El fin de la sospecha

La literatura española de los últimos años demuestra un empuje esperanzador


Las nuevas generaciones de escritores españoles se introducen con fuerza en el panorama literario internacional. Sus creaciones son variopintas y beben de fuentes muy diversas: de varios países, de distintas épocas y de diversas tendencias. Sus frutos literarios tienen hoy una calidad que supera con creces, salvo excepciones, las de generaciones anteriores. Las razones están en una mentalidad abierta, en una inquietud profunda por la conformación y transformación de la realidad, y en la superación del lastre ideológico que supuso el fin de la dictadura española. Por Angel García Galiano.




Hace casi cincuenta años, la escritora Natalie Sarraute publicó un luminoso ensayo titulado La era de la sospecha, que se convirtió en el tácito manifiesto del Noveau Roman y, por ende, de la narrativa de la segunda mitad del siglo XX. Eso que, en España, Castellet traduciría más tarde como La hora del lector.

Las bondades del Noveau Roman dieron paso a una obsesiva y sintomática “dictadura del lector”, que se convirtió en el único juez con poder para dictaminar la bondad o menos de los artefactos literarios de la época. Como resultado, la creación literaria se convirtió en un erial autocomplaciente y la crítica en un patético ejercicio de egolatría funambulesca.

Con el fin de las vanguardias, el descalabro anímico de Auschwitz y la pérdida de la confianza en lo humano, el arte pareció no tener nada que decir, que había dejado de importar a ese lector que se quería protagonista. A este desconcierto, se sumó la irrupción de las hermenéuticas de la sospecha (denominadas por Harold Bloom “del resentimiento”), que consagraron la tiranía que elevaba a categoría de ciencia apodíptica la propia intuición, cuando no ocurrencia.

Pero, aprovechando el Nuevo Milenio, ha llegado la hora de poner fin a esta era postestructural de la sospecha, para sentar las bases de algo que podríamos denominar “Teoría Literaria Integral”, propugnada desde hace unos años por Umberto Eco: una visión holística de la semiótica y de la hermenéutica que, aún admitiendo la deconstrucción que afirma que el significado depende del contexto y que los contextos son ilimitados, otorga a la creación su intrínseca dimensión trascendente y, al mismo tiempo, hace posible la validación o refutación de ciertas interpretaciones.

España, el fin de la dictadura

Desde esta perspectiva, que intenta aunar el contexto con el espíritu en cierta medida independiente de la creación, intentaremos acercarnos a la producción literaria en nuestro país en los últimos treinta años.

Tras la muerte de Franco, en España hubo una cierta prisa: el mercado, los lectores y los escritores padecían todos las mismas ansias renovadoras. Se suponía, con piadosa ingenuidad, que la censura había clausurado en los cajones numerosos manuscritos magistrales. Las expectativas, por desgracia, no se cumplieron, y salvo casos aislados como Eduardo Mendoza, Juan Marsé o Juan Goytisolo, el panorama literario era más bien yermo.

La carga ideológica que arrastraban los novelistas en ciernes era tan grande que sus impulsos estéticos más libres quedaban aplastados bajo la inmensa responsabilidad de transformar la sociedad a golpe de pluma.

Por otro lado, el afán innovador produjo una vesania experimentalista que atiborró al sufrido lector con sesudas novelas jeroglífico en la que los novelistas pretendían demostrar lo bien asimilados que traían el Noveau Roman, la narrativa norteamericana desde Faulkner o el exitoso boom hispanoamericano.

Resultado: la saturación de novedades, perpetrada con mejor intención que talento, alejó a los lectores de aquellas febriles innovaciones para acercarse directamente a sus fuentes extranjeras, lo que contribuyó a formar una granada generación de lectores de buena literatura universal, que ha dado sus frutos, apenas unos lustros más tarde, en las últimas promociones de narradores. De toda esta época hay que rescatar la emblemática obra de Torrente Ballester al escritor, injustamente preterido tras su muerte, Miguel Espinosa.

Los ochenta, vigor narrativo

A mediados de los ochenta, surge un incipiente vigor narrativo, libre ya de prejuicios y de trabas ideológicas anti o postfranquistas, que da lugar a nombres como Múñoz Molina, Javier Marías, Manuel Talens, Bernardo Atxaga, Luis Landero o Sánchez Ostiz. Estos escritores comienzan a construir una literatura sólida, bien escrita, a la par que profundamente arraigada en la tradición literaria española, y universal a un tiempo.

La literatura de esa década se caracteriza por, salvo el caso de Atxaga, prescindir del territorio de la fantasía, por buscar la universalidad a partir de la creación de territorios imaginarios profundamente españoles, y por inventar mundos en los que nacen personajes que reflexionan sobre su condición. La creación literaria, sin perder su sentido lúdico, se convierte en una investigación sobre el ser humano.

En los noventa, conviven destacadas figuras como Francisco Ayala o Rosa Chacel, María Zambrano, Cela o Delibes. Al mismo tiempo, dan muestra de su talento escritores secretos, minuciosos, como Juan Eduardo Zúñiga o Antonio Prieto, precursor en los años sesenta de la llamada “novela metafísica”.

En esta década se consagran definitivamente también los escritores nacidos en torno a 1940, como Luis Mateo Díez su mítica Celama), José María Merino, Manuel Longares o Álvaro Pombo.

Detalle. Ariel Lander
Jóvenes de los noventa: magníficos narradores

Estos escritores comparten el tiempo de sus publicaciones con jóvenes creadores que comienzan a publicar después de los fastos del 92. En esta época se genera una eclosión de magníficos narradores, de excelentes escritores con una formación universal, lectores en varios idiomas, filólogos en su mayoría, cultos y cultivados, sin anclajes ideológicos ni sociales que no sean dar cuenta del mundo en el que viven a través de la literatura, escritores, en fin, muy literarios pero, a la par, profunda y sabiamente humanos.

Un recorrido generacional por la producción narrativa española evidencia por lo tanto que las aguas se están encauzando, lo que permite mirar con optimismo y augurar una pujanza que la novela española no manifestaba seguramente desde principios del siglo pasado.

Lo primero que se observa es la razonable convivencia y mutua influencia de varias generaciones de narradores. Ballester, Delibes, Ana María Matute y otros han dejado sentir su magisterio en esta década, los dos últimos con obras mayores (El hereje y Olvidado rey Gudú respectivamente).

Ejemplos: el universo de Francisco Ayala o de Ana María Matute, su representación moral sobre los desastres y los héroes anónimos de la Guerra Civil, resuena aún en uno de los títulos más exitosos de los últimos años, Soldados de Salamina, de Javier Cercas.

Por otro lado, Gustavo Martín Garzo, con su obra El Valle de las gigantas, manifiesta el influjo de Matute, como también una de las narradoras jóvenes más prometedoras de la década, Espido Freire, cuya primera novela, Irlanda, manifiesta un mundo propio y un depurado estilo.

Una apuesta por la imaginación

Asimismo, Torrente Ballester abre un espacio literario a jóvenes escritores que hacen en esta década una apuesta por la imaginación pura: es el caso de Andrés Ibáñez o de Agustín Cerezales, cuya literatura, muy incrustada en el más inmediato entorno, pasa en seguida a la imaginación de universos fantásticos, líricos y mágicos, donde pululan ciervos transparentes y doncellas cristalinas en busca del Amado al aire de su vuelo, plenos de ironía y una mirada dulce, amorosa y perpleja que busca indagar sobre la verdadera fundamentación de lo que llamamos realidad y que, acaso, sólo sea un sueño estruendoso y común, del que se despierta tras un vértigo de bucles y encontronazos con el Límite.

En esta línea escribe Ibáñez sus tres novelas publicadas (La música del mundo, El mundo en la Era de Varick y La sombra del Pájaro Lira), y Cerezales publica Perros verdes, La paciencia de Juliette y Mi viajera.

Estos últimos años ha sido, también, testigos de la consolidación definitiva de grandes narradores de distintas edades como Álvaro Pombo, Andrés Barba (nacido en 1975 y cuya primera novela, La hermana de Katia, destacó por su profundidad y su originalidad), Mateo Díez, Manuel Longares, José María Merino (nuestro mejor autor vivo de literatura fantástica) o, en el arte del cuento, Quim Monzó y Manuel Rivas.

Panorama prometedor

La penúltima generación de narradores es la que en esta década de los noventa y principios del siglo XXI están dando unos frutos más que granados, lo que hace augurar un panorama prometedor a la narrativa hispana.

En el contexto europeo, esta narrativa es ya una de las más pujantes, por su originalidad (es decir, que asume críticamente la tradición, con conocimiento de causa), y variedad de propuestas, que van desde la novela explícitamente posmoderna, de ficción metafísica (Ibáñez), al relato estilizado minimalista de Eloy Tizón, autor de dos delicadas novelas líricas, Seda salvaje y Labia, y la última, una no menos íntima como inquietante indagación sobre el mal, sobre lo demoníaco, La voz cantante, pasando por la causticidad paródica de Lluis Magrinyà o Antonio Orejudo, cuyas Fabulosas narraciones por historias se encuentra entre lo mejor que ha dado la narrativa española joven en esta década, o la literatura social de Belén Gopegui (La conquista del aire, Lo real, La escala de los mapas, Tocarnos la cara).

Creo que la característica común de tan variada y excelente pléyade de narradores (a los que se deben allegar más nombres como los de Fernando Aramburu, Lorenzo Silva, Juana Salabert o Francisco Javier Ávila), es su desmarque casi total con el neocostumbrismo de la generación anterior y su afán por colocar el punto de mira de sus referentes en escritores hispanos de otra tradición, más fantástica o cervantina, o bien por ampliar el marco de influencias a otras literaturas (Nabokov, Pynchon, Calvino, Celine) y hacia otras soluciones narrativas.

Todos estos autores dan muestras suficientes del empuje con que la narrativa española de los últimos años manifiesta una saludable capacidad de integración y mutua influencia entre las distintas generaciones que conviven, un ojo avizor a lo que se hace en otros países y lenguas, y una definitiva pérdida de complejos, que se suma a una decidida apuesta por la posmodernidad en su alto sentido, no en el feble y débil. Son autores que resistirían sin lugar a dudas una crítica que analice tanto los contextos como el valor intrínseco de lo literario, una crítica enmarcada en la antes mencionada “Teoría Literaria Integral”.


Angel García Galiano es escritor, autor de la novela El mapa de las aguas (Editorial Mondadori). Profesor de Teoría de la Literatura en la Universidad Complutense de Madrid. El libro "El fin de la sospecha" está publciado por la Universidad de Málaga, 2004.




Jueves, 16 de Diciembre 2004
Ángel García Galiano
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