Dado el crucial papel que el gen ASVPR1A, encargado de codificar alguno de los receptores del AVP (el neuropéptido arginina- vasopresina) parece desempeñar en la disposición hacia la monogamia de especies como la de los ratoncillos de la pradera, un grupo de investigadores del Instituto Karolinska de Suecia se propuso estudiar los efectos de su actividad entre nosotros.
Para ello escogieron 552 pares de gemelos que llevaban más de cinco años conviviendo con sus parejas y estudiaron la calidad de su relación marital y su posible conexión con las distintas variantes personales que ese gen presentaba.
El resultado de su trabajo ha puesto en evidencia una evidente, aunque modesta correlación, entre algunas variantes genéticas halladas en la región 5´ de ese gen y ciertas diferencias en la aptitud para la vida en pareja de los hombres (una relación no confirmada en las mujeres).
Así, los portadores del alelo 334 (presente en el 40 % de los sujetos estudiados) eran más remisos al matrimonio, más dados a romperlo, más propensos a la infidelidad y sus relaciones solían conllevar un menor grado de satisfacción de sus parejas.
Este resultado se hizo aún más evidente cuando llevaban dos copias de ese alelo (algo que solo ocurría en el 3,45 % de los casos) pues entonces llegaban a doblar el porcentaje de los que cohabitaban sin casarse o de los que habían presentado problemas matrimoniales durante el último año.
¿Gen de la infidelidad...?
Ciertos medios de comunicación han fijado su atención en el comportamiento inducido por la presencia del alelo 334, hasta el punto de bautizarlo como el gen de la infidelidad.
Sin embargo no podemos olvidar que la sexualidad se presenta en toda la escala animal con una orientación universalmente promiscua. Hasta el punto de que se puede asegurar que las especies monógamas lo son porque han añadido a su patrimonio genético algún gen (o grupo de genes) que les constriñe a ello.
Por eso la disparidad reflejada en este trabajo no traduciría la existencia de un gen que empuje hacia la infidelidad (algo que no haría falta, puesto que la sexualidad por si sola, sin la asistencia de alguno de esos genes mencionados en el párrafo anterior, siempre es infiel), sino por el contrario la de un gen que propiciaría la vida en pareja y al que la presencia de ese alelo 334 volvería menos activo.
Algo que reconocen sus propios autores cuando escriben: “estos resultados sugieren una asociación entre un simple gen y el comportamiento de pareja en humanos e indicaría que la bien caracterizada influencia del AVP en los lazos de pareja de los ratones de campo podría tener también relevancia en humanos”.
Un segundo hallazgo sería que hay variantes en la secuencia de ese gen, que aminoran (o tal vez borran por completo) la que podríamos considerar como su actividad normal, lo que se traduciría en que sus portadores no presentarían ese impulso hacia la vida en pareja o, cuando menos, no con la misma fuerza que los demás.
Según este trabajo los efectos de la presencia de esas variantes, sobre todo cuando sólo afectan a una de las copias, son modestísimos y no permitirían predecir con seguridad futuros comportamientos.
Algo que en realidad era de esperar. Los dictados biológicos en nuestra especie nunca van a resultar tan determinantes como en las otras, pues la presencia de nuestro cerebro nos permite una gran libertad respecto a los que puedan ser nuestros impulsos innatos; y por si fuera poco la cultura y el marco sociológico en que nos movemos también dejan su impronta.
... más bien gen del amor
Así pues, según esta investigación podríamos estar dotados de un gen que nos predispondría hacia la vida en pareja (aunque los datos obtenidos sean poco concluyentes, lo que nos obliga a esperar el resultado de otros estudios similares). De ahí que se le haya llamado gen de la monogamia, de la pareja o de la fidelidad.
Sin embargo todo parece sugerir que la acción de ese gen no se limitaría a dar una mayor estabilidad a la pareja ya formada sino que, de alguna forma, facilitaría su constitución. Es decir llevaría a cabo en nosotros una misión similar (aunque de efectos mucho menos notorios) a la que ejercería en los ratoncillos de pradera.
Para cumplir esa función, ese gen tiene que tener la virtud de poder impulsar y mantener, cuando menos por un cierto tiempo, una atracción hacia una persona determinada. Un apego que nacería en el mundo instintivo, pero que afloraría a la conciencia como un sentimiento especial. Una inclinación, un afecto o un cariño que no serían más que algunas de las acepciones que incluimos en la palabra amor. De ahí que tampoco sería tan disparatado denominarlo “el gen del amor”.
Visión precursora
Y esa fue nuestra elección cuando hace doce años nos enfrentamos a estos problemas (L. S. Lario, M. Lario y S. Lario, El gen del amor, Barcelona, Ediciones del Bronce, 1996). Porque, lo verdaderamente revolucionario de todo esto, sería la posible presencia en nosotros de un gen capaz de interferir, y en muchos casos guiar, nuestro mundo afectivo.
Un hecho hasta ahora insospechado que abriría ante nosotros horizontes nunca contemplados. Un desafío al que, dada la importancia que los avatares del mundo sentimental suelen tener para nuestra felicidad, tendremos que dedicar desde ahora más atención.
No puedo terminar sin tan siquiera hacer mención de que aquel libro ya se decantaba por las dos propuestas que este trabajo parece confirmar: la de que, en nuestra preferencia por la vida en pareja, pudiese estar implicado un gen; y la de que la disparidad con que afrontamos este tema pudiese reflejar diferencias genéticas (véanse sus capítulos “El gen del amor” y “Posibles desigualdades en el patrimonio genético”).
Para ello escogieron 552 pares de gemelos que llevaban más de cinco años conviviendo con sus parejas y estudiaron la calidad de su relación marital y su posible conexión con las distintas variantes personales que ese gen presentaba.
El resultado de su trabajo ha puesto en evidencia una evidente, aunque modesta correlación, entre algunas variantes genéticas halladas en la región 5´ de ese gen y ciertas diferencias en la aptitud para la vida en pareja de los hombres (una relación no confirmada en las mujeres).
Así, los portadores del alelo 334 (presente en el 40 % de los sujetos estudiados) eran más remisos al matrimonio, más dados a romperlo, más propensos a la infidelidad y sus relaciones solían conllevar un menor grado de satisfacción de sus parejas.
Este resultado se hizo aún más evidente cuando llevaban dos copias de ese alelo (algo que solo ocurría en el 3,45 % de los casos) pues entonces llegaban a doblar el porcentaje de los que cohabitaban sin casarse o de los que habían presentado problemas matrimoniales durante el último año.
¿Gen de la infidelidad...?
Ciertos medios de comunicación han fijado su atención en el comportamiento inducido por la presencia del alelo 334, hasta el punto de bautizarlo como el gen de la infidelidad.
Sin embargo no podemos olvidar que la sexualidad se presenta en toda la escala animal con una orientación universalmente promiscua. Hasta el punto de que se puede asegurar que las especies monógamas lo son porque han añadido a su patrimonio genético algún gen (o grupo de genes) que les constriñe a ello.
Por eso la disparidad reflejada en este trabajo no traduciría la existencia de un gen que empuje hacia la infidelidad (algo que no haría falta, puesto que la sexualidad por si sola, sin la asistencia de alguno de esos genes mencionados en el párrafo anterior, siempre es infiel), sino por el contrario la de un gen que propiciaría la vida en pareja y al que la presencia de ese alelo 334 volvería menos activo.
Algo que reconocen sus propios autores cuando escriben: “estos resultados sugieren una asociación entre un simple gen y el comportamiento de pareja en humanos e indicaría que la bien caracterizada influencia del AVP en los lazos de pareja de los ratones de campo podría tener también relevancia en humanos”.
Un segundo hallazgo sería que hay variantes en la secuencia de ese gen, que aminoran (o tal vez borran por completo) la que podríamos considerar como su actividad normal, lo que se traduciría en que sus portadores no presentarían ese impulso hacia la vida en pareja o, cuando menos, no con la misma fuerza que los demás.
Según este trabajo los efectos de la presencia de esas variantes, sobre todo cuando sólo afectan a una de las copias, son modestísimos y no permitirían predecir con seguridad futuros comportamientos.
Algo que en realidad era de esperar. Los dictados biológicos en nuestra especie nunca van a resultar tan determinantes como en las otras, pues la presencia de nuestro cerebro nos permite una gran libertad respecto a los que puedan ser nuestros impulsos innatos; y por si fuera poco la cultura y el marco sociológico en que nos movemos también dejan su impronta.
... más bien gen del amor
Así pues, según esta investigación podríamos estar dotados de un gen que nos predispondría hacia la vida en pareja (aunque los datos obtenidos sean poco concluyentes, lo que nos obliga a esperar el resultado de otros estudios similares). De ahí que se le haya llamado gen de la monogamia, de la pareja o de la fidelidad.
Sin embargo todo parece sugerir que la acción de ese gen no se limitaría a dar una mayor estabilidad a la pareja ya formada sino que, de alguna forma, facilitaría su constitución. Es decir llevaría a cabo en nosotros una misión similar (aunque de efectos mucho menos notorios) a la que ejercería en los ratoncillos de pradera.
Para cumplir esa función, ese gen tiene que tener la virtud de poder impulsar y mantener, cuando menos por un cierto tiempo, una atracción hacia una persona determinada. Un apego que nacería en el mundo instintivo, pero que afloraría a la conciencia como un sentimiento especial. Una inclinación, un afecto o un cariño que no serían más que algunas de las acepciones que incluimos en la palabra amor. De ahí que tampoco sería tan disparatado denominarlo “el gen del amor”.
Visión precursora
Y esa fue nuestra elección cuando hace doce años nos enfrentamos a estos problemas (L. S. Lario, M. Lario y S. Lario, El gen del amor, Barcelona, Ediciones del Bronce, 1996). Porque, lo verdaderamente revolucionario de todo esto, sería la posible presencia en nosotros de un gen capaz de interferir, y en muchos casos guiar, nuestro mundo afectivo.
Un hecho hasta ahora insospechado que abriría ante nosotros horizontes nunca contemplados. Un desafío al que, dada la importancia que los avatares del mundo sentimental suelen tener para nuestra felicidad, tendremos que dedicar desde ahora más atención.
No puedo terminar sin tan siquiera hacer mención de que aquel libro ya se decantaba por las dos propuestas que este trabajo parece confirmar: la de que, en nuestra preferencia por la vida en pareja, pudiese estar implicado un gen; y la de que la disparidad con que afrontamos este tema pudiese reflejar diferencias genéticas (véanse sus capítulos “El gen del amor” y “Posibles desigualdades en el patrimonio genético”).