Cartel de la obra. Fuente: Teatro Español.
He aquí una nueva revisitización de uno de nuestros clásicos más admirados, atribuido tanto a Tirso de Molina como a Andrés de Claramonte. Autorías al margen, la gran obra que es El burlador de Sevilla comienza un ciclo glorioso del mito que pasa por Molière, por Mozart (y su libretista Lorenzo da Ponte), Oscar Wilde, Max Frisch, Torrente Ballester… ah, y hasta por Zorrilla.
“Cuán largo me lo fiáis…” es el leit-motiv con que don Juan, guapo, católico, y nada sentimental (aunque en esta versión posmoderna que nos convoca no se le ve muy católico), remite a un remoto final de la vida y un presunto juicio divino la cuenta de sus desmanes, de sus burlas.
Don Juan no ama, simplemente se embravece con la mujer de otro, con la posibilidad de burlarla, de seducirla y abandonarla. En esta nueva lectura del clásico que nos ofrece el Teatro Español, su director, Darío Facal, propone una lectura postmoderna del mismo, un don Juan contemporáneo, que graba (¿y tuitea?) sus encuentros eróticos: la obra comienza de hecho así, en pleno abrazo, un don Juan más preocupado, quizá, con buscar un buen plano al orgasmo de Isabela (la prometida de Octavio) que con el hecho mismo del encuentro con la bella dama “burlanda”.
Su huida de Italia, tras el lance, el encuentro con Tisbea, que nos ofrece el monólogo de una bella Manuela Vellés extraordinario. Un personaje, el mejor de la obra, al que por desgracia se le ha sacado poco partido. Recuérdese que es la única que se enamora de verdad del burlador, las demás son engañadas o tienen pareja o lo toman por otro: ella está sola y sigue sola al final de la obra, hecho que no se realza en absoluto en esta irregular y (presuntamente) provocadora puesta en escena.
“Cuán largo me lo fiáis…” es el leit-motiv con que don Juan, guapo, católico, y nada sentimental (aunque en esta versión posmoderna que nos convoca no se le ve muy católico), remite a un remoto final de la vida y un presunto juicio divino la cuenta de sus desmanes, de sus burlas.
Don Juan no ama, simplemente se embravece con la mujer de otro, con la posibilidad de burlarla, de seducirla y abandonarla. En esta nueva lectura del clásico que nos ofrece el Teatro Español, su director, Darío Facal, propone una lectura postmoderna del mismo, un don Juan contemporáneo, que graba (¿y tuitea?) sus encuentros eróticos: la obra comienza de hecho así, en pleno abrazo, un don Juan más preocupado, quizá, con buscar un buen plano al orgasmo de Isabela (la prometida de Octavio) que con el hecho mismo del encuentro con la bella dama “burlanda”.
Su huida de Italia, tras el lance, el encuentro con Tisbea, que nos ofrece el monólogo de una bella Manuela Vellés extraordinario. Un personaje, el mejor de la obra, al que por desgracia se le ha sacado poco partido. Recuérdese que es la única que se enamora de verdad del burlador, las demás son engañadas o tienen pareja o lo toman por otro: ella está sola y sigue sola al final de la obra, hecho que no se realza en absoluto en esta irregular y (presuntamente) provocadora puesta en escena.
Tibios aplausos
Ante un escenario vacío sobre cuyo fondo se proyectan imágenes de la propia obra en directo (por lo general están bien traídas), los actores se enfrentan a unos micrófonos que les restan capacidad actoral (más bien recitan, bien, el verso) en un sucederse de secuencias regularmente zurcidas, pespunteadas de números musicales en directo que van desde la música discotequera más underground hasta el tablao sevillano que se montan para las bodas de Aminta y Batricio, un baile que se refrena en figuraciones pornográficas estatuarias de dudoso gusto.
La escena final, ante la estatua del comendador, convirtiendo el altar de la capilla en una suerte de ritual erótico-satánico tiene brillantez visual, pero uno se pregunta si se busca con ella algún sentido que no sea el mero efectismo.
En resumen, buenos actores, mediocre dirección, fea puesta en escena y una extraña dificultad para seguir la trama mediante unas transiciones cuando menos cuestionables. Los que se sepan y amen el clásico se encontrarán con una lectura moderna del mismo que, en mi opinión, no mejora la comprensión de un texto excelso, al contrario.
Para los que no conozcan la obra, quizá les convendría leerla para comparar lo leído con lo que se les va a ofrecer y poderla juzgar mejor. A mí no me gustó mucho, las presuntas aportaciones cercenan la obra y no ofrecen un sesgo nuevo, sino que la deturpan, la desfiguran.
Los proclives al escándalo, por tratarse de un teatro público, se me ocurre, van servidos. La pregunta es si los desnudos o los coitos en escena realzan el texto o lo mejoran en algo. A este respecto su director parece contradecirse, pues en la puesta en escena de su versión de Las amistades peligrosas declaró; y cito: “El papel fundamental de la música en la obra consiste en solventar el problema de la representación del sexo. Me parecía pueril que dos actores simularan hacer el amor en escena; a través de la música en directo conseguimos una experiencia más sensual, poderosa y turbadora.”
A la mayoría del público que se asomaba a la cálida noche otoñal de Madrid también “le pareció pueril” todo aquello, a juzgar por la media entrada de un sábado y los tibios aplausos.
Ante un escenario vacío sobre cuyo fondo se proyectan imágenes de la propia obra en directo (por lo general están bien traídas), los actores se enfrentan a unos micrófonos que les restan capacidad actoral (más bien recitan, bien, el verso) en un sucederse de secuencias regularmente zurcidas, pespunteadas de números musicales en directo que van desde la música discotequera más underground hasta el tablao sevillano que se montan para las bodas de Aminta y Batricio, un baile que se refrena en figuraciones pornográficas estatuarias de dudoso gusto.
La escena final, ante la estatua del comendador, convirtiendo el altar de la capilla en una suerte de ritual erótico-satánico tiene brillantez visual, pero uno se pregunta si se busca con ella algún sentido que no sea el mero efectismo.
En resumen, buenos actores, mediocre dirección, fea puesta en escena y una extraña dificultad para seguir la trama mediante unas transiciones cuando menos cuestionables. Los que se sepan y amen el clásico se encontrarán con una lectura moderna del mismo que, en mi opinión, no mejora la comprensión de un texto excelso, al contrario.
Para los que no conozcan la obra, quizá les convendría leerla para comparar lo leído con lo que se les va a ofrecer y poderla juzgar mejor. A mí no me gustó mucho, las presuntas aportaciones cercenan la obra y no ofrecen un sesgo nuevo, sino que la deturpan, la desfiguran.
Los proclives al escándalo, por tratarse de un teatro público, se me ocurre, van servidos. La pregunta es si los desnudos o los coitos en escena realzan el texto o lo mejoran en algo. A este respecto su director parece contradecirse, pues en la puesta en escena de su versión de Las amistades peligrosas declaró; y cito: “El papel fundamental de la música en la obra consiste en solventar el problema de la representación del sexo. Me parecía pueril que dos actores simularan hacer el amor en escena; a través de la música en directo conseguimos una experiencia más sensual, poderosa y turbadora.”
A la mayoría del público que se asomaba a la cálida noche otoñal de Madrid también “le pareció pueril” todo aquello, a juzgar por la media entrada de un sábado y los tibios aplausos.
Referencia:
Obra: El burlador de Sevilla.
Autor: Tirso de Molina.
Dirección: Darío Facal.
Reparto: Agus Ruiz, Marta Nieto, Álex García, Emilio Gavira, Eduardo Velasco, Luis Hostalot, Rebeca Sala, Rafa Delgado, Manuela Vellés, David Ordinas, Alejandra Onieva, Diego Toucedo, Judith Diakhate.
Próximas representaciones: En cartelera hasta el 29 de noviembre de 2015 en el Teatro Español de Madrid.