Cuentoscopia 7. El diablo en la botella

En su obra maestra, Robert Louis Stevenson combinó el folclore y la tradición judeocristiana


Un hawaiano llamado Keawe viaja a San Francisco, en donde un triste millonario le vende el mágico hacedor de la riqueza: una botella de vidrio con un diablo en su interior. A partir de este argumento, de origen popular, Robert Louis Stevenson creó su obra maestra. En ella, el viejo sueño humano de la omnipotencia cobró vida en un objeto cotidiano, lleno de esperanza y de castigo. Por Jesús Ortega.




Un hawaiano llamado Keawe viaja a San Francisco, en donde un triste millonario le propone venderle por cincuenta dólares el mágico hacedor de su riqueza y su pena: una botella de vidrio blanco como la leche, con vetas tornasoladas, en cuyo interior se agita un diablo "como una sombra en un fuego".

Quien la compre podrá obtener todo lo que desee. La botella no puede romperse ni abrirse de ninguna de las maneras, y si su poseedor muere antes de venderla irá derecho al infierno. Esa es la razón de que el millonario quiera venderle la botella a Keawe: ya ha conseguido todo lo que soñaba y ahora no desea otra cosa que quitársela de encima. La única manera de desprenderse de su diablo es vender la botella a otro por un precio inferior al de su adquisición, y le advierte a Keawe que si la compra y, una vez conseguidos sus deseos, pretende esquivar la condenación eterna, deberá a su vez vender la botella lo más rápido que pueda.

Keawe acepta. En el barco de regreso a Hawai le pide al diablo una gran mansión junto al mar. Al llegar a Honolulú le dan a Keawe la noticia: su tío acaba de morir y el único hijo de su tío también: él es el único heredero de una gran extensión de terreno idéntica a la que Keawe había soñado para construir su casa. La construye y logra deshacerse de la botella vendiéndosela a otro.

Poco después se enamora de una muchacha llamada Kokua, y cuando ya han decidido casarse Keawe descubre que ha contraído la lepra. Para quitarse la lepra y poderse casar viaja a Honolulú en busca de la botella, y va siguiendo su rastro en todas las mansiones recién construidas y en todos los millonarios que encuentra a su paso. Por fin da con el último de sus dueños, un joven atolondrado que la había comprado por dos centavos y que, incrédulo de su buena suerte y cuando ya se creía condenado, se la vende a Keawe por uno.

Ahora están casados, pero una pena los atormenta: tendrán que vender la botella por menos de un centavo, si no Keawe acabará en el infierno. Para ello viajan a Haiti, donde un centavo vale cinco céntimos franceses. Pero nadie la quiere comprar, porque nadie quiere arriesgarse a no poder venderla luego a un precio tan peligrosamente pequeño.

Kokua, enamorada, decide entonces autoinmolarse para salvar a su amado, y convence a un mendigo para que le compre la botella a Keawe por cuatro céntimos y se la venda luego a ella por tres. Keawe descubre el trato, y también por amor decide condenarse él y salvar a su amada. Le propone a otro marino el mismo negocio: comprarle a su mujer la botella por dos céntimos y vendérsela a él por uno. Pero el avaricioso marino no cumple la segunda parte del trato y, sin importarle el infierno, se queda con la botella. Keawe y Kokua regresan a su mansión, donde serán felices y comerán perdices hasta el fin de sus días. 

El precio del deseo

"El diablo de la botella", obra maestra de Robert Louis Stevenson, aborda el viejo sueño humano de la omnipotencia. Si Prometeo fue castigado por atreverse a robar el fuego de los dioses y Mefistófeles envió a Fausto al infierno tras el trato que le otorgó una larga vida de juventud y excesos, este hermoso cuento le da al tema un tono menor, encantador, ligero, como no podía ser de otra manera tratándose de Tusitala, el contador de historias, como llamaron a Stevenson sus vecinos de Samoa.
 
"El diablo en la botella" no renuncia a su origen oral y folclórico: el héroe se salva y al final es feliz. Pero las pasa canutas. La maravilla de los relatos de Stevenson consiste sobre todo en la creación de imágenes inolvidables: ese diablo moviéndose como una lagartija dentro de la botella y clavando sus malignos ojos en nosotros, los lectores. El sonriente objeto cotidiano convertido en siniestro.

El artilugio mágico es un viejo motivo de los cuentos tradicionales. La varita del hada buena o la lámpara de Aladino, por ejemplo, son manifestaciones clásicas de este motivo. O el genio de la amanita muscaria de ese inolvidable cuento de Quim Monzó que es "Micología".

Lo característico aquí es el diablo, es decir, el castigo eterno asociado a las artes del aprendiz de brujo, la condena final para todo aquel que se atreva a exceder los límites del poder asignado a los humanos. Una aportación judeocristiana. Si ya fuimos una vez expulsados del paraíso por comer los frutos del árbol de la ciencia del bien y el mal, ¿qué hacemos aceptando otra vez la tentación de la omnipotencia que nos pone delante el demonio, aunque sea un diablillo encerrado en un cristal?

Keawe pide al diablo un palacio junto al mar, y el diablo mata a sus seres queridos para proporcionarle el deseo a través de la herencia. Es decir, el precio del deseo es la muerte. Es lo mismo que sucede en ese otro grandísimo cuento, "La pata de mono" de W. W. Jacobs. 

La lotería es un equivalente laico de este sueño turbador y prohibido. Somos muchos los que no queremos que nos toque una cantidad exorbitante, por el temor de que traiga desgracias inconcebibles, como la propia locura o la muerte de seres queridos. 


Miércoles, 6 de Febrero 2019
Jesús Ortega
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