Dios no cabe en la cosmovisión moderna

Pero hay una dimensión desconocida que habla de trascendencia


El Dios del teísmo ha dejado de ser creíble porque resulta incompatible con los presupuestos de la cosmovisión moderna. Sin embargo, debemos dar por sentado que hay trascendencia, una dimensión desconocida. Es la tesis del libro Incapaces de Dios. Contra la divinidad oceánica, del filósofo José Cobo. Por Juan A. Martínez de la Fe.


Juan A. Martínez de la Fe.
29/11/2019

 ¿Acaso se puede dudar de que ser cristiano hoy día no encierra dificultades? ¿Puede un bautizado encontrar un sentido a las fórmulas de la fe que dice profesar sin deformarlas? Si vamos al credo, son muchos los que afirman, y no sin razón, que resulta increíble, por no decir ininteligible; basta con detenerse en cada una de sus afirmaciones y preguntarse cuál es su contenido.
 
Para comentar este problema, el filósofo José Cobo ha publicado un libro, el primero de una trilogía, que profundiza en la cuestión con honestidad, con humildad y sin aspavientos ante las conclusiones a las que llega (José Cobo, Incapaces de Dios. Contra la divinidad oceánica, Fragmenta Editorial, Barcelona, 2019).
 
Dos soluciones son las que emergen ante el creyente: “reducir el kerigma cristiano -el anuncio de los apóstoles- a los esquemas de una moralidad emancipatoria, haciendo de Jesús de Nazaret un hombre ejemplar” o “actualizar dicho kerigma por medio de categorías procedentes por lo común de las espiritualidades orientales”, más digeribles que las del teísmo tradicional.
 
En otras palabras: mantenerse firme en las fórmulas tradicionales, recitándolas pese a su posible incomprensión, o decantarse por buscar nuevas vías, probablemente no tan seguras, pero capaces de garantizar la honestidad de la búsqueda.
 
En esta línea, se ha pretendido arrinconar a Dios en el terreno de lo emocional, reduciéndolo al ámbito de lo personal; pero si el cristianismo es algo más que la expresión de un sentimiento interior, la afirmación de Dios no puede decidirse solo desde nuestro lado.
 
Es frecuente encontrar cristianos que, ante las dudas que le plantea su creencia, aceptan las tesis de una espiritualidad transconfesional según las cuales todas las religiones son vías para llegar al mismo Dios, que sería algo así como un océano al que todos los ríos van a parar o el amor que sostiene cuanto es; unas tesis muy próximas al budismo que parece ser la corriente que mejor se adapta a las demandas espirituales del hombre moderno.
 
¿Otra salida?
 
La cuestión es, pues, si hay una respuesta cristiana a la crisis de la cristiandad. En otras palabras: si, ante lo ininteligible del credo cristiano, no existe otra salida que seguir siendo cristiano repitiendo la formulación del credo con el propósito de seguir formando parte de ese gran colectivo; o bien existe la opción de una solución transconfesional, algo así como una espiritualidad sin un Dios personal.
 
Y, aunque esta segunda posibilidad es la que aparece como más viable para quien pretende “ser consecuente con su creencia en una realidad que trasciende cuanto podemos ver y tocar”, Cobo defiende que “acaso solo en la época en la que Dios no se da por descontado es posible ser honestamente cristiano”.
 
Y va más allá: para el creyente, Jesús no es un representante de Dios; es decir, no es quien ejemplifica a la perfección la esencia o modo de ser de Dios; es más, mucho más: es el quién de Dios, el modo de ser de Dios; un modo de ser que estaba pendiente después de la caída. Lo que no significa, ni mucho menos, que Dios no sea nadie con anterioridad al fiat de Jesús crucificado.
 
Lógicamente, si se plantea la cuestión de la verdad de Dios, inexorablemente hay que preguntarse por el sujeto capaz de Dios. Aunque, previamente, habrá que determinar de qué Dios se está hablando y si está bien planteada la pregunta acerca de Él, porque lo importante no es saber si hay o no un ente supremo, sino si podemos reconocerlo como el señor de nuestra entera existencia y no como alguien con quien lidiar o negociar.
 
Ciertamente, hoy día nos enfrentamos a la existencia de fuerzas que configuran el mundo y, a veces, pensando que carecen de propósito; son fuerzas, pero no dioses y se cede fácilmente a la tentación de negar a Dios una existencia fuera de la psique; aunque, claro está, un Dios asumido por nuestra cuenta y riesgo difícilmente puede darse como Dios.
 
Modernidad y ciencia
 
Y a este planteamiento no es ajena la modernidad y el empuje imparable de la ciencia, que sugiere que el hombre moderno puede prescindir de Dios, pues no hay otra realidad que la mensurable. “El Dios del teísmo ha dejado de ser creíble en tanto que resulta incompatible con los presupuestos de la cosmovisión moderna”.
 
Sin embargo, si se trata de actualizar el cristianismo nos vamos a encontrar con trampas no fácilmente identificables. ¿Cómo poner al día aquello de que “está sentado a la derecha de Dios Padre”, la resurrección de los muertos o la complejidad de la Trinidad?
 
Y aquí, según Cobo, “los intentos de traducir el credo cristiano a categorías que podamos digerir con facilidad tienen hoy por hoy las de ganar”. Porque, para el sujeto hijo de la Modernidad, no hay Dios, sino creencias o representaciones mentales acerca de Dios, que hay quienes consideran verdaderas y quiénes no.
 
En cualquier caso, no se trata de suponer que hay Dios, como se puede pensar en la existencia de extraterrestres, sino que el creyente es el que se encuentra sometido a la realidad personal de Dios. Y para un cristiano, Dios no tiene otro rostro que el de un crucificado.
 
Es, pues, necesario plantearse bajo qué situación es todavía posible una experiencia cristiana de Dios; y si ello fuera posible, por medio de qué lenguaje cabría transmitirla. Porque es evidente que “la experiencia que hay detrás del kerigma no es independiente del entramado de afirmaciones y metáforas con el que inicialmente se formula”.
 
El sentido del mito
 
El autor profundiza en el sentido del mito, para concluir que el desprestigio que hoy tienen los relatos bíblicos tiene que ver especialmente con que nos hemos vuelto incapaces de entender el carácter realista del mito de la caída; porque, evidentemente, no nos alcanza por igual el mito que la expresión abstracta de su verdad; y el mito nos abre la posibilidad de incorporar la verdad a la que apunta.

Y aquí está el problema, cuando pretendemos actualizar el kerigma originario: no es suficiente con traducir el mensaje a categorías hoy comprensibles, pues se corre el peligro de exprimir en los textos un sentido del que carecen.
 
Y ante las tendencias a diluir el kerigma cristiano con otras corrientes espirituales y religiosas, Cobo es contundente: “No hay traducción que valga entre el núcleo del kerigma cristiano y el budismo, el hinduismo o incluso el islam. A lo sumo, habrá un cierto aire de familia con respecto a la cuestión de las cosas últimas”.
 
Analiza, con profundidad, un ejemplo concreto de actualización del kerigma, el de la resurrección; porque no se trata de traducir el credo cristiano a nuestros esquemas mentales; de hacerlo, se corre el riesgo de deformarlo; de lo que se trata es de comprender mejor cómo funciona el lenguaje del kerigma en el contexto de la época. No es cuestión de rechazarlo por incomprensible, pero tampoco es de recibo seguir leyéndolo “religiosamente”.
 
Para el autor es determinante el relato de la caída, en el que no solo está en juego la identidad del hombre, sino, sobre todo la de Dios, quien, según Cobo, “sufre una brutal crisis de identidad al ser enajenado de su identidad al ser enajenado de su imagen. De ahí que, hasta el Gólgota, Dios fuera el Dios que tenía pendiente su quién”. Adán, el hombre, era la imagen y la identidad de Dios, perdida en la caída original. Esta idea es central en el autor, que vuelve reiteradamente sobre ella desde los distintos ángulos en que desarrolla su obra.
 
Y, al momento de aportar un balance a todo lo que ha expuesto en la primera parte del libro, dedicada a la pérdida de legitimidad del cristianismo, el autor nos resume que, la pregunta por la existencia de Dios es inseparable de la que se interroga por el sujeto capaz de plantearla, es decir, por la situación desde la que es posible plantearla. Y nos dice: “la situación de quien es capaz de Dios es la de quien, desde un desamparo radical, invoca a un Dios que ni siquiera puede suponer que exista”.

Crítica de la subjetividad moderna
 
La segunda parte del libro se dedica a una crítica de la subjetividad moderna, desarrollada en epígrafes relacionados pero que consienten una lectura independiente. Y, lógicamente, para hablar de subjetividad hay que empezar hablando del sujeto, del que comenta sus tres tipos: el homo religiosus, que piensa que estamos sometidos a poderes invisibles con los que hay que negociar; el sujeto de la reflexión, que se aleja de la inercia y se pregunta de qué se habla cuando se habla de lo que importa; y, finalmente, el creyente, para quien propiamente no hay fe, sino una expectativa en la que, simplemente, suponemos que hay algo más allá.
 
Y la diferencia entre ellos no está tanto en el contenido de sus creencias, sino, sobre todo, en el tipo de sujeto que hay detrás. No se trata de creencias, sino de quiénes somos; no todos estamos en el mismo plano. Como consecuencia, no cabe una crítica de la creencia en Dios sin plantear previamente las diferentes posturas o posiciones existenciales en las que podemos encontrarnos. La crítica a la creencia religiosa es incompleta mientras no vaya acompañada de una crítica de los diferentes modos de ser del sujeto.
 
El sujeto de la reflexión es el que mejor estudia Cobo, especialmente, en el marco de haber puesto en suspenso el carácter inmediato de la experiencia. Y aquí entra el examen de Descartes, al que el autor dedica varias páginas. Y son del mayor interés las consideraciones variadas que extrae de las Meditaciones metafísicas.
 
Por ejemplo: Descartes demostró la existencia de Dios como el correlato lógicamente inevitable de la finitud del sujeto; aquí, lo importante es que la alteridad radical de Dios solo es certificada a través de la crítica de los contenidos de la conciencia: “Dios existe necesariamente para quien ha alcanzado la certeza de sí como certeza primaria o fundamental”. Hoy es el sujeto quien lleva las riendas de su relación con Dios.
 
También: “Al sujeto moderno le está sencillamente vedada la fe en un Dios al que pueda dirigirse como un tú. No es casual que termine decantándose, en la medida que conserve una mínima sensibilidad religiosa hacia lo inmaterial, por el panteísmo, cuando menos implícito, de la espiritualidad sin credo”.
 
Otro epígrafe se dedica al psicoanálisis y la religión. Según Cobo, hablando del inconsciente freudiano, es como si Freud hubiese reemplazado la radical trascendencia del Dios bíblico por la del inconsciente. Es como si el sujeto moderno no pudiese evitar presuponer que la creencia en Dios tiene sus raíces en la estructura de la subjetividad. “El sujeto moderno no está dispuesto a reconocer  otro señor que a sí mismo”.
 
En otro apartado, enfrenta la trascendencia new age con la trascendencia bíblica. En la actualidad, ya se ha dicho, el lugar de Dios pasa a estar ocupándose por un poder anónimo, algo así como el fondo nutricio del cosmos o el espíritu que conecta cuanto es; todo ello fruto de una corriente espiritual que proviene de Oriente. A esto opone el autor que el hombre desprecia su presente cuando orienta su vida a un ente que no se interesa por él, como ocurre cuando se recurre a una espiritualidad transconfesional.
 
Y en esta línea, sería excesivamente prolijo detenerse en cada uno de los veintiún epígrafes que componen esta segunda parte de la obra: el Dios de Abrahm y el Dios de los filósofos, Copérnico, Feuerbach y la experiencia del exceso, Kant como filósofo (casi) judío, El capitalismo y la crisis de lo sagrado, Incorporación e idolatría…
 
El error moderno
 
Pese a ello, algunos merecen ser siquiera mencionados con más detalle. Es el caso El error moderno. Sin más, no se puede tachar de superstición el imaginario religioso propio del homo religiosus de los tiempos antiguos. Es probable que la idea de una divinidad sin imágenes sea más adecuada a la realidad de Dios; pero, al irnos desprendiendo de las figuras inviables de Dios, quizás renunciamos a la posibilidad de vivir a flor de piel su extrañeza o desproporción.
 
Interesante especialmente es también el epígrafe dedicado la hipótesis del diseño inteligente, donde se aborda el enfrentamiento entre ciencia y fe; así, a la pregunta de si ambas son compatibles hay que responder que todo depende de la idea de Dios de la que se parta. Para un cristiano, Dios no exige su postración sino su fidelidad.
 
Cristianismo y pluralismo religioso es otro epígrafe de especial relevancia en la actualidad. No en vano es corriente encontrar, incluso entre cristianos, la creencia de que el cristianismo es una religión entre otras. Subyace aquí la idea de que Dios se encuentra más allá de nuestras representaciones, culturalmente determinadas, de Dios.
 
La opinión de Cobo: “no es el hombre quien, por medio de su esfuerzo intelectual o ascético, llega a caer en la cuenta de quién es Dios, sino que es Dios quien se revela al hombre como aquel que cuelga de un madero”, de Jesús. Está claro que se puede dialogar con otras posiciones, justamente porque todas tienen un denominador común.
 
Pero a la hora de dialogar con el resto de las religiones, el cristiano no puede prescindir de la cuestión de la verdad; y la verdad de Dios, su acontecer, no se decide desde nuestro lado, sino del de Dios. Hay mucho de valioso y de verdadero en las religiones, pero al final, lo decisivo, seguirá siendo dar de comer a quien no tiene qué comer; es en esa trinchera, no en los simposios, donde cristianos y no cristianos podemos encontrarnos.
 
A la hora de resumir todo lo planteado en esta segunda parte, Cobo nos dice que “donde no cabe recuperar la validez del imaginario religioso, la cuestión que se nos plantea es si todavía podemos creer en un Dios personal, si aún podemos ser honestamente cristianos”.
 
Y más adelante: “la posibilidad de la fe hoy en día pasa hoy en día como antiguamente por la revelación de un Dios que, de entrada, responde al clamor del hombre con su silencio, un Dios no homologable, como decíamos a la divinidad religiosa o pagana”. Para concluir: “la posibilidad de la fe arraiga en la proclamación de Dios como Dios crucificado, un Dios, al fin y al cabo, que depende del fiat del hombre para ser definitivamente Dios”.
 
Sinsentido y valor
 
El Epílogo de la obra recorre también varios epígrafes, pocos, pero de gran valor e interés. Así, en el titulado Sinsentido y valor, arranca con la afirmación de que la pregunta no es si la existencia posee o no un sentido, sino si, en el caso de poseerlo, puede ser para nosotros; piensa el autor que, aunque haya un sentido, no puede haberlo para el hombre, lo que no significa que no haya salida para la conciencia insatisfecha, aunque la posible salida no sea la que imaginamos.
 
En Dios como amor, también son claras las posturas del autor; así, para él, si Dios no fuera mucho más que la energía positiva del amor, seguiríamos estando solos: “o Dios es un quién, o no hay Dios que valga”. Claro que el problema es que, cuando hablamos de ese quién de Dios, lo seguimos imaginando como un ente del más allá, como si no hubiera habido cruz. Y termina: “el absolutamente otro seguirá siendo un fantasma mientras no acojamos, desde nuestro desamparo, su debilidad o impotencia. De ahí que nos preguntemos quién será capaz de Dios”.
 
Reflexiones sobre Un cristianismo ateo. Se pregunta Cobo si hay Dios. Y afirma rotundamente que hay algo más, pero que sea o no divino es otro asunto. Piensa que debemos dar por sentado que hay trascendencia o que hay una dimensión desconocida; lo que no implica que este más allá tenga que jugar a nuestro favor; al fin y al cabo, es lo único que podemos decir desde nuestro lado, desde donde no hay respuestas para las grandes preguntas. Y, en este sentido, cabe una lectura atea del episodio de la cruz, en donde, en lugar de Dios, tendríamos un abandonado de Dios.
 
Mucho más se podría decir este más que recomendable libro. Lo mejor, por supuesto, es su lectura reposada. Porque no es fácil su recorrido, pero sí muy profundo y cargado de una enorme honestidad intelectual y humana, que, sin duda, ayudará a comprender más el problema de Dios y del cristianismo en estos postmodernos tiempos.



Juan A. Martínez de la Fe.
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