Una buena dosis de amor maternal puede alterar el código genético de los recién nacidos, provocando que sean menos miedosos y sufran menos ansiedad en épocas posteriores de su vida, señala una investigación realizada por científicos de la Universidad de McGill, en Montreal, Canadá.
Los resultados del estudio, dirigido por el especialista Moshe Szyf, de dicha universidad, sugieren que la huella genética impresa en nuestros cuerpos antes de nacer puede modificarse, permitiéndonos adaptarnos más rápidamente a un mundo cambiante.
Según señala al respecto el diario británico The Guardian, la confirmación de estos resultados podría derivarse en una nueva compresión de los efectos de la educación y de las experiencias vitales en el desarrollo posterior de una serie de enfermedades, como la obesidad, la diabetes o la depresión.
Efectos del amor
Una serie de experimentos con ratas recién nacidas criadas por madres que dedicaban diversas cantidades de tiempo a lamerlas y asearlas, demostraron que los cuidados más intensos tenían un efecto calmante en las recién nacidas, gracias a que alteraban en ellas la expresión de un gen que dirige la respuesta del cerebro ante el estrés.
Esta modificación genética provoca que haya más receptores de estrés en un área del cerebro situada en el lóbulo temporal, el hipocampo, que forma parte del sistema límbico. Estos receptores actúan en conjunto para reducir las respuestas del cuerpo ante las situaciones estresantes. Pruebas posteriores sugirieron además que los cambios genéticos tuvieron una larga duración e incluso pasaron a las generaciones siguientes.
La investigación, cuyos resultados han sido publicados en la revista The Journal of Neuroscience, es la más reciente realizada en el campo de la epigenética.
Cambios estables y duraderos
Este término (del griego epi, en o sobre) hace referencia a los cambios reversibles de ADN que hace que unos genes se expresen o no dependiendo de condiciones exteriores. La capa epigenética de la información del ADN resulta crucial para el desarrollo y el crecimiento y puede afectar a la salud. De hecho, las llamadas “epimutaciones” pueden dar origen a enfermedades como la esquizofrenia.
Los cambios en esta capa genética (las otras dos capas del ADN son los genes codificadores de proteínas y los genes no codificadores), tal y como ha demostrado el estudio, vinieron propiciadas por el entorno social de las crías, que puede modificar por tanto los genes de una manera muy estable.
Esto tendría enormes implicaciones para el ser humano, porque un cambio de ambiente en los primeros estadios de la vida podría provocar una reprogramación de su genoma, produciendo efectos positivos o negativos a largo plazo.
Como explica al respecto en un comunicado la universidad McGill, tradicionalmente se ha creído que la predisposición genética era una cuestión rígida y que la herencia de ADN de los progenitores, para bien o para mal, era inalterable.
Memoria a largo plazo
Este mismo artículo señala que el profesor Moshe Szyf ha estudiado durante los últimos 30 años las posibles modificaciones del ADN derivadas del medioambiente, probando que aunque el ADN mantiene en cierta medida sus leyes, su exposición a ciertos factores externos, como toxinas y nutrientes, puede precipitar las reacciones químicas de nuestro cuerpo, alterando de manera permanente la forma en que los genes reaccionan.
Estas modificaciones permanentes y derivadas del entorno se han visto, por ejemplo, en bebés nacidos varias generaciones después de la Segunda Guerra Mundial. En aquella época, las madres alemanas desnutridas dieron a luz a bebés de bajo peso, cuyos descendientes, varias décadas después, siguieron naciendo de bajo peso, a pesar de que la guerra y los racionamientos de alimentos hacía tiempo que habían terminado.
La clave, según Szyf, está en llegar a ser capaces de controlar qué activamos y qué desactivamos de la información que contiene nuestro ADN. Por ejemplo, si la exposición al medioambiente puede producir un cambio químico en los genes que resulte en una enfermedad, tal vez los investigadores puedan manipular farmacológicamente el mismo mecanismo para invertir el proceso y evitar que la enfermedad aparezca.
Los resultados del estudio, dirigido por el especialista Moshe Szyf, de dicha universidad, sugieren que la huella genética impresa en nuestros cuerpos antes de nacer puede modificarse, permitiéndonos adaptarnos más rápidamente a un mundo cambiante.
Según señala al respecto el diario británico The Guardian, la confirmación de estos resultados podría derivarse en una nueva compresión de los efectos de la educación y de las experiencias vitales en el desarrollo posterior de una serie de enfermedades, como la obesidad, la diabetes o la depresión.
Efectos del amor
Una serie de experimentos con ratas recién nacidas criadas por madres que dedicaban diversas cantidades de tiempo a lamerlas y asearlas, demostraron que los cuidados más intensos tenían un efecto calmante en las recién nacidas, gracias a que alteraban en ellas la expresión de un gen que dirige la respuesta del cerebro ante el estrés.
Esta modificación genética provoca que haya más receptores de estrés en un área del cerebro situada en el lóbulo temporal, el hipocampo, que forma parte del sistema límbico. Estos receptores actúan en conjunto para reducir las respuestas del cuerpo ante las situaciones estresantes. Pruebas posteriores sugirieron además que los cambios genéticos tuvieron una larga duración e incluso pasaron a las generaciones siguientes.
La investigación, cuyos resultados han sido publicados en la revista The Journal of Neuroscience, es la más reciente realizada en el campo de la epigenética.
Cambios estables y duraderos
Este término (del griego epi, en o sobre) hace referencia a los cambios reversibles de ADN que hace que unos genes se expresen o no dependiendo de condiciones exteriores. La capa epigenética de la información del ADN resulta crucial para el desarrollo y el crecimiento y puede afectar a la salud. De hecho, las llamadas “epimutaciones” pueden dar origen a enfermedades como la esquizofrenia.
Los cambios en esta capa genética (las otras dos capas del ADN son los genes codificadores de proteínas y los genes no codificadores), tal y como ha demostrado el estudio, vinieron propiciadas por el entorno social de las crías, que puede modificar por tanto los genes de una manera muy estable.
Esto tendría enormes implicaciones para el ser humano, porque un cambio de ambiente en los primeros estadios de la vida podría provocar una reprogramación de su genoma, produciendo efectos positivos o negativos a largo plazo.
Como explica al respecto en un comunicado la universidad McGill, tradicionalmente se ha creído que la predisposición genética era una cuestión rígida y que la herencia de ADN de los progenitores, para bien o para mal, era inalterable.
Memoria a largo plazo
Este mismo artículo señala que el profesor Moshe Szyf ha estudiado durante los últimos 30 años las posibles modificaciones del ADN derivadas del medioambiente, probando que aunque el ADN mantiene en cierta medida sus leyes, su exposición a ciertos factores externos, como toxinas y nutrientes, puede precipitar las reacciones químicas de nuestro cuerpo, alterando de manera permanente la forma en que los genes reaccionan.
Estas modificaciones permanentes y derivadas del entorno se han visto, por ejemplo, en bebés nacidos varias generaciones después de la Segunda Guerra Mundial. En aquella época, las madres alemanas desnutridas dieron a luz a bebés de bajo peso, cuyos descendientes, varias décadas después, siguieron naciendo de bajo peso, a pesar de que la guerra y los racionamientos de alimentos hacía tiempo que habían terminado.
La clave, según Szyf, está en llegar a ser capaces de controlar qué activamos y qué desactivamos de la información que contiene nuestro ADN. Por ejemplo, si la exposición al medioambiente puede producir un cambio químico en los genes que resulte en una enfermedad, tal vez los investigadores puedan manipular farmacológicamente el mismo mecanismo para invertir el proceso y evitar que la enfermedad aparezca.