El Papa Francisco ha asumido la tradición cristiana de la misericordia crítica

Se apiada de la debilidad del débil y critica el poder del fuerte o poderoso


En una reunión en Zaragoza del grupo Mounier se ha planteado recientemente la teología de la misericordia del Papa Francisco y la filosofía propia del personalismo. Alentado por este encuentro enriquecedor, reflexiono comparativamente en el siguiente artículo sobre la misericordia franciscana y sobre el personalismo cristiano. El Papa Francisco ha asumido la tradición cristiana de la misericordia crítica, cuando se apiada de la debilidad del débil y critica el poder del fuerte o poderoso. Amar consiste en abajar el poder y elevar al impotente. Por Andrés Ortiz-Osés.


Andrés Ortiz-Osés
07/06/2016

En una reunión en Zaragoza del grupo Mounier se ha planteado recientemente la teología de la misericordia del Papa Francisco y la filosofía propia del personalismo.

Alguno ha interpretado la teología de la misericordia del Papa Francisco como populismo (y se señala la simpatía de Pablo Iglesias por el Pontífice), aunque en verdad se trata de una teología popular o teología del pueblo.

En su significativo viaje a Cuba y Estados Unidos, este Papa se ha distanciado tanto del viejo comunismo como del nuevo capitalismo neoliberal, propugnando una especie de personalismo o interpersonalismo compasivo, basado en la fraternidad de inspiración cristiana. Pero esta fraternidad es precisamente la hermandad de igualdad y libertad, o sea, de política social y espíritu libre.

Misericordia

Según Schopenhauer, la clave de la auténtica religión está en la compasión, tal y como la representa el budismo. Pero la compasión búdica es típicamente oriental, extática, mientras que la compasión cristiana es más occidental, dinámica, y se expresa por la misericordia.

El Papa Francisco ha recogido la tradición cristiana dotándola de un fuerte componente perdonador: quién soy yo para juzgar, Dios es más grande que nuestros pecados, todo santo tiene su pasado y todo pecador su futuro, la caridad es incondicional…

La misericordia se enrolla así en la caridad incondicional e incondicionada, quintaesencia del cristianismo originario de Jesús. La misericordia es un amor básico, por cuanto se basa o fundamenta paradójicamente en el desfundamento de nuestra común miseria humana, de ahí la compasión como pasión o padecimiento mutuo, compartido no solo pasiva sino activamente.

Por eso es necesario en este contexto el mutuo perdón, el perdón por lo hecho y lo no-hecho, por acción u omisión. Esta mutua misericordia es lo que funda la alegría del amor, el cual es una autoafirmación abierta al otro, la afirmación propia y ajena, la apertura radical.

Así que el amor de misericordia dice caridad, la cual obtiene un componente cuasi “matriarcal” de heteroafirmación o afirmación del otro. Como mostró Erich Fromm, el componente matricial del amor se caracteriza por su incondicionalidad, así pues por su positividad o positivación del negativo o negatividad de lo real.

Se trata entonces de un amor asuntivo o afirmativo, transustanciador o regenerador, recreador o reconversor (metánoia). Kierkegaard hablaba de trascender la inmanencia, de salto o abrimiento radical; nosotros hablamos más discretamente de la misericordia como asunción autocrítica de nuestra miseria a nivel personal e interpersonal.

Personalismo

Decimos que la misericordia tiene un componente matriarcal-femenino, por cuanto es compasión junto al otro. Por su parte, la persona es el individuo no solipsista sino solidario o social, comunitario, por ello se define por su apertura o comunicabilidad.

Ahora bien, esta comunicabilidad propia de la persona obtiene el contrapunto de la autonomía o autarquía, de modo que la persona es comunicable e incomunicable, extrovertida e introvertida, heteroafirmativa y autoafirmativa, abierta y propia.

Por eso, los clásicos hablan de la persona como comunicación de lo incomunicable o inefable, logos íntimo o interior, mismidad. Esta mismidad de la persona la hace “suya” (sui ipsius, sui iuris), y nadie puede usurpar su propia conciencia personal (ni siquiera el Papa, como ha dicho el propio Francisco).

La persona es entonces abierta y propia, matriarcal y patriarcal, anima y animus, como dice C. G. Jung. Digamos que el amor de caridad o misericordia es efusivo y refrenda sobre todo la igualdad, mientras que el amor personal es afectivo y refrenda la libertad. Hay así una cierta “dualéctica” entre la misericordia y la persona, entre la posición horizontal del amor y la posición vertical de la persona, una cierta tensión entre amor ajeno y amor propio.

No se trata de distingos escolásticos, sino del encuentro entre la igualdad compasiva y la libertad personal. Ambos, igualdad y libertad, constituyen la auténtica coexistencia democrática, en la cual debe realizarse la mutua corrección de la igualdad por la libertad, y de la libertad por la igualdad. Si prevalece la igualdad frente a la libertad, accedemos a una especie de populismo comunistoide; pero si prevalece la libertad frente a la igualdad asistimos a un neoliberalismo fascistoide.

Hay que coafirmar pues la igualdad y la libertad, ya que todos somos iguales y diferentes a un tiempo. Es cierto que afirmar a la vez la igualdad compasiva y la libertad personal es una contradicción, pero tenemos que encontrar el equilibrio democrático entre ambos extremos, equilibrio significado hoy simbólicamente por una democracia liberal de carácter social.

Misericordia y personalismo

Alguno ha interpretado la teología de la misericordia del Papa Francisco como populismo (y se señala la simpatía de Pablo Iglesias por el Pontífice), aunque en verdad se trata de una teología popular o teología del pueblo.

En su significativo viaje a Cuba y Estados Unidos este Papa se ha distanciado tanto del viejo comunismo como del nuevo capitalismo neoliberal, propugnando una especie de personalismo o interpersonalismo compasivo, basado en la fraternidad de inspiración cristiana. Pero esta fraternidad es precisamente la hermandad de igualdad y libertad, o sea, de política social y espíritu libre.

Al respecto la figura de E. Mounier recobra sentido actual. Este filósofo cristiano predica y practica a la vez lo matriarcal y lo patriarcal, la apertura cuasi femenina y la autoafirmación cuasi viril. La persona es ex/sistencia o salida al otro, empatía, pero también alma o espíritu, libertad.

Por eso precisamente critica en la Iglesia tradicional su “castratismo”, que ha reprimido el deseo humano en lugar de trasfigurarlo y espiritualizarlo, como Francisco de Asís. El afrontamiento cristiano de Mounier no es un enfrentamiento frente al otro, pero tampoco una regresión o ensimismamiento cavernario.

A partir de viejos textos de la patrística, Hugo Rahner redefinió a la Iglesia como “Luna patiens”, luna compasiva que recibe la luz no de sí misma sino del Sol (Cristo). El peligro está en quedarse alucinada/alunizada dentro de la caverna lunar (platónica), sin salir a la luz del sol, al aire libre, al mundo del hombre en el que se encarna la divinidad cristiana.

Pues si desde las catacumbas de la Iglesia el mundo aparece en crisis, desde el mundo es la Iglesia la que aparece en crisis. Pero está en crisis la Iglesia y el mundo, como siempre, de ahí la perentoria necesidad de la mutua compasión, perdón y misericordia: crítica.

Misericordia crítica

El Cristo de la misericordia comparece en el Evangelio compadeciéndose de la gente, según la atinada versión de la Vulgata: misereor super turbas (Marcos, 8,2). Jesús aparece conmovido y turbado por la turba que le sigue, y que lleva tres días sin comer. La misericordia evangélica es aquí compasión activa, pero también crítica o discernidora.

En efecto, Jesús se compadece de los que padecen y no de los impasibles, tiene misericordia de la gente y su miseria, y no del inmisericorde, así como perdona al pecador y no al que se autojustifica.

La misericordia evangélica se compadece del que padece y es crítica con el inmisericorde. Se trata de una misericordia crítica o discernidora, la cual no destruye la naturaleza de la justicia (humana), sino que la perfecciona. Podemos afirmar con san Pablo que la justicia es propia de la ley que procede del Antiguo Testamento, y se asienta en el Estado de derecho.

Pero en medio de ella, la Iglesia cristiana representa la gracia y la misericordia, siquiera crítica y no acrítica. Por eso Jesús se compadece de la gente que padece, pero critica a los fariseos por meros leguleyos.

El Papa Francisco ha asumido la tradición cristiana de la misericordia crítica, cuando se apiada de la debilidad del débil y critica el poder del fuerte o poderoso. La clave está en que amar consiste en potenciar la impotencia y depotenciar el poder, así pues en abajar el poder y elevar al impotente, como dice el Magnificat. O como lo expresa el filósofo germano-coreano B.C.Han, amar es ser capaz de no ser capaz, o sea, de abajarse al otro.

Por eso la misericordia del Papa franciscano no es populista sino encarnatoria, y no pertenece a la casuística jesuítica sino al personalismo cristiano frente al impersonalismo pagano. Pues la persona no es una mera máscara, sino un rostro personal.

El Cristo compasivo

El Cristo del Juicio Final de Miguel Ángel simboliza espléndidamente el amor de misericordia, compasión y perdón de Jesús en el Evangelio. En efecto, este Cristo que se dispone a enjuiciar y condenar, he aquí que detiene su gesto judicial, el cual queda contenido ante la visión a su izquierda del joven rubiáceo: el cual representa al discípulo amado y evangelista del amor, el apóstol Juan.

Ahora el Cristo ya no juzga sino por amor, que es la clave de la gracia en el cristianismo. Pero el amor no es la verdad pura, purista o puritana, sino la verdad-sentido, el sentido encarnado o humanado, la entraña misericordiosa del cristianismo.

Nota bibliográfica:

Sobre la interpretación del Cristo del Juicio Final, puede verse mi versión en la red “El Cristo de Miguel Ángel”, Religión Digital, Blog-Fratría.


 Artículo elaborado por Andrés Ortiz-Osés, Catedrático de Antropología Filosófica en la Universidad de Deusto, Bilbao, y colaborador de Tendencias21 de las Religiones.



Andrés Ortiz-Osés
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