Tras leer Tálamo, de Minerva Margarita Villareal (Hiperión, 2014); tras sumergirme y ser raptada por su palabra, me quedé pensando en la austeridad de su verbo, la precisión de su vocabulario…
De qué modo su poesía no se regodea en lo superfluo y, si hubiera una retórica, que haberla la hay, del silencio, -pienso en esa gran escuela española de Valente, Amparo Amorós y Ada Salas… - ¿tendría allí cabida nuestra autora?
No, la de Minerva sería, en mi opinión, la poética del “silbo vulnerado” que despunta con Miguel Hernández: ese canto herido por su propio filo.
Un brillo, un fulgor, y un corte en el aire, cuando la hoja de acero del verso queda cimbreando y el sonido tarda apenas una partícula más en pasar, porque también reverbera, ondulado…
Dentro
rompe
y
salgo
vuelo
al nublado
encendido
por oros
del fuego
Y es en esos segundos de suspenso que el verso se fija y no te abandona. Pero si sigues la cascada y vas leyendo un poema tras otro, consigue que sean como fotogramas de una cinta de celuloide: 24 por segundo, que conforman el filme, y todo se precipita.
Estás leyendo una historia de amor. Asistes en cada cuadradito a una escena fugaz y memorable a la vez. Una historia que se cuenta sin leyenda, con sólo el crescendo de las pulsiones. A ver, ¿cómo es posible contar una historia sin anécdota? Es que estamos hablando de poesía.
Aquí el trabajo no es redondear el cuento con pelos y señales, no; se trata de aislar la sensación, de fijar un vértigo , una percepción en el bisel, el borde…
El “entre” dos estados: lo real y el ideal; la vigilia y el sueño. El proceso que ocurre entre ambos. Entre algo que es consciente y duele… y algo inconsciente que desea o delira.
¿Y cómo es este filme? Es un docudrama cuyo sujeto se multiplica como Rita Hayworth en los infinitos espejos de la película de Orson Welles. Desdoblada, una nueva Rita que a cada instante sale del espejo chorreando azogue y nos envuelve como un holograma mientras leemos.
Se acerca y nos toca, nos invita a su travesía, no nos suelta. Temblamos y respiramos con ella en un proceso incesante. Atravesamos emociones, nos asomamos a una percepción, continuamos por aquella sensación. Es un paisaje de estados de ánimo lo que vamos recorriendo:
Como el río que se desborda
y anega la tierra
yo soy la tierra anegada
y el río enloquecido
sin oírte
Una corriente impetuosa en la que:
Excepto tú todo pasa,
y todos pasan por aquí
Porque:
resulta que lo que no es y nunca será
es lo único que es nuestro
Versos espigados de los poemas de Minerva, que no en vano hablan de un talento para la fórmula breve y concisa, la hoja de acero que corta y nos brinda el sentido abierto en sus dos mitades.
Porque nuestra autora domina el epigrama. Ese género que las nuevas tecnologías, el mail, o los mensajes de móvil han puesto de moda bajo el nombre, también, de minificción. Pero que es antiguo como el mundo.
Baste recordar los de Marcial traducidos por Quevedo, que Minerva recrea desde un punto de vista nuevo, de mujer. También aquí, podemos reconocer un enfoque que le da la vuelta al asunto.
De qué modo su poesía no se regodea en lo superfluo y, si hubiera una retórica, que haberla la hay, del silencio, -pienso en esa gran escuela española de Valente, Amparo Amorós y Ada Salas… - ¿tendría allí cabida nuestra autora?
No, la de Minerva sería, en mi opinión, la poética del “silbo vulnerado” que despunta con Miguel Hernández: ese canto herido por su propio filo.
Un brillo, un fulgor, y un corte en el aire, cuando la hoja de acero del verso queda cimbreando y el sonido tarda apenas una partícula más en pasar, porque también reverbera, ondulado…
Dentro
rompe
y
salgo
vuelo
al nublado
encendido
por oros
del fuego
Y es en esos segundos de suspenso que el verso se fija y no te abandona. Pero si sigues la cascada y vas leyendo un poema tras otro, consigue que sean como fotogramas de una cinta de celuloide: 24 por segundo, que conforman el filme, y todo se precipita.
Estás leyendo una historia de amor. Asistes en cada cuadradito a una escena fugaz y memorable a la vez. Una historia que se cuenta sin leyenda, con sólo el crescendo de las pulsiones. A ver, ¿cómo es posible contar una historia sin anécdota? Es que estamos hablando de poesía.
Aquí el trabajo no es redondear el cuento con pelos y señales, no; se trata de aislar la sensación, de fijar un vértigo , una percepción en el bisel, el borde…
El “entre” dos estados: lo real y el ideal; la vigilia y el sueño. El proceso que ocurre entre ambos. Entre algo que es consciente y duele… y algo inconsciente que desea o delira.
¿Y cómo es este filme? Es un docudrama cuyo sujeto se multiplica como Rita Hayworth en los infinitos espejos de la película de Orson Welles. Desdoblada, una nueva Rita que a cada instante sale del espejo chorreando azogue y nos envuelve como un holograma mientras leemos.
Se acerca y nos toca, nos invita a su travesía, no nos suelta. Temblamos y respiramos con ella en un proceso incesante. Atravesamos emociones, nos asomamos a una percepción, continuamos por aquella sensación. Es un paisaje de estados de ánimo lo que vamos recorriendo:
Como el río que se desborda
y anega la tierra
yo soy la tierra anegada
y el río enloquecido
sin oírte
Una corriente impetuosa en la que:
Excepto tú todo pasa,
y todos pasan por aquí
Porque:
resulta que lo que no es y nunca será
es lo único que es nuestro
Versos espigados de los poemas de Minerva, que no en vano hablan de un talento para la fórmula breve y concisa, la hoja de acero que corta y nos brinda el sentido abierto en sus dos mitades.
Porque nuestra autora domina el epigrama. Ese género que las nuevas tecnologías, el mail, o los mensajes de móvil han puesto de moda bajo el nombre, también, de minificción. Pero que es antiguo como el mundo.
Baste recordar los de Marcial traducidos por Quevedo, que Minerva recrea desde un punto de vista nuevo, de mujer. También aquí, podemos reconocer un enfoque que le da la vuelta al asunto.
Las edades felices
Muy otra es la perspectiva de Margarito Cuéllar en Las edades felices (Hiperión, 2014). Un libro que cuenta la historia desde el otro lado de la barrera.
Si en Minerva hay un ansia de ir hacia lo absoluto, un impulso casi épico que proyecta al sujeto lírico en la aventura de amar, en Margarito hay bodega en sombra, vino añejo. Colores otoñales, rojos dorados, y al fondo de la copa un poso agridulce: el destilado de los años pasados y la fugacidad de la vida.
Si Minerva es la mañana que despunta, la inminencia de la vida, el chorro fresco, Margarito es la tarde y sus celajes que van dejando paso a la noche y la calma, el reposo tras el ajetreo del constructor:
Construyo siempre.
La explosión no destruye, siembra.
Pero hay algo insomne en este constructor. Algo que es fiel a otra cosa que esta debajo o detrás, pero que mueve al muñeco, le infunde vida y no lo suelta. Algo que justifica una existencia:
mis amigos tienen nuevos amigos, nuevas esposas,
nuevas cuentas bancarias, nuevos autos, nuevas residencias,
nuevos hijos, nuevos empleos, nuevos trajes, nuevas amantes….
encarnaron en pájaros, en Cristo, en la Reina Isabel,
se suicidaron, cambiaron de país, de sexo, de look, de ideas,
de gustos musicales, de partido político…
el poeta arroja los dados
Como Mallarmé, todo se juega en esa partida en que se arrojan palabras sobre la pagina para “figurar” un pensamiento. Para darle forma, y con suerte, alcanzar una combinación feliz.
Luego, hay un segundo tiempo del azar: que un lector complete el sentido de esa combinación tras una lectura solitaria y silenciosa.
Es decir, el poema se pone a volar en la mente del lector y viaja hacia un sitio que el autor desconocerá. Nueva vida, entonces, para esa carambola de palabras y silencios.
Y por último, hay un tercer azar, terco y definitivo, que escapa a las coordenadas del francés. Escapa de la pagina y del libro, de la tipografía y los signos, del papel y la tinta, pero es el fundamento que las sustenta.
Me refiero a ese elemento capital que es la Voz. O, para decirlo con palabras de Henri Meschonnic -maravillosamente traducido por Hugo Savino en La poética como crítica del sentido- la voz : eso que el cuerpo le hace al lenguaje. Esos ritmos propios y personales de cada uno que tienen que ver con su respiración son, pues, la materia del sentido.
Si el sujeto de la escritura, es decir, el poeta, es sujeto por la escritura, es el ritmo el que está produciendo, transformándolo, en la medida en que él emite un ritmo.
Decía Paul Valéry: “Cuando el verso es muy bello, ni siquiera se piensa en entender. Ya no es una señal, es un hecho”. Y así como hay criterios de la métrica, no los hay del ritmo. El ritmo es imprevisible. Surge de la necesidad interior –del tumulto de la sangre, de las pulsaciones, de la sístole diástole del corazón.
Por eso, es la inscripción de un sujeto en su historia. Algo irreversible a lo que no deja de volver. Es su naturaleza convertida en discurso. En la escritura, en el arte, un sujeto se vuelve su obra. Cuerpo, gesto, voz, y todo el ritmo y la prosodia que en lo escrito son la física y la especificidad de un discurso.
Todo esto aparece en la voz de Margarito. Lo que fue y lo que será. Lo que está siendo en esos momento en que apura el azar inervado por el ritmo de esa necesidad de expresarse. Un libro en el cual se recoge una huella, una impronta. Llegan mis cosas esenciales –decia Lorca- son estribillos de estribillos. Ritmos, pues, que componen el discurrir de una voz. Ese correr aquí y allá que pauta el curso del arroyo y el discurso del poeta.
Muy otra es la perspectiva de Margarito Cuéllar en Las edades felices (Hiperión, 2014). Un libro que cuenta la historia desde el otro lado de la barrera.
Si en Minerva hay un ansia de ir hacia lo absoluto, un impulso casi épico que proyecta al sujeto lírico en la aventura de amar, en Margarito hay bodega en sombra, vino añejo. Colores otoñales, rojos dorados, y al fondo de la copa un poso agridulce: el destilado de los años pasados y la fugacidad de la vida.
Si Minerva es la mañana que despunta, la inminencia de la vida, el chorro fresco, Margarito es la tarde y sus celajes que van dejando paso a la noche y la calma, el reposo tras el ajetreo del constructor:
Construyo siempre.
La explosión no destruye, siembra.
Pero hay algo insomne en este constructor. Algo que es fiel a otra cosa que esta debajo o detrás, pero que mueve al muñeco, le infunde vida y no lo suelta. Algo que justifica una existencia:
mis amigos tienen nuevos amigos, nuevas esposas,
nuevas cuentas bancarias, nuevos autos, nuevas residencias,
nuevos hijos, nuevos empleos, nuevos trajes, nuevas amantes….
encarnaron en pájaros, en Cristo, en la Reina Isabel,
se suicidaron, cambiaron de país, de sexo, de look, de ideas,
de gustos musicales, de partido político…
el poeta arroja los dados
Como Mallarmé, todo se juega en esa partida en que se arrojan palabras sobre la pagina para “figurar” un pensamiento. Para darle forma, y con suerte, alcanzar una combinación feliz.
Luego, hay un segundo tiempo del azar: que un lector complete el sentido de esa combinación tras una lectura solitaria y silenciosa.
Es decir, el poema se pone a volar en la mente del lector y viaja hacia un sitio que el autor desconocerá. Nueva vida, entonces, para esa carambola de palabras y silencios.
Y por último, hay un tercer azar, terco y definitivo, que escapa a las coordenadas del francés. Escapa de la pagina y del libro, de la tipografía y los signos, del papel y la tinta, pero es el fundamento que las sustenta.
Me refiero a ese elemento capital que es la Voz. O, para decirlo con palabras de Henri Meschonnic -maravillosamente traducido por Hugo Savino en La poética como crítica del sentido- la voz : eso que el cuerpo le hace al lenguaje. Esos ritmos propios y personales de cada uno que tienen que ver con su respiración son, pues, la materia del sentido.
Si el sujeto de la escritura, es decir, el poeta, es sujeto por la escritura, es el ritmo el que está produciendo, transformándolo, en la medida en que él emite un ritmo.
Decía Paul Valéry: “Cuando el verso es muy bello, ni siquiera se piensa en entender. Ya no es una señal, es un hecho”. Y así como hay criterios de la métrica, no los hay del ritmo. El ritmo es imprevisible. Surge de la necesidad interior –del tumulto de la sangre, de las pulsaciones, de la sístole diástole del corazón.
Por eso, es la inscripción de un sujeto en su historia. Algo irreversible a lo que no deja de volver. Es su naturaleza convertida en discurso. En la escritura, en el arte, un sujeto se vuelve su obra. Cuerpo, gesto, voz, y todo el ritmo y la prosodia que en lo escrito son la física y la especificidad de un discurso.
Todo esto aparece en la voz de Margarito. Lo que fue y lo que será. Lo que está siendo en esos momento en que apura el azar inervado por el ritmo de esa necesidad de expresarse. Un libro en el cual se recoge una huella, una impronta. Llegan mis cosas esenciales –decia Lorca- son estribillos de estribillos. Ritmos, pues, que componen el discurrir de una voz. Ese correr aquí y allá que pauta el curso del arroyo y el discurso del poeta.