A veces, no muchas, uno tiene la oportunidad de entrar -no digo ver- en el corazón de exposiciones que evocan a los oasis, un rastro de vida en mitad de la nada; y que articulan a la perfección el diálogo emocional entre el creador y el espectador, adentrándose de forma oblicua en los últimos rastros de la condición humana.
Frente al intento de reproducir una y otra vez las mismas iconografías, hay unos pocos que se afanan en expresar su mundo interior alejándose del ruido mediático y el discurso grandilocuente.
Quienes se arriesgan dedicándose a la creación artística, saben de antemano que no van a encontrar una repercusión social importante y, aun así, persisten en explicar el mundo de forma autónoma, haciendo caso omiso a las fórmulas de éxito.
La artista granadina Úrsula Tutosaus emprendió ese difícil camino que pudo observarse en una muestra que, expuesta durante los pasados meses de julio y agosto en la Sala de Exposiciones de Carcabuey (Córdoba), evidenció un excelente sustrato ontológico.
El poder simbólico de A mayor profundidad no necesita de grandes explicaciones. Su valor teórico se dejó entender por el observador, eso sí, sin demasiadas concesiones a la evidencia.
Como un leve susurro al oído, la artista penetró con ella en el universo femenino, con una sutileza bien estudiada y convirtiendo la instalación en un juego de tensiones entre el deseo y el orden establecido, cuya escenografía se circunscribe al orden doméstico.
Frente al intento de reproducir una y otra vez las mismas iconografías, hay unos pocos que se afanan en expresar su mundo interior alejándose del ruido mediático y el discurso grandilocuente.
Quienes se arriesgan dedicándose a la creación artística, saben de antemano que no van a encontrar una repercusión social importante y, aun así, persisten en explicar el mundo de forma autónoma, haciendo caso omiso a las fórmulas de éxito.
La artista granadina Úrsula Tutosaus emprendió ese difícil camino que pudo observarse en una muestra que, expuesta durante los pasados meses de julio y agosto en la Sala de Exposiciones de Carcabuey (Córdoba), evidenció un excelente sustrato ontológico.
El poder simbólico de A mayor profundidad no necesita de grandes explicaciones. Su valor teórico se dejó entender por el observador, eso sí, sin demasiadas concesiones a la evidencia.
Como un leve susurro al oído, la artista penetró con ella en el universo femenino, con una sutileza bien estudiada y convirtiendo la instalación en un juego de tensiones entre el deseo y el orden establecido, cuya escenografía se circunscribe al orden doméstico.
Entender el silencio
Saber decir sin la necesidad de la palabra y emocionar sin el alarde virtuosístico no está al alcance de cualquiera. El arte es un territorio que demanda constantemente mayor complicidad por parte de un testigo con capacidad crítica.
De la misma manera, entender el silencio de la mujer sobre su propio yo implica un compromiso moral e intelectual.
Ese espacio de silencio al que ha sido condenada la sexualidad femenina, esa aplastante atmósfera victoriana, siguen implícitos en la necesidad de liberar una ancestral carga de sentimientos.
La sociedad patriarcal continúa edificándose sobre los mismos estereotipos en los que se fundaron las creencias monoteístas. Los espacios conquistados por las mujeres, en un sistema diseñado por y para los hombres, han sido mayoritariamente visuales. La propia intimidad femenina continúa -aunque no en la misma medida- marcada por la inercia del pecado original.
Saber decir sin la necesidad de la palabra y emocionar sin el alarde virtuosístico no está al alcance de cualquiera. El arte es un territorio que demanda constantemente mayor complicidad por parte de un testigo con capacidad crítica.
De la misma manera, entender el silencio de la mujer sobre su propio yo implica un compromiso moral e intelectual.
Ese espacio de silencio al que ha sido condenada la sexualidad femenina, esa aplastante atmósfera victoriana, siguen implícitos en la necesidad de liberar una ancestral carga de sentimientos.
La sociedad patriarcal continúa edificándose sobre los mismos estereotipos en los que se fundaron las creencias monoteístas. Los espacios conquistados por las mujeres, en un sistema diseñado por y para los hombres, han sido mayoritariamente visuales. La propia intimidad femenina continúa -aunque no en la misma medida- marcada por la inercia del pecado original.
Una de las obras expuestas en "A mayor profundidad".
Tensión constante
Hombres y mujeres, lejos de comprenderse mutuamente, empiezan a vislumbrar el espacio común como un campo de batalla soterrado. El producto de esa incapacidad para escuchar al otro, es una constante tensión que Tutosaus plasma con acierto imaginativo mediante un sencillo columpio rojo sujeto a la pared por sus propios brazos.
Ya no es el hombre quien frena el potencial de su compañera, sino ella misma, o más bien se trate de un subconsciente atávico que, constreñido durante siglos de encierro moral, da por hecho que cualquier intento por vivir plenamente, acabará estampándose contra el recio muro de la incomprensión.
Es de agradecer este mensaje de la autora (¿un S.O.S.?) donde la simbología anhela un interlocutor con capacidad para la empatía. El dedo corazón curvado, las capas de labor cotidiana, la cuna poblada de matorrales, y el útero solitario. El útero como astro rey y, al mismo tiempo, aislado en medio de la incomprensión.
Quizá habría que inventar el concepto de la envidia del útero, ya que los hombres somos incapaces de crear vida. Quizá la autonomía sexual de las mujeres su recóndita capacidad para la autosatisfacción, es temida por los hombres como un rival, y (tal vez) por eso hemos potenciado la ocultación de una realidad que ha sido vivida de forma clandestina y transgresora. Será todo un descubrimiento ese día en que nos reconozcamos como personas, bajo ese tupido velo de hipocresía con el que cubrimos nuestro rostro.
En esas lides, Tutosaus ha rescatado los materiales unidos a las labores tradicionalmente femeninas, dotándolos de una nobleza artística hasta ahora infravalorada. Vanguardia y tradición, razón y costumbre, se dan la mano al tiempo que se enfrentan en una batalla dialéctica sin resolver.
Y ahí entramos en el eterno debate sobre el arte como arma para cambiar los órdenes establecidos. ¿El arte deja de ser arte cuando se activa una forma de compromiso? La artista granadina no tiene la menor duda al declarar su confianza en que el arte es capaz de favorecer un intercambio humano diferente y de modificar perspectivas y pensamientos individuales.
En este sentido no cabe más que encomiar a quien se arriesga, renunciando a posturas más cómodas o rentables, en la certeza de que toda obra de creación expuesta es un vehículo que trasciende más allá de la emoción y alude directamente al intelecto del que la percibe.
En la amplitud de un espacio diáfano, las instalaciones hablan con el espectador, invitándole a enriquecer las intenciones de la artista e incluso ofreciéndole la posibilidad de verse retratado en la tela de araña tendida por la creadora.
La seducción estética, como firma de la autora, amplia su potencial filosófico incitando a la pregunta como ejercicio puramente humano. Ajena al triunfo de lo banal en el entorno mercantil, la mente creadora se impone el deber de trascender más allá de la belleza formal, aun a riesgo de chocar frontalmente contra el muro de la incomprensión.
Hombres y mujeres, lejos de comprenderse mutuamente, empiezan a vislumbrar el espacio común como un campo de batalla soterrado. El producto de esa incapacidad para escuchar al otro, es una constante tensión que Tutosaus plasma con acierto imaginativo mediante un sencillo columpio rojo sujeto a la pared por sus propios brazos.
Ya no es el hombre quien frena el potencial de su compañera, sino ella misma, o más bien se trate de un subconsciente atávico que, constreñido durante siglos de encierro moral, da por hecho que cualquier intento por vivir plenamente, acabará estampándose contra el recio muro de la incomprensión.
Es de agradecer este mensaje de la autora (¿un S.O.S.?) donde la simbología anhela un interlocutor con capacidad para la empatía. El dedo corazón curvado, las capas de labor cotidiana, la cuna poblada de matorrales, y el útero solitario. El útero como astro rey y, al mismo tiempo, aislado en medio de la incomprensión.
Quizá habría que inventar el concepto de la envidia del útero, ya que los hombres somos incapaces de crear vida. Quizá la autonomía sexual de las mujeres su recóndita capacidad para la autosatisfacción, es temida por los hombres como un rival, y (tal vez) por eso hemos potenciado la ocultación de una realidad que ha sido vivida de forma clandestina y transgresora. Será todo un descubrimiento ese día en que nos reconozcamos como personas, bajo ese tupido velo de hipocresía con el que cubrimos nuestro rostro.
En esas lides, Tutosaus ha rescatado los materiales unidos a las labores tradicionalmente femeninas, dotándolos de una nobleza artística hasta ahora infravalorada. Vanguardia y tradición, razón y costumbre, se dan la mano al tiempo que se enfrentan en una batalla dialéctica sin resolver.
Y ahí entramos en el eterno debate sobre el arte como arma para cambiar los órdenes establecidos. ¿El arte deja de ser arte cuando se activa una forma de compromiso? La artista granadina no tiene la menor duda al declarar su confianza en que el arte es capaz de favorecer un intercambio humano diferente y de modificar perspectivas y pensamientos individuales.
En este sentido no cabe más que encomiar a quien se arriesga, renunciando a posturas más cómodas o rentables, en la certeza de que toda obra de creación expuesta es un vehículo que trasciende más allá de la emoción y alude directamente al intelecto del que la percibe.
En la amplitud de un espacio diáfano, las instalaciones hablan con el espectador, invitándole a enriquecer las intenciones de la artista e incluso ofreciéndole la posibilidad de verse retratado en la tela de araña tendida por la creadora.
La seducción estética, como firma de la autora, amplia su potencial filosófico incitando a la pregunta como ejercicio puramente humano. Ajena al triunfo de lo banal en el entorno mercantil, la mente creadora se impone el deber de trascender más allá de la belleza formal, aun a riesgo de chocar frontalmente contra el muro de la incomprensión.