino cuando realizamos tareas en equipo. El científico del MIT Thomas W. Malone y su equipo llevan años estudiando este tema.
En uno de sus estudios, en el que se midió el rendimiento de equipos personas, se constató que los grupos humanos más inteligentes eran aquellos que desplegaban un tipo de dinámica o funcionamiento interno basado en la flexibilidad para asignar ocupaciones. De esta manera, todos los miembros del equipo podían aplicar mejor sus habilidades a cualquier desafío presentado.
A partir de estos resultados, Malone y sus colaboradores concluyeron que la inteligencia colectiva aplicada a tareas sí necesita de cerebros individuales, aunque con una característica específica: un alto nivel de “sensibilidad social”. Es decir, que para que la inteligencia del grupo se despliegue cuando se hace alguna tarea colectiva, sus miembros deben tener cerebros flexibles y competentes en habilidades sociales como la disposición a cooperar, la capacidad de escuchar y de responder en consecuencia, la capacidad de adaptación, etc.
Física para medir la inteligencia colectiva
Pero, ¿qué pasa con la inteligencia colectiva en los movimientos coordinados espontáneos? Según nos explica Maurici López-Felip, “normalmente, en las ciencias cognitivas más ortodoxas se ha creído que el cerebro es el que dota de inteligencia al ser humano y que, cuando el ser humano interactúa con otros (por ejemplo, en el fútbol) para lograr un objetivo común, es la suma de cerebros lo que garantiza esa inteligencia colectiva”.
En cambio, desde la llamada “física ecológica” -disciplina iniciada en 1979 por James J. Gibson con su libro The Ecological Approach to Visual Perception y en la que se enmarca el estudio de la UCONN- se ha intentado explicar el comportamiento de los seres vivos a partir de “todas aquellas relaciones físicas entre estos y su entorno”, añade López-Felip.
La inteligencia de un organismo, desde el enfoque de la física ecológica, es por tanto su capacidad para exhibir un comportamiento coordinado con su entorno de forma exitosa, autorregulada, a partir de la percepción y la acción (percibo para actuar y actúo para percibir). “Cuando se toma este enfoque, la inteligencia colectiva deja de tener este carácter abstracto y se puede empezar a explicar en términos de la física”, concluye el investigador.
En el mundo vivo también hay numerosos ejemplos de estructuras disipativas (lo que supondría un punto en común entre las estructuras dinámicas inanimadas y la vida misma): por ejemplo, tenemos las termitas que corren por el suelo, cada una llevando una partícula de tierra, en apariencia actuando de manera aleatoria hasta que, en un determinado punto crítico, sus movimientos se vuelven cooperativos. Fenómenos similares se han constatado en las células.
Al parecer, la clave de este comportamiento estaría en que promueve una reducción del gasto de energía de los sistemas, vivos o no. De hecho, Dixon y su equipo han demostrado que, cuando las partículas de benzoquinona disueltas se agrupan, disipan la energía de manera más eficiente.
¿Qué tiene esto que ver con los cerebros? Pues que, dado que los seres humanos y otros seres vivos también son, esencialmente, sistemas de disipación de energía, estos comportamientos colectivos espontáneos ayudarían a reducir el gasto de energía del cerebro. Y ya sabemos que el cerebro hace lo que sea para ahorrar energía, por eso se pasa el día olvidando la información que considera innecesaria (como donde hemos dejado las llaves). “La evolución no quiere que tensemos nuestro cerebro, ni los entrenadores de fútbol tampoco”, afirman los investigadores de la UCONN.
Inteligencia colectiva y sensibilidad social
¿Cabría deducir, a partir de todo lo dicho, algún tipo de inteligencia o de consciencia colectivas inherentes a los grupos –vivos o no–?
Ya se había logrado demostrar que sí existe la inteligencia colectiva o grupal (de humanos), no en los movimientos espontáneos y coordinados de los que hablamos, sino cuando realizamos tareas en equipo. El científico del MIT Thomas W. Malone y su equipo llevan años estudiando este tema.
En uno de sus estudios, en el que se midió el rendimiento de equipos personas, se constató que los grupos humanos más inteligentes eran aquellos que desplegaban un tipo de dinámica o funcionamiento interno basado en la flexibilidad para asignar ocupaciones. De esta manera, todos los miembros del equipo podían aplicar mejor sus habilidades a cualquier desafío presentado.
A partir de estos resultados, Malone y sus colaboradores concluyeron que la inteligencia colectiva aplicada a tareas sí necesita de cerebros individuales, aunque con una característica específica: un alto nivel de “sensibilidad social”. Es decir, que para que la inteligencia del grupo se despliegue cuando se hace alguna tarea colectiva, sus miembros deben tener cerebros flexibles y competentes en habilidades sociales como la disposición a cooperar, la capacidad de escuchar y de responder en consecuencia, la capacidad de adaptación, etc.
Física para medir la inteligencia colectiva
Pero, ¿qué pasa con la inteligencia colectiva en los movimientos coordinados espontáneos? Según nos explica Maurici López-Felip, “normalmente, en las ciencias cognitivas más ortodoxas se ha creído que el cerebro es el que dota de inteligencia al ser humano y que, cuando el ser humano interactúa con otros (por ejemplo, en el fútbol) para lograr un objetivo común, es la suma de cerebros lo que garantiza esa inteligencia colectiva”.
En cambio, desde la llamada “física ecológica” -disciplina iniciada en 1979 por James J. Gibson con su libro The Ecological Approach to Visual Perception y en la que se enmarca el estudio de la UCONN- se ha intentado explicar el comportamiento de los seres vivos a partir de “todas aquellas relaciones físicas entre estos y su entorno”, añade López-Felip.
La inteligencia de un organismo, desde el enfoque de la física ecológica, es por tanto su capacidad para exhibir un comportamiento coordinado con su entorno de forma exitosa, autorregulada, a partir de la percepción y la acción (percibo para actuar y actúo para percibir). “Cuando se toma este enfoque, la inteligencia colectiva deja de tener este carácter abstracto y se puede empezar a explicar en términos de la física”, concluye el investigador.