Cuando la física sustituye a la metafísica, el conocimiento pierde

Sólo la combinación de las diversas disciplinas racionales puede enriquecer el saber humano


Los reduccionistas científicos más recientes defienden, tajantes y sin complejos, que la filosofía -y toda postura metafísica- está ya superada, y que ha sido sustituida por la ciencia. Esta debe resolver, según ellos, todas las cuestiones de las que tradicionalmente se han ocupado la filosofía y la teología; cuestiones que, por ende, han pasado a considerarse como innecesarias y estériles. Todo el saber queda reducido, entonces, a la mera descripción fáctica de los hechos del universo (que es la tarea propia de las ciencias). Pero una visión integradora y complementaria de los diferentes saberes racionales resulta en realidad mucho más rica. Por Carlos Beorlegui.


Carlos Beorlegui
22/04/2014

Stephen Hawking. Imagen: NASA. Fuente: Wikipedia.
El ser humano fue definido por Aristóteles como animal racional, animal que aspira a saber, a desentrañar todos los problemas y enigmas que la realidad le plantea. Pero qué entendemos por saber, racionalidad, ha ido evolucionando a lo largo de los tiempos, y no siempre de una forma totalmente consensuada.

Si el primer modo como los humanos expresaron su idea de la realidad fue a través de mitos, posteriormente se impuso el saber filosófico, más autocrítico y sometido a criterios de racionalidad.

De la filosofía fueron surgiendo los demás saberes. En ocasiones ocupándose de parcelas concretas de realidad, y en otras, disputándole el terreno a la filosofía. Lo específico de nuestro tiempo, como coronación de la mayoría de edad de las ciencias, comenzado ya desde el siglo XVI (ciencias naturales) y el s. XIX (las humanas), es el predominio de las ciencias, en detrimento, al parecer, de los demás saberes (teológico, filosófico, poético-literario, humanístico, etc.)

El prestigio de los saberes científicos está llevando, pues, al pretendido arrinconamiento del resto de los saberes, al menos por parte de una serie de científicos que están proclamando el fin de la filosofía, de la metafísica y de la teología, y la sustitución de la metodología de las ciencias naturales, sobre todo de la física, como saber definitivo sobre la realidad.

¿Reajustar la epistemología?

Se diría que está sucediendo lo que afirmaba en una anécdota el filósofo hispano-venezolano de la generación del exilio, J. D. García Bacca. Decía que un antiguo Rector de la Universidad de Salamanca comenzaba sus discursos solemnes del siguiente modo: “Eminentísimos teólogos; ilustrísimos filósofos; sapientísimos literatos; … ¡canalla vil de médicos y boticarios!”.

Y continuaba García Bacca: “En la actualidad, el citado Rector tendría que comenzar sus discursos de esta otra manera: “Eminentísimos físicos nucleares; ilustrísimos matemáticos; sapientísimos científicos …¡canalla vil de teólogos, filósofos y poetas!”. Y concluía con esta moraleja para filósofos: “Pues para que los filósofos no nos veamos en tan malas compañías, o no tan deseadas, esforcémonos por ir de la mano de los científicos. Filosofemos de cara y en diálogo con las ciencias físico-matemáticas”.

Y la verdad es que en muchas de sus obras, García Bacca no sólo propone una filosofía en diálogo con las ciencias físico-matemáticas, sino que casi viene a defender que la nueva metafísica será en el futuro la física nuclear; y en cierta medida, según su opinión, ya lo está siendo [1] .

La razón de ello es que, para GB, la filosofía se ha reducido simplemente a decir y describir la realidad (función fenomenológica: decir el ser de las cosas); en cambio, la ciencia no se limita a hablar de la realidad, sino a transformarla, descubriendo de este modo su realidad de verdad, su ser más auténtico, el nivel último de su ser, el microatómico.

Independientemente de lo criticable de estos planteamientos, no es mi intención analizar aquí la idea que García Bacca tiene de la filosofía y de las ciencias, sino hacer ver y criticar la confusión epistemológica que algunos científicos actuales poseen y defienden sobre la relación entre la ciencia (sobre todo la físicas, las matemáticas y la cosmología) y la filosofía y la teología, en lo que tienen de dimensión metafísica.

Parecería que nos hallamos en un momento en el que, tras los éxitos indiscutibles de las diferentes ciencias, se tuviera, por parte de algunos científicos, la pretensión de reducir todo el saber a ciencia. Tampoco es que esta pretensión nazca en fechas recientes, puesto que quizás esté de fondo de todas las diversas escuelas positivistas, desde su aparición primera en el siglo XVIII, pasando por el neoposivismo del Círculo de Viena y sucesores, hasta los diversos materialismos reduccionistas de la actualidad.

De todos modos, considero que lo novedoso de las pretensiones de los reduccionistas más recientes estaría en las afirmaciones tajantes y sin complejos con las que defienden que la filosofía, y toda postura metafísica, estaría ya superada, para ser sustituida por la ciencia, bien sea porque se resolverían todas las cuestiones que tradicionalmente han sido ocupación de la filosofía, y de la teología (y que parecería que no han sabido hasta ahora resolver), o bien porque se llegaría a la convicción de que tales cuestiones son innecesarias y estériles, reduciéndose todo saber a la mera descripción fáctica de los hechos del universo, tarea propia de las ciencias.

Podrían ponerse como ejemplos de esta forma de pensar numerosos autores y libros, pero me voy a centrar en tres autores significativos, analizando un libro de cada uno de ellos: Leonard Susskind, El paisaje cósmico. Teoría de cuerdas y el mito del diseño inteligente [2]; S. Hawking (con L. Mlodinow), El gran diseño [3]; y Lawrance S. Krauss, Un universo de la nada [4].

1. Científicos metidos a filósofos y a teólogos

El contenido de estas tres obras es suficientemente amplio y complejo como para excusarme de hacer aquí un análisis profundo de sus contenidos científicos. El objetivo común que persiguen los tres autores es ofrecer libros de alta divulgación científica, dirigida a no especialistas.

Pero no se contentan con eso; además tienen también en común la pretensión de enfrentarse a cuestiones que, surgidas al pie y al calor de la investigación científica, se remiten a un ámbito más allá de la ciencia, a la metafísica, aunque los tres, desde diferente punto de vista, consideran que tales cuestiones, cuyas respuestas se han adjudicado tradicionalmente a la filosofía y la teología, en la actualidad la ciencia tiene capacidad suficiente para lidiar con ellas con éxito. Y, por tanto, tiene que ser la ciencia la que descubra y presente las respuestas adecuadas.

Me contentaré fundamentalmente con analizar los argumentos que los tres autores muestran en sus respectivos textos sobre esta pretendida superación de la filosofía, y la teología, desde un saber científico maduro y autónomo. Comenzaré presentando de forma sucesiva los razonamientos básicos de cada uno de los tres, para posteriormente reflexionar de forma global sobre sus limitaciones en este punto, a la luz de lo que yo entiendo constituye una correcta relación y complementariedad entre la filosofía/teología y las ciencias. Voy a seguir el orden cronológico de publicación de los tres libros.

1.1. Leonard Susskind: El paisaje cósmico

Leonard Susskind es catedrático de física teórica de la Universidad de Stanford, y miembro de la National Academy of Sciences y de la American Academy of Arts and Sciences, en los Estados Unidos.

Es además uno de los creadores de la teoría de cuerdas, y en este libro pretende, al igual que los otros dos autores, no sólo escribir un libro de divulgación sobre la ciencia física y cosmológica actual, sino entrar a dilucidar tesis filosóficas y teológicas que siempre nos han intrigado a los humanos, como son la cuestión sobre el origen, la historia y las leyes fundamentales con las que se halla conformado el universo.

Se trata de un libro extenso, en muchos momentos denso y difícil de seguir, a pesar de los excelentes esfuerzos pedagógicos realizados por el autor para que pueda ser entendido también por los no especialistas. No me voy a detener en aspectos muy técnicos, sino en el modo como plantea la relación entre la ciencia y la filosofía, así como en la forma de plantear y de resolver las cuestiones filosóficas que surgen de la investigación científica.

El autor nos indica ya en la Introducción que sus reflexiones sobre la teoría de cuerdas van a estar entrelazadas con las reflexiones filosóficas acerca de si el universo hay que entenderlo desde la tesis creacionista, que defiende un diseño inteligente, o más bien como el fruto de un devenir azaroso.

Así, la discusión que va a plantear en el libro tiene dos bandos: la de los científicos que creen que la naturaleza está constituida por leyes explicables exclusivamente en clave matemática, o la de quienes consideran que tales leyes están construidas por un diseñador que ha planeado el universo y su historia para que puedan existir vidas inteligentes (p. 17).

L. Sussking considera que, frente a otros muchos físicos y cosmólogos, que no quieren aceptar el principio antrópico, porque consideran que supone la muerte del esfuerzo científico y aceptar la existencia de un diseñador inteligente sobrenatural, el principio antrópico es una evidencia científica que no se puede negar, pero que hay que interpretarlo no desde la religión y la teología, sino desde la ciencia (p. 22). Y la forma de defender este planteamiento es proponer la teoría de cuerdas y la existencia de un megaverso, conformado por una infinidad de multiversos.

Por tanto, afirma Susskind, si hasta ahora el principio antrópico se pensaba que era una teoría de físicos locos y teólogos, él pretende mostrar que la teoría de cuerdas y de los multiversos es la mejor teoría defensora de una visión antrópica del universo, pero sin tener necesidad de apelar a la teología, porque basta la ciencia para su explicación.

La física y la cosmología actuales, apoyadas en la teoría de la relatividad y en la mecánica cuántica, nos presentan un universo muy distinto al que imaginábamos hace no mucho tiempo. Frente a la teoría estacionaria, se ha impuesto la teoría del big bang.

Ahora bien, cuando los cosmólogos han seguido estudiando las leyes que estructuran nuestro universo, van advirtiendo que es posible la existencia de otros muchos universos, que estarían conformados por leyes muy diferentes a las del nuestro. Las características propias de nuestro universo han permitido la existencia del ser humano, pero no sería imposible su existencia en el resto de los demás multiversos.

La existencia de tales multiversos se advierte como razonable desde la teoría inflacionista y el descubrimiento de que la constante cosmológica de Einstein no es cero. Cada universo tendría su propio paisaje (el concepto de paisaje cósmico hace referencia al título del libro y al concepto cosmológico acuñado por el propio Susskind).

El paisaje de un universo es, según Susskind, el conjunto de características de un universo determinado, que puede estar compuesto por muchas dimensiones (como defiende la teoría de cuerdas y supercuerdas), no sólo por las cuatro del espacio-tiempo de nuestro mundo, según la teoría estándar mostrada por la teoría de la relatividad de Einstein.

La cosmología actual se debate sobre diferentes modelos de entender el universo (cap. 5º): el que lo entiende como una esfera, como un plano infinito, y como una superficie con curvatura negativa, desde una geometría hiperbólica (p. 166). La constante (K) con la que estaría conformado cada tipo de universo sería, respectivamente, K=1 (curvatura positiva), K=0 (curvatura cero), y K= -1 (curvatura negativa).

El fin o destino que se atribuya a cada uno de estos tres modos de entender el universo sería, de forma respectiva, el primero: de expansión indefinida en progresión creciente; el segundo: en expansión decreciente, hasta llegar al Big Crunch (implosión final); y el tercero: expansión indefinida, pero a menor velocidad. En el primer caso, como hemos señalado, nos hallaríamos ante un universo cerrado y acotado; en el segundo, se estaría en un universo plano entre cerrado y abierto, plano, expandiéndose a velocidad menor hasta producirse una progresiva implosión; en el tercer caso, el universo estaría abierto, en expansión ilimitada. Este tercer modelo del universo es el que, según Susskind, estaría defendido en la actualidad por la mayoría de los cosmólogos.

Nos hallamos, pues, en un universo inflacionario, originado a partir de una primera explosión (big bang), caracterizada por una serie de leyes y ajustes que han hecho posible un específico desarrollo histórico del universo, que habría permitido que los humanos pudiéramos emerger y mantenernos en nuestro pequeño planeta, advirtiéndose que el universo se ha sido desarrollando de tal manera que nosotros pudiéramos existir.

Pero, como ya lo hemos indicado, para Susskind la consistencia del principio antrópico no se explica desde la referencia a una providencia divina, sino desde la teoría de cuerdas y de los multiversos (p. 216 y ss.), que nos indican que pueden existir hasta 10 a la quinientos situaciones distintas, algo así como una cantidad similar de valles diferentes en el conjunto de paisajes del universo (p. 217).

Entre esta enorme cantidad de universos posibles, no resultar raro que uno de ellos, el nuestro, esté conformado para que podamos existir, por lo que no se necesitaría echar mano de un diseñador inteligente sobrenatural (p. 219). Basta que nos atengamos a la ley de probabilidades. Además, algunos físicos y cosmólogos aplican al modelo de los multiversos la teoría de la selección natural. Según ello, entre los innumerables tipos de universo, se impondría, en una lucha selectiva, uno, el nuestro, que ha permitido la vida inteligente.

Pero, para Sussking, esta aplicación de la selección natural a la teoría de los multiversos no es del todo acertada, por dos razones (p. 392): en la selección natural se dan acumulación de pequeños cambios, mientras que en los multiversos, esos cambios son grandes; en la selección natural hay competencia entre especies, dentro de un ámbito de escasez de recursos, prevaleciendo la especie y los individuos que mejor se adapten al ambiente, mientras que en los multiversos no hay necesidad de competir por los recursos, porque no hay escasez de los mismos.

No se necesita, por tanto, la competencia entre diversos mundos para que aparezca uno que permita la vida inteligente, sino que se trata de un mero juego de probabilidades: entre una cantidad casi infinita de posibles universos, que haya uno como el nuestro no es nada raro. La mayoría, o la totalidad restante de mundos no permiten la existencia antrópica. La conclusión que Susskind saca es que en el principio antrópico no hay magia, ni diseñador sobrenatural, sino sólo leyes de los grandes números (p. 393).

Entre las diferentes críticas que Susskind recoge sobre las teorías de cuerdas y de los multiversos, se halla la de que la existencia de diversos universos alternativos está defendida más bien por la matemática, que se basa sólo en la mera posibilidad o no imposibilidad lógica de existencia; pero no está demostrado desde la física, desde la existencia real. Con lo cual, y es la segunda crítica, los filósofos arguyen, con razón, que se trata más bien de propuestas metafísicas (todo lo razonables y legítimas que se quiera), pero no tanto propuestas científicas, verificables.

Y aquí es por donde se sitúan las debilidades de los planteamientos de Susskind, y de los otros autores que vamos a ver a continuación. De fondo, como veremos tras exponer sus teorías, está la consistencia o no de sus planteamientos (esto es, si pueden ser verificados o falsados, o no), y, por tanto, en qué nivel epistemológico situar sus afirmaciones: en el de la ciencia, o en el de la filosofía.

1.2. S. Hawking: El gran diseño

Como en el caso anterior, no voy a detenernos en presentar una síntesis de El Gran Diseño [5], sino que en sus planteamientos sobre la relación entre ciencia y filosofía. A lo largo de toda su obra, S. Hawking ha buscado siempre mostrar las repercusiones que los avances de las ciencias poseen sobre cuestiones centrales de la filosofía y de la teología. Pero, en los últimos escritos, nuestro autor se ha detenido de un modo más explícito y directo en poner en cuestión estas relaciones, considerando que la filosofía ya está desfasada, y lo mismo la teología.

En concreto, en El Gran Diseño, su pretensión consiste en hacer ver que las cuestiones que con anterioridad habían sido objeto de la filosofía (y la teología), se han convertido en cuestiones propias y específicas de la ciencia. Si hasta ahora, según S. Hawking, la ciencia se ocupaba de dilucidar cómo está hecho y cómo funciona el mundo, mientras que la filosofía se centraba en cuestiones de sentido, de ver por qué el mundo es así y no de otra forma, considera que es la ciencia la que ocupa el lugar de la filosofía, porque “la filosofía ha muerto” (p. 11).

En la línea tradicional de las tesis positivistas, considera Hawking que el pensamiento humano comenzó teniendo una visión mítica y milagrera de la realidad, para después avanzar hacia una concepción filosófica racional; pero en la actualidad es la ciencia la que nos ha ido mostrando que nuestro mundo es autónomo, constituido por un conjunto de leyes que nos hacen ver que “no hay milagros ni excepciones a las leyes de la naturaleza” (p. 42).

El empeño de Hawking ha sido siempre tratar de hallar una ley unificadora de las estructuras con las que funcionan las cuatro fuerzas que conforman nuestro universo. Tras sucesivos esfuerzos infructuosos, en estos momentos considera que es muy posible que una única teoría unificadora sea insuficiente, por lo que apunta más bien a una “red de teorías”, que denomina “teoría M” (p. 68), sobre la que se extiende en el capítulo 5º de su libro.

Hawking es partidario de la teoría de los multiversos así como del principio antrópico, en su sentido débil (cap. 4º), pero entiende, al igual que Susskind, que no se necesita para explicar el origen del universo ninguna referencia a una causa o principio sobrenatural que lo haya creado. Bastará ir descubriendo el conjunto de leyes que conforman la red de teorías M, para dejar resueltas todas las cuestiones que nos planteamos sobre el universo.

De este modo, la ciencia se convierte en la única y exclusiva disciplina del saber que resolverá todas nuestras cuestiones, dejando obsoletas todas las demás, tanto la filosofía como la teología. De todos modos, el propio Hawking nos advierte que esa red de teorías, que se la viene denominando “M”, “nadie parece saber qué significa la M, pero puede ser Maestra, Milagro, Misterio.

Parece participar de las tres posibilidades. Aún estamos intentando descifrar la naturaleza de la teoría M, pero puede que no sea posible conseguirlo” (p. 134). Como puede comprobarse, este modo de hablar no parece propio de la ciencia, sino más cercano a la poesía o a la teología. Pero en estos límites tan ambiguos se mueve con frecuencia nuestro autor.

Lo que tiene claro Hawking es que el universo en el que vivimos no tiene bordes o límites espaciales ni temporales. Pero tampoco es infinito; o mejor, es finito, pero sin límites. Nuestro universo comenzó a existir espontáneamente, pudiéndose haber creado múltiples universos posibles, aunque sólo en el nuestro ha sido posible la existencia de un planeta como la tierra (y puede que haya otros muchos similares en otras galaxias), en el que ha sido posible la emergencia de la vida inteligente.

Nuestro universo se ha ido conformando y ajustado de tal forma, que “si se cambian las reglas de nuestro universo sólo un poco, ¡las condiciones necesarias para nuestra existencia dejan de cumplirse!” (p. 181). De tal forma que “si no fuera por una serie de intrigantes coincidencias con los detalles precisos de las leyes físicas, parece que no hubieran podido llegar a existir ni los humanos ni las formas de vida semejantes a las que conocemos” (p. 183).

Estas constataciones cosmológicas, que nos llevan a tener que aceptar el principio antrópico, son las que nos llevan también a plantearnos una serie de cuestiones que parecen trascender los límites específicos de la ciencia. En la medida en que las evidencias cosmológicas confirman el principio antrópico, queda el interrogante de cómo interpretarlo: desde la tesis creacionista, que ve en ese ajuste fino la mano providente de Dios, o desde el mero azar.

Para Hawking, aunque entiende que “a mucha gente le gustaría que utilizáramos esas coincidencias como evidencia de la obra de Dios” (p. 184), entiende que esa no es la respuesta de la ciencia moderna, orientándose más bien hacia la tesis de los multiversos, considerando que el mundo en el que estamos es uno más entre otros muchos, produciéndose una especie de selección natural entre los diversos universos, siendo el nuestro el único, o uno entre otros muchos, cuyas condiciones han permitido la emergencia de la vida inteligente (pp. 186-187).

En definitiva, en opinión de Hawking, no se necesita echar mano de la hipótesis de Dios para explicar el ajuste fino de nuestro mundo, sino que la ciencia tiene que explicarlo desde la autosuficiencia de la propia realidad, de tal modo que “el concepto de multiverso puede explicar el ajuste fino de las leyes físicas sin necesidad de un Creador benévolo que hiciera el universo en nuestro provecho” (p. 187).

Por tanto, la ciencia tiene que prescindir de la hipótesis Dios en la búsqueda de “la teoría o la red de teorías M”, que, en el caso de descubrirla, habríamos llegado a mostrar de forma transparente “el pensamiento de Dios”, como afirmaba al final de su obra Historia del tiempo [6].

Como puede verse, Hawking tiene claro que los grandes avances que la ciencia ha experimentado, y más todavía en la actualidad, nos abocan a las grandes cuestiones a las que la metafísica se ha planteado: ¿por qué hay ser y no nada? ¿Por qué la realidad es así y no de otra forma? Pero la convicción de Hawking es que estas cuestiones, que hasta ahora han sido consideradas cuestiones filosóficas, y teológicas, a partir de ahora las va a poder resolver la ciencia.

Ya no se trata de apelar a Dios como autor del universo, conformado tal y como las ciencias lo van descubriendo, sino que más bien el universo es autosuficiente, y él mismo se ha ido creando a sí mismo. Así, “la creación espontánea es la razón por la cual existe el universo. No hace falta invocar a Dios para conocer las ecuaciones y poner el universo en marcha. Por eso hay algo en lugar de nada, por eso existimos” (pp. 203-204).

La teoría M es “la única candidata, según Hawking, a teoría completa del universo”; de tal forma que, si esta teoría se confirma y demuestra como verdadera, “habremos hallado el Gran Diseño” (p. 204). Pero será el diseño que el universo se ha dado a sí mismo, sin necesidad de apelar a un Gran Diseñador sobrenatural, Dios. Esta creación espontánea en la que cree Hawking, aunque no llega a explicar cómo se da, es lo que constituye el centro de la reflexión del libro de L. S. Krauss.

1.3. L. S. Kraus: Un universo de la nada

Lawrence M. Krauss estudió en el MIT, es miembro de la Harvard Society of Fellows, y fue profesor de física de la Universidad de Yale, así como presidente del Departamento de Física de la Universidad Case Western Reserve; actualmente dirige el Proyecto Orígenes en la Universidad de Arizona.

Krauss nos indica que el libro en el que vamos a detenernos, tiene su origen en una conferencia suya, pronunciada en 2009 en Los Angeles, conferencia que tuvo un fuerte impacto mediático en el ámbito de internet, habiéndose visualizado hasta más de diez millones de veces (p. 18).

Nos afirma también que fue precisamente R. Dawkins quien colgó el vídeo (autor a quien pidió que escribiera el postfacio de su libro), siendo el centro de fuertes discusiones tanto a favor como en contra. El éxito de ese vídeo es el que le hizo advertir el interés de mucha gente por estos temas y lo que le lanzó a escribir el libro.

El autor explicita de modo claro y contundente en su Prefacio los objetivos centrales que persigue con su libro. Aunque se trata de un libro de divulgación de cosmología, lo que le interesa realmente son las cuestiones filosóficas y metafísicas que los avances cosmológicos actuales están planteando. Así, el objetivo que de fondo persigue el libro es demostrar que nuestro universo es autónomo, y que la creación no necesita un creador (p. 11), situándose constantemente, al estilo de los dos autores anteriores, en un nivel de reflexión que es más propio de un libro de filosofía, de metafísica y de teología, que de física y cosmología.

Además, es significativo que pidiera a Christopher Hitchens que le prologara el libro (aunque, por desgracia, su repentina muerte se lo impidió), y a Richard Dawkins el postfacio. Está clara la pretensión de Krauss de ir acompañado de científicos que se han significado por su esfuerzo divulgador de la ciencia, así como su militancia beligerante a favor de una concepción atea de la realidad [7].

Hay que agradecer al autor la claridad y contundencia con la que expresa sus convicciones, a diferencia de otros autores que se mueven más en territorios ambiguos y poco claros. En realidad, al contemplar la creación nos admiramos de muchas de sus maravillas, pero no por eso tenemos que inferir, dice el autor, que ha sido creada o diseñada por una inteligencia divina (p. 11).

En realidad, la física y las diferentes ciencias naturales explican estas cosas sin necesidad de apelar a un diseñador inteligente sobrenatural. Considera Krauss que la filosofía se ha preguntado tradicionalmente, cuando el ser humano se situaba maravillado ante la contemplación del mundo, de dónde viene todo, quién ha creado el universo y todo lo que contiene. Se suele responder que todo viene de la causa primera (p. 12), es decir, de Dios, el Creador.

Pero Krauss considera que a esa pregunta se puede contraponer esta otra: ¿Y quién creó al creador? Los creyentes responden que es autosuficiente, increado. Pero Krauss considera que esa afirmación, en sí misma indemostrable, es similar a decir que el mundo es eterno, que es autosuficiente. Para él, el mundo se nos presenta sin Dios y sin propósito o finalidad alguna (pp. 221-224).

Para justificar estas afirmaciones, Krauss considera que el universo puede ser perfectamente infinito en espacio y tiempo (p. 13), aunque no lo sabemos del todo todavía. Al estilo de lo que hemos visto en el caso de Hawking, Krauss también es consciente de que las preguntas clave de la filosofía han sido sobre todo las de por qué hay ser y no nada, por qué el mundo es así y no de otra forma. Estas cuestiones que eran básicas y pertenecientes a la metafísica, él defiende, al igual que Hawkins, que pueden y deben ser resueltas en la actualidad por la ciencia cosmológica.

Así, “aunque se la suele plantear como una cuestión filosófica o teológica, es primero y ante todo una pregunta sobre el mundo natural; por lo tanto, el modo adecuado para intentar resolverla, primero y ante todo, es la ciencia” (13). De ahí que afirme con rotundidad que “el objetivo de este libro es simple. Quiero mostrar cómo la ciencia moderna, de varias formas, puede enfrentarse y se está enfrentando a la cuestión de por qué hay algo en vez de nada” (p. 13).

La cuestión candente que a continuación nuestro autor pretende dilucidar es qué se entiende con el concepto de nada. La metafísica cristiana ha defendido que Dios creó el mundo de la nada. Pero hoy la ciencia, en opinión de Krauss, muestra que crear algo de la nada “no supone ningún problema” (pp. 13-14). Así es como parece que el universo ha surgido, pero, en opinión de Krauss, sin necesidad de un creador milagrero.

Es lo que va a tratar de mostrar a lo largo del libro. Aunque afirma con toda sinceridad que esta afirmación no está demostrada empíricamente, aunque es plausible afirmarlo como evidencia científica (14).

Se detiene en hacer ver las críticas que ha recibido esta tesis por parte de filósofos y teólogos, en la medida en que argumentan que la idea de nada que el autor maneja desde la ciencia, no es la misma que tradicionalmente se ha entendido en filosofía y teología. Para ellos, opina Krauss, la nada es la inexistencia, pero en sentido vago y amplio. En cambio, para Krauss, “la “nada” es en todo tan material y física como lo es “algo”, sobre todo si se va a definir como la “ausencia de algo”. Luego nos corresponde a nosotros comprender con precisión la naturaleza física de estas dos cantidades. Y, sin ciencia, toda definición no es más que palabras” (pp. 14-15).

De modo que parece claro, para Krauss, que la nada es tan material como algo, y que este tema tiene que ser dilucidado, como cualquier otra cuestión, por la ciencia. En múltiples páginas de su libro repetirá contundentemente que toda verdad para ser tal tiene que corroborarse y demostrarse empíricamente (p.16 y 17, entre otras más). Por otro lado, en su reflexión sobre la nada, nos hace ver que ya no se admite en física que exista el espacio vacío, y no existe, por tanto esa nada de la que hablan filósofos y teólogos.

Y aunque la crítica que le hacen es que en realidad está hablando de un “vacío cuántico”, y no tanto de la nada de la metafísica (p. 15), Krauss opina que el espacio y el tiempo pueden aparecer espontáneamente, pero advierte que sus críticos consideran que esa nada no es la que importa (15). En realidad, se trataría de un “potencial” que puede crear algo, no tanto de una auténtica nada.

Krauss es consciente de que para la metafísica estas dificultades se evitan considerando que Dios se sitúa fuera de la naturaleza (p. 16), pero la pretensión que persigue con su libro es demostrar que estas cuestiones inútiles de tipo abstracto sobre la nada, tienen que ser sustituidas por reflexiones y demostraciones empíricas de la ciencia. Por eso, tiene claro que, “en lo que respecta a la comprensión de cómo evoluciona el universo, la religión y la teología han sido, en el mejor de los casos, irrelevantes” (p. 16).

A lo más enturbian las aguas, pero no aportan nada, porque esto sólo se puede dilucidar empíricamente. Y esta exigencia de pruebas empíricas, considera Krauss que tiene que extenderse a todo, también al ámbito de la moralidad (p. 17).

La ciencia es la que nos ha hecho avanzar con sus exigencias claves: presentar pruebas, falsar teorías, y demostrar cualquier afirmación recurriendo al árbitro de la experiencia. Es lo que ha producido a lo largo de los últimos tiempos los diversos avances de la cosmología.

Entiende Krauss que en las últimas décadas se han producido tan importantes avances en el ámbito de la cosmología, de la teoría de partículas y de la gravitación, que nos han cambiado la forma de ver el universo, su origen, su historia y futuro. Y esto es precisamente lo que le ha llevado a escribir este libro, para disipar viejas creencias, aunque más importante que eso es el deseo de celebrar y extender el conocimiento sobre todo esto.

Sus investigaciones sobre este punto, a lo largo de sus tres últimas décadas como científico, le han llevado a “la conclusión de que la mayoría de la energía del universo reside en alguna forma misteriosa, y por el momento inexplicable, que permea todo el espacio vacío” (p. 18). Pero él sigue diciendo que esto nos lleva a considerar que son pruebas nuevas y destacables de que el universo ha surgido de la nada.

Y además, esto ha llevado a considerar que la pregunta de por qué hay ser en vez de nada, no es tan importante, siéndolo más la cuestión sobre los procesos que podrían gobernar la evolución del universo desde su origen, y la de si las leyes de la naturaleza son verdaderamente fundamentales (p. 18).

El meollo del libro se halla en los intentos de Krauss de demostrar que el propio universo se está creando y reproduciéndose en el vacío cuántico, en la medida en que las partículas elementales aparecen y desaparecen con absoluta espontaneidad. Cuando los físicos y cosmólogos tratan de descubrir las leyes del universo, e incluso calcular aproximadamente el peso total del mismo, se hallan ante la evidencia de que no se justifican sus resultados ateniéndonos sólo a la materia que podemos observar, sino que se tiene que postular también la existencia tanto de materia como energía oscuras, llegándose a calcular nada menos que una proporción de más de 100 a 1 entre la materia oscura y la visible.

El problema está en cómo llegar a demostrar cuestiones como su existencia, si se crearon o no con el big bang, su naturaleza y rasgos característicos, dependiendo de todo ello el que podamos especular con mayor seguridad y acierto cuál será el futuro más posible del universo (pp. 47-50 y 58). Esto llevaría a la conclusión de que el universo es plano. Pero las investigaciones cosmológicas llevan también a los científicos a la conclusión de que “la cantidad total de materia oscura en las galaxias y sus cúmulos supera con mucho lo que permiten los cálculos de la nucleosíntesis del Big Bang.

Ahora tenemos la certeza de que la materia oscura (…) debe constar de algo completamente nuevo; algo que no existe normalmente en la Tierra. Esta clase de materia, que no es materia estelar, tampoco es materia terrestre. ¡Pero algo sí que es!” (pp. 58-59). La dificultad está en que no sabemos todavía cómo es esa materia oscura, y qué tipo de partículas elementales la componen. Los experimentos realizados en el acelerador de partículas de Ginebra, están permitiendo al menos descubrir cuánta materia oscura existe, aunque no lleguemos todavía a saber cómo es (p. 60).

A la dificultad de descubrir la naturaleza de la materia oscura, se une la de analizar los rasgos específicos de la energía oscura, en la medida de que la tesis de que el universo es plano llevaba a la conclusión de que el 70% de la energía del universo seguía sin localizar (p. 81). En realidad, la mecánica cuántica ya nos descubrió el concepto de antimateria, puesto que, como ya descubrió Dirac, el positrón es la antipartícula del electrón.

Podemos, pues, afirmar que cada partícula elemental posee su antipartícula, de tal modo que se equilibran, e incluso su fusión les hace desaparecer, llegando a entender que un universo totalmente simétrico (compuesto de igual número de partículas y antipartículas) llegaría a desaparecer. Sería uno de tantos universos de los muchos multiversos, que podrían haber desaparecido (pp. 88-89).

La existencia de antipartículas, como indica Krauss, constituye “una demostración gráfica de que el espacio vacío no está tan vacío” (p. 89). En realidad, como mostró Feynemann, la teoría de la relatividad supone que una partícula elemental de carga positiva (positrón) exija la existencia de otra partícula con la misma masa y propiedades complementarias de carga negativa (electrón).

Así, se está en permanente desaparición y aparición de nuevas partículas, que chocan e interactúan entre sí. Esto le hace afirmar a Krauss que en el transcurrir de esa interacción entre partículas complementarias, “al menos por un momento ¡algo se ha generado de la nada!” (p. 92). A estas partículas que aparecen y desaparecen, en “escalas temporales demasiado cortas como para medirlas”, se las suele denominar partículas virtuales.

Está claro, como indica Krauss, que estas partículas, aunque posean una existencia real tan breve, “sus efectos indirectos provocan la mayoría de las características del universo que hoy experimentamos” (p. 93). Este conjunto de partículas virtuales componen la mayoría de nuestra masa y de todo lo que es visible en el universo (p. 96). Pero hemos de ser conscientes de que esa materia visible constituye tan sólo el 1% de todo el universo, siendo el 99% restante materia y energía oscuras, que son las que explican que el universo esté en expansión acelerada, produciendo una sobreaceleración o tirón cósmico (pp. 111-119; 174).

Por eso es comprensible que Krauss considere que “el origen y naturaleza de la energía oscura es, sin duda, el mayor misterio de la física fundamental de hoy” (p. 119). Por tanto, el espacio vacío tiene energía, y es la que produce la expansión del universo. Y en ese espacio vacío es donde se produce la creación de partículas virtuales, así como campos de energía cuyas magnitudes están variando constantemente, debido a lo que se denominan fluctuaciones cuánticas (p. 128).

Todos estos fenómenos se deben al hecho de hallarnos en un universo inflacionario, de tal forma que “todos estamos aquí debido a las fluctuaciones cuánticas en lo que es esencialmente nada” (p. 129). Por tanto, todo ha salido de una nada cuántica (p. 129), de tal modo que el universo está generando materia y energía continuamente, tanto positiva como negativa, y se está expandiendo también continuamente.

Y esta capacidad de la nada de producir continuamente nueva materia y energía es lo que permite hacer razonable, e incluso exigible, la existencia de los multiversos y formar un megaverso, resultando de este modo un conjunto de paisajes cósmicos muy diversos, tal y como veíamos con L. Susskind, y explicándose de este modo científico, sin recurrir a causas sobrenaturales, la posibilidad de un mundo antrópico como el nuestro, dentro del resto de los multiversos (pp. 160-164).

Para Krauss, es evidente que un universo que surge de la nada es la hipótesis más coherente con todo lo que los físicos y cosmólogos están descubriendo en la actualidad sobre la naturaleza del universo. Pero este convencimiento, en opinión de Krauss, no se ha logrado desde posturas filosóficas o teológicas, sino científicas, desde los avances de la física de partículas y la cosmología empírica que nos ha ido mostrando (p. 179).

Así, vuelve de nuevo a repetir que a las cuestiones de por qué hay algo en vez de nada, y por qué lo que hay es así y no de otra forma, no se responden apelando a la acción creadora de Dios, sino a la propia naturaleza del universo, que desde la nada va haciendo surgir materia y energía de forma espontánea. Hay, por tanto, que superar la idea de un Dios milagrero y tapa-agujeros, que interviene continuamente en el universo, para atenernos a los datos empíricos que nos presentan las ciencias.

Pero nuestro autor no quiere escapar de las críticas a las que le someten los que creen en un Dios creador de todo, y se detiene en analizar los diversos significados que puede tener la cuestión de que algo surja de la nada. Frente a la nada metafísica, en la que se apoyan los creyentes y otros filósofos, Krauss entiende la nada meramente como “el espacio vacío” (p. 186).

Y en ese espacio vacío es donde, como consecuencia de la naturaleza del universo inflacionario, se crean las partículas virtuales que constituyen la materia y energía de todo lo que hay. Y aunque el sentido común nos dice que de la nada no puede salir algo, la mecánica cuántica, en opinión de Krauss, nos ha mostrado que el sentido común se equivoca, advirtiéndose que “la ciencia, simplemente, nos obliga a revisar qué es lo razonable para así acomodarnos al universo, pero no al revés” (p. 189).

Por tanto, una conclusión se impone: “haber observado que el universo es plano y que la energía gravitatoria newtoniana local es hoy, esencialmente, cero, sugiere con fuerza que nuestro universo surgió mediante un proceso similar al de la inflación; un proceso por el que la energía del espacio vacío (nada) se ve convertida en la energía de algo, durante un tiempo en el que el universo se aproxima cada vez más a ser, en lo esencial, exactamente plano en todas las escalas observables” (p. 189).

Pero esto no es suficiente para Krauss. Sólo representa el primer paso de lo que quiere afirmar. La nada es para nuestro autor una realidad inestable. El espacio vacío es “un caldo hirviente de partículas virtuales que existen y dejan de existir en un lapso de tiempo tan breve que no las podemos ver directamente” (p. 191). Y esa nada produce algo, aunque sólo sea por un instante. Pero también se producen partículas virtuales que se mantienen y se expanden por todo el universo, y, al mismo tiempo, el campo que se genera por la superposición de varias de ellas, es completamente real. En definitiva, es cierto que de la nada puede surgir algo; pero es que, además, “es preciso que ocurra”, afirma Krauss (p. 194).

Prueba de ello es que vivimos en un universo de esta materia formada desde la nada, porque lo raro y excepcional, según Krauss, es que nuestro universo está compuesto de materia, y no tanto de antimateria en grandes cantidades (es lo que tendría que ocurrir para que se cumpliera lo que dice la mecánica cuántica: para cada partícula de materia, puede existir una antipartícula de la misma carga). Sería un universo totalmente simétrico. Pero, si así fuera, el universo se aniquilaría y nosotros no estaríamos aquí para contarlo.

Vivimos, pues, en un universo asimétrico de materia y antimateria, aunque no sepamos explicar del todo cómo y por qué esto es así. Pero lo que sí muestra todo esto, en opinión de Krauss, es que “la nada es inestable”, y esta es la forma que él tiene de responder a la cuestión de por qué hay algo, en vez de nada (p. 198). El excedente de materia frente a la antimateria como consecuencia del Big Bang, puede ser un obstáculo para explicar la naturaleza de nuestro mundo, pero no lo sería tanto “si esta asimetría pudiera surgir de forma dinámica después del Big Bang” (p. 198).

La solución está en considerar que de un universo simétrico, vacío, se pasó a la existencia de la materia, con zonas y fases menos simétricas que crecieron con rapidez, y dieron lugar a la creación de partículas. Es el resultado de que la nada sea inestable.

En el último capítulo, Krauss vuelve a centrarse en la diferencia de planteamientos del concepto de nada de la metafísica y la teología, y la que él plantea. Los que creen que el universo ha surgido por efecto de la acción creadora de Dios, rebaten la postura de Krauss señalando que, bajo su idea de nada, existe un potencial de existencia, propio de la naturaleza del universo, que hace que surjan las partículas virtuales; luego, no es una auténtica nada. Krauss responde que lo mismo se puede replicare a la teoría creacionista, en la medida en que, si todo surge de Dios, en él se daría un potencial de existencia, aunque de tipo sobrenatural, no natural.

Con lo cual, estaríamos, según él, en igualdad de condiciones (pp. 213-217). La ventaja, según Krauss, de su tesis frente a la creacionista, es que puede ser sometida a demostración empírica, aunque todavía no pueda ser demostrada del todo. Además, en el caso de que se tenga que echar mano de un dios, como origen del universo, piensa Krauss que no sería el dios personal de las religiones, sino, al estilo de Einstein, vendría a ser algo impersonal, como la solución racional a las grandes cuestiones del universo (p. 215).

Además, le parece también satisfactoria la teoría de los multiversos para justificar el principio antrópico: nuestro mundo es uno más entre los muchísimos universos posiblemente existentes, que habrían surgido de la nada, a través de los procedimientos a que ya hemos hecho referencia. Así, considera Krauss que ya no tiene sentido preguntarse por el origen y las leyes de nuestro universo, porque se explicarían simplemente como el resultado del juego estocástico entre una multitud amplia de universos (pp. 218-219).

En conclusión, las únicas respuestas que importan y resuelven los problemas son las de la ciencia, que pueden llegar a demostrarse con el tiempo. “Esta es la razón, nos dice, por la que la teología y la filosofía son incapaces, en último término, de encarar por sí mismas las cuestiones verdaderamente fundamentales que nos desconciertan sobre nuestra existencia. Hasta que abramos los ojos y dejemos que la naturaleza lleve la voz cantante, estamos condenados a dar bandazos miopes” (p. 221).

2. Problemáticas distinciones epistemológicas

Como puede verse, los tres autores, a pesar de ocuparse de temáticas científicas un tanto diferentes, coinciden en muchos aspectos epistemológicos que me interesa resaltar y analizar. Pero, antes de todo, es de justicia resaltar los incontestables méritos de estos autores. No cabe duda de que realizan un excelente esfuerzo de divulgación de las más importantes contribuciones actuales en el ámbito de las ciencias físicas y cosmológicas.

No en vano se trata de tres científicos de primerísimo nivel en sus respectivos campos de investigación. La aplicación de la mecánica cuántica al origen del universo, juntando los saberes sobre lo micro-realidad con los que concierten a la totalidad del universo, están permitiendo a la cosmología actual conseguir avances espectaculares en ámbitos que hasta no hace mucho ni siquiera podíamos soñar.

No deja de ser una maravilla que podamos acercarnos con una precisión hasta ahora insospechada a los orígenes del universo, descubrir la radiación de fondo que nos llega desde entonces, elucubrar sobre la existencia de agujeros negros y sobre sus propiedades, poder proponer hipótesis razonables sobre el futuro del universo, tener pruebas suficientes para sostener el principio antrópico, atisbar al posibilidad de los multiversos, etc., no cabe duda de que son hitos que hay que poner en el haber de las ciencias físicas y cosmológicas.

Y resulta de agradecer el que los científicos punteros que se mueven en las fronteras de estas investigaciones, nos las hagan llegar a todos, presentándolas de un modo que los no expertos podamos entenderlas, al menos en parte.

Y también es de agradecer que, en el empeño de divulgar estos avances, se planteen al mismo tiempo las grandes preguntas que los propios científicos, y los lectores de sus divulgaciones, no pueden por menos que hacerse inevitablemente. Porque precisamente al calor de esos espectaculares avances es cuando surgen las preguntas límites que desbordan el campo de las ciencias, para advertir su trasfondo y su condición de preguntas metafísicas, filosóficas y teológicas. Y aquí es donde se sitúa el ámbito de discusión sobre el que queremos detenernos y reflexionar críticamente.

Consideramos que su pretensión de fondo (en la que coinciden con otros muchos científicos) de situar también en el ámbito de la ciencia lo que hasta ahora se consideraban cuestiones casi exclusivas de la filosofía y la teología (y no vemos razón para superar esta demarcación de tareas), es una pretensión completamente legítima.

Pero hay que distinguir entre la legitimidad de plantear esas cuestiones, al mismo tiempo que considerar que la ciencia tiene algo, o mucho, que decir en relación a ellas, y la pretensión de que sólo la ciencia es el único saber que está capacitado en la actualidad para resolverlas.

La tesis que vamos a defender aquí es que esas cuestiones pueden, y deben, ser contestadas tanto por la ciencia como por la metafísica, pero las respuestas tienen un sesgo muy distinto según el nivel en el que nos situemos. Todo esto depende, como ya lo hemos indicado, de la postura que tomemos sobre la pertinencia o no de distinguir entre ciencia y filosofía (teología), y sobre el modo como entendamos que debe hacerse esa distinción.

a) Una correcta distinción y separación entre ciencia y filosofía

La clarificación sobre los contenidos y el objeto formal de las diferentes parcelas del saber, tarea propia de la epistemología, no siempre ha sido fácil de realizar. Comencé diciendo que el ser humano se autodefine, desde Aristóteles, como animal racional, y que siempre ha estado en discusión qué sea la razón, y la complejidad de racionalidades en las que se difracta y distingue. La razón, como el ser, se dice, pues, en plural, predominando en cada época el tipo de racionalidad más de acuerdo con las características culturales de dicha época.

Está claro que nos hallamos en una época, o episteme, dominada por la racionalidad científica, en la que, a pesar de las críticas y de los altibajos en su valoración, dicha racionalidad parece ha impuesto de tal forma su prestigio y su dominio, que nos resultan demasiado preocupante sus aspiraciones imperialistas de considerarse la única racionalidad legítima. Y estos tres libros sobre los que estamos reflexionando, son buena muestra, entre otros muchos, de la tendencia de determinadas ciencias, y de ciertos científicos, a mantener la pretensión de considerar los saberes científicos no sólo como la racionalidad dominante, sino incluso como el único tipo de saber digno de tenerse en cuenta.

La verdad es que los tres autores son conscientes, y plantean sin rubor y con convencimiento, esta pretensión, no ocultándola ni rebajándola. Hemos hecho referencia a la claridad con la que S. Hawking lo plantea en la introducción de su libro, así como Susskind y Krauss (pp. 221-224) en muchos momentos de sus textos. Se considera que la distinción entre las cuestiones de las que se ocupaba la ciencia (preguntas sobre el cómo de la realidad) y filosofía (cuestiones sobre el por qué y el para qué), ya no tienen sentido.

Se trata de cuestiones que las puede resolver, y de hecho las está resolviendo, la ciencia de una forma contundente y empírica. Y si no lo ha conseguido hasta ahora, no tardará en hacerlo, porque ha demostrado con creces su potencialidad y sus virtualidades, y porque posee los mecanismos suficientes como para conseguirlo.

Es evidente que la ciencia ha realizado unos avances espectaculares que explican este optimismo, que, por otra parte, consideramos desmedido, en la medida en que parece que se olvidan demasiado pronto los temores suscitados no hace mucho ante unos avances científicos que, por un lado, escapan al control de los humanos, y que, por otro, han sido utilizados por unos seres humanos para dominar, hacer sufrir y deshumanizar a otros.

Pero es fundamental afirmar que, cuando se discuten estas pretensiones de la ciencia (que hay que considerar imperialistas), no se trata de ponerle cortapisas y limitaciones al deseo de los científicos de enfrentarse con todos los enigmas de la realidad, sino de situar sus pretensiones dentro de los límites correctos, en la medida en que resulta evidente que la realidad está conformada por múltiples niveles y facetas, y corresponde a esas diferentes facetas de la racionalidad el desentrañar desde esa misma pluralidad dichos problemas y enigmas.

A menos que se quiera cambiar el hasta ahora estatus epistemológico de lo científico (y habrá que dar razones convincentes para ello, cosa que hasta ahora no ha ocurrido), este ámbito del saber (no vamos a entrar en su amplia complejidad) se caracteriza sobre todo por sus pretensiones de comprobación empírica. Es verdad que los diversos requisitos de demostración o de comprobación experiencial son diferentes según el tipo de ciencia. No es el momento de referirnos a las sucesivas etapas de la polémica entre las ciencias naturales y humanas [8].

Pero sí parece evidente que las ciencias tienen como objetivo central ocuparse de la dimensión fáctica de la realidad, centrándose en la descripción de cómo funciona, y cuáles son sus leyes fundamentales, mientras que la filosofía, y la teología, persiguen como objetivo plantearse, y tratar de responder, a la cuestión del sentido y fundamento último de lo que hay (la filosofía desde el nivel de la pura racionalidad humana, y la teología desde el trasfondo religioso correspondiente).

Esta distinción (que, por otro lado, resulta más fácil de enunciar que de mostrar su plausibilidad, y de marcar en la práctica la frontera clara que lo realice) permite afirmar que, aunque haya cuestiones que la ciencia podrá resolver en el futuro, otras resultan imposibles de resolver, en la medida en que no le corresponden de suyo, puesto que se sitúan en un ámbito epistemológico diferente.

No es cuestión, pues, de tiempo, sino de distinción cualitativa. Esa era la pretensión con la que Teofrasto, el discípulo de Aristóteles, denominó a un grupo de escritos de su maestro con el apelativo de metafísica [9]. No son simplemente escritos que se sitúan posicionalmente después de los dedicados a la física, sino que es un más allá (metá) trascendental, puesto que su objeto formal es de otra naturaleza; abordan cuestiones que están más allá de las que puede alcanzar la física.

Y la verdad es que los que pretenden negar la pertinencia de esta distinción, no presentan ningún argumento medianamente convincente. No es de recibo, por no ser un argumento convincente, como es el caso de S. Hawking, afirmar que las cuestiones atribuidas tradicionalmente a la filosofía tienen que pasar al ámbito de la física, porque los filósofos se han quedado rezagados y no están al día en el ámbito del saber, sobrepasados por los espectaculares avances de las ciencias.

El argumento se puede volver en su contra, replicándole a Hawking que, sin negar los grandes avances de los científicos, quizás haya que reconocer que hay más filósofos que atienden a los avances de los científicos que al contrario. Y es posible que algunos científicos deberían estar más al día de los avances que los filósofos están realizando en los terrenos de la filosofía de la ciencia y de la metafísica, para evitar confusiones tan de bulto como las suyas.

No bastan, pues, afirmaciones sin argumentaciones demostrativas. Hay que presentar las razones que nos muestren que la ciencia puede sustituir a la filosofía en las cuestiones de fondo que estos autores entienden, con razón, que los avances de las ciencias físicas y cosmológicas están planteando a la filosofía; esto es, a la racionalidad humana en general. Esto nos lleva también a advertir que no estamos negando que los científicos tengan el derecho, y el deber, como seres humanos de plantearse estas cuestiones límite a las que les abocan sus investigaciones y las de otros colegas científicos. Es legítimo y necesario.

Pero es fundamental saber distinguir los planos epistemológicos con los que cada saber parece haber sido troquelado y conformado, porque, de lo contrario, parece que, más que hablar de una enriquecedora confluencia y complementariedad de saberes, para entre todos dar cuenta de la complejidad y riqueza de lo real, asistimos a una lucha de poder entre gremios académicos, los científicos, los filosóficos, los teólogos, y demás.

Para mostrar en qué medida estos autores (y otros muchos, como estamos repitiendo) trasgreden esta distinción epistemológica, es conveniente referirnos ejemplarmente a algunas de las grandes cuestiones concretas sobre las que reflexionan en sus tres libros sobre los que hemos hecho referencia más arriba, para mostrar en concreto sus limitaciones argumentativas.

b) La metafísica complementa las limitaciones de las ciencias

Las cuestiones concretas en las que nos vamos a centrar para advertir la ambigua e incorrecta distinción entre el enfoque científico y filosófico/teológico, son la teoría de los multiversos (Susskind), la red de teorías M, o teoría M (Hawking), y la cuestión del universo autosuficiente y autocreado de la nada (Krauss).

La teoría de los multiversos la recogen los tres autores, siendo en la actualidad, al parecer, una teoría aceptada casi mayoritariamente por los cosmólogos. Ya vimos que supondría, para Susskind, una prueba para reconocer el principio antrópico sin necesidad de acudir a un creador sobrenatural. Pero sobre ella hay que hacer varias precisiones. La primera es que, como los mismos autores nos hacen ver, no es una teoría demostrada; simplemente, resulta razonable. Parece que se presenta como plausible dentro de las reflexiones matemáticas.

Pero se trata de una plausibilidad y razonabilidad basada en el argumento de que es lógicamente posible, sin ser contradictoria, pero no está demostrada físicamente. Por otra parte, la misma teoría posee grandes dosis de ambigüedad, en la medida en que hablar de mundos diferentes supone que no podemos interferir en ellos, por definición. Si pudiéramos, lo más lógico sería pensar que no son otros mundos, sino una ampliación del nuestro. Aunque tuvieran leyes diferentes.

De ahí que estos autores hagan referencia a los críticos que consideran que esas teorías no son científicas, sino metafísicas. Ahora bien, pudiera ser que, aunque en la actualidad no pudiera demostrarse, más adelante sí, como ha ocurrido con muchas otras teorías científicas.

Pero el problema de fondo, en nuestra opinión, no está ahí, sino en hacer ver que, sea o no demostrable la existencia de los multiversos, no suponen la superación de la metafísica ni la respuesta a los planteamientos teológicos sobre la creación del mundo y la existencia de una divinidad providente.

En la hipótesis de que se diera ese megaverso, poblado de múltiples universos, ¿habríamos superado la legitimidad de la metafísica, y, por tanto, la legitimidad de preguntarnos por qué existe el megaverso en vez de no haber nada; por qué hay tantos universos, en vez de sólo el nuestro; por qué el nuestro es así, con capacidad para que exista vida inteligente, en vez ser de otras muchas formas posibles que no permitirían nuestra existencia?

Es decir, ante cualquier teoría científica, sea la que sea, con mayor o menor capacidad explicativa de los misterios del universo, ¿no se le puede plantear las mismas preguntas meta-físicas que se ha planteado siempre a la teoría cosmológica estándar? ¿Hay alguna teoría científica que suponga la superación y la no necesidad de la mirada metafísica, llena de preguntas sobre el fundamento último de la realidad, aunque no sepa acertar a responderlas de modo plausible y convincente? Parece más bien que no.

Y esto es lo que nos hace estar convencidos de que la distinción entre ciencia y filosofía/teología es inevitable, y, por más que avancen las ciencias, no se podrán reducir todos los saberes al saber científico, dejando con ello obsoletos los demás, sobre todo los metafísicos.

Y lo mismo hay que decir de la red de teorías M, a la que apela S. Hawking, como explicación última de las grandes cuestiones que nos plantea el universo. Seguimos viendo también aquí la necesidad de distinguir entre el nivel científico y el metafísico.

En el nivel científico, nos parece legítimo que se aspire a encontrar una teoría M, o como se la quiera llamar, o una red de teorías M, esté constituida ella de la simplicidad y elegancia, o de la amplitud y complejidad, que se quiera. Eso es una tarea propia de los científicos, y entre ellos tienen que discutir su validez o falsedaz.

Pero, lo mismo que hemos dicho de la teoría de los multiversos, una vez que se haya demostrado la validez o no de teoría M, ¿podemos decir que eso supone la superación, por innecesaria, de la metafísica, y afirmar que ya no se necesita echar mano de la cuestión de un fundamento último del universo, sea Dios o lo que cada metafísica quiera afirmar? ¿Defender que la verdad última del universo, en el ámbito científico, sea la teoría M, deslegitima que nos preguntemos por qué la realidad es así y no de otra forma; por qué existe, en vez de no existir?

Como puede verse, volvemos a constatar que la ciencia y la metafísica se mueven en un nivel de racionalidad diferente, con muchas cuestiones comunes, pero con respuestas de diferente nivel. Y no por muchas respuestas en el nivel del cómo, se llegará a demostrar la obsolescencia de los porqués, de las cuestiones metafísicas.

Pero, ¿qué pasaría si llegáramos a demostrar científicamente que el universo es autosuficiente, porque se está continuamente creando de la nada, mostrándose que no se necesita echar mano de un creador sobrenatural? Tal parece ser la pretensión del libro de Krauss. Esta parece ser una cuestión más sofisticada que las dos anteriores, y por eso le he dado más especio en la exposición, aunque considero que la argumentación sobre su error es similar.

Tenemos que empezar recordando que las pretensiones de demostrar que desde el vacío cuántico se van generando las diferentes partículas virtuales de las que se compone nuestro universo, y quizás también los múltiples universos que pueblan ese inmenso megaverso supuestamente existente, es una tesis científica que tiene que comprobarse todavía su verdad, como el propio Krauss lo afirma repetidas veces. Es, por tanto, una discusión al interior del mundo de los físicos y cosmólogos.

Ahora bien, es fundamental que se distinga claramente entre el vacío cuántico y la nada metafísica. Krauss recoge en varios momentos del libro esta objeción, pero considera que no hay diferencia entre ambos conceptos. Pero, desde la concepción campal del universo y de la realidad, central en la mecánica cuántica como en la cosmología, resulta evidente que la capacidad del vacío cuántico de generar las partículas elementales es consecuencia no de la nada total, sino de la propia conformación y naturaleza del universo, que en su raíz más profunda estamos muy lejos de conocer.

Por tanto, no se parte con esta teoría de una nada absoluta, como es la pretensión de la concepción metafísica de la afirmación teológica de una creación por Dios de la nada. Podrá ser verdadera o no la afirmación de la creación del mundo de la nada, por la acción creadora de Dios. Pero lo que parece claro es que la idea del vacío potencial en ambos casos no es la misma, por más que Krauss así lo afirme.

El vacío cuántico tiene potencialidades en función del campo total del universo en el que se encuentra. Y la nada desde la que crea Dios el mundo, no es una materia prima desde la que crea el mundo, sino que es un salto desde la nada más absoluta a la existencia de todo lo que hay.

Volvemos a repetir que esta afirmación teológica no tiene la pretensión de ser una verdad demostrada, sino una opción de fe. Las afirmaciones de Krauss en su libro no pasan de ser intentos científicos, legítimos y brillantes, de resolver problemas físicos y cosmológicos, como son la creación permanente de nueva masa y energía virtual y oscura, así como la probable aceleración progresiva en la dispersión de las galaxias del universo.

Ahora bien, si tiene la pretensión de ser una teoría metafísica, será una más entre otras, entre las que se sitúa la tesis de la creación del mundo por Dios. Estas y otras tesis metafísicas se sitúan en el ámbito de lo razonable y creíble, pero no de lo demostrable, y menos aún desde evidencias científicas.

3. La fe en la creación ante las teorías científicas

Todo esto nos lleva, en definitiva, a darnos cuenta de la importancia de saber distinguir bien entre la racionalidad científica y la filosófica y teológica. Consideramos que es más adecuado y fructífero partir de una distinción de planos, y de proponer una complementariedad de los mismos, que una incorrecta y estéril guerra de exclusivismos y descalificaciones.

Si la filosofía tiene que bajar de su pedestal divino en el que quizás se había establecido incorrectamente en épocas pasadas, pensando que tenía hilo directo con el ser y el fundamento último de lo real, al margen de la colaboración de la ciencia y del resto de los saberes, también es importante que las ciencias tomen conciencia del rol espistemológico que les corresponde y renuncien a un imperialismo reduccionista que es empobrecedor y nada convincente.

En definitiva, la ciencia se tiene que limitar a mostrar la dimensión fáctica de la realidad, y la filosofía y la teología, a la búsqueda del fundamento último de la realidad. Ahora bien, lo problemático es que esta distinción epistemológica, que parece resultar convincente a una visión crítica y no dogmática tanto de la ciencia como de la filosofía, no siempre resulta convincente a todos. Ya lo hemos visto en estos tres autores, y podríamos hacer referencia a muchos más que defienden similares posturas.

Parecería, por tanto, que nos hallamos ante una distinción que parece presuponer, como un a priori, la legitimidad e inevitabilidad de separar y distinguir entre una visión fáctica de la realidad, y otra trascendente o mistérica. La no aceptación de una dimensión de la realidad que da que pensar, lleva a absolutizar de una visión fáctica y científica de la realidad. Esa parece la tesis de fondo de los naturalismos reduccionistas, postura en la que parecen estar anclados nuestros tres autores.

La distinción entre ciencia y filosofía conlleva de fondo una dimensión mistérica de la realidad, que traspasa la pura mirada científica. Más allá de ella, la realidad se nos presenta como un enigma indescifrable, que no se reduce a ser un problema complejo, que hoy se nos resiste pero que el día de mañana descubriremos, sino como un misterio que lo único que podemos es tratar de nominar con un lenguaje simbólico, que nos sobrepasa continuamente.

Y el símbolo nos da que pensar, como decía P. Ricoeur. Es evidente que más allá de llegar a descubrir los mecanismos y leyes con los que funciona la realidad (las cuestiones del cómo), se hallan múltiples cuestiones que sólo acertamos a plantear, pero difícilmente a resolver. A lo más, podemos proponer propuestas de sentido o de fundamento último.

Estas propuestas, por más que algunos quieran hacer ver que no son legítimas, y que son propias de personas que están ancladas todavía en una visión mítica de la realidad, son totalmente legítimas, le surgen espontáneamente a toda persona que no tenga prejuicios y se abran a la condición más profunda de la realidad, que te da que pensar y te empuja a la búsqueda del fundamento último de la realidad.

En conclusión, es legítimo y razonable tanto la metafísica creyente como la atea cuando planteamos el origen y la consistencia del universo. Debido a la opacidad de la realidad de nuestro universo, tan legítimo es pensar que ha sido creado por Dios como afirmar que ha sido el resultado de la ley de probabilidades entre la multitud de universos que componen un supuesto megaverso.

Pero tiene que quedar claro que ambas afirmaciones pertenecen al ámbito de la metafísica. No es correcto afirmar que la fe en el Dios creador es una invención metafísica indemostrable, y la tesis de un universo surgido de la nada una deducción científica, aunque falten algunos aspectos por demostrar. Ninguna de las dos tesis es demostrable, pero sí son razonables ambas.

Ninguna de las dos se deduce de los datos científicos, pero ambas están en concordancia con datos científicos. La fe cristiana en la creación del mundo por Dios no se refiere a algo que ocurrió en el inicio del mundo, sino a la relación continua del mundo con su fundamento trascendente, Dios, que está por ello creando continuamente el mundo, manteniéndolo en la existencia [10].

Esta afirmación es coherente con la ciencia, pero se sitúa en un nivel distinto a ella. Pero lo mismo ocurre con la tesis atea. Los datos científicos, como ya hemos afirmado con anterioridad, no pueden ir más allá de mostrarnos cómo es y funciona el mundo, con qué leyes está conformado. Ir más allá de eso, para afirmar que es autosuficiente y que se ha dado a sí mismo la existencia, es adentrarse en el terreno de la metafísica, saber que no se rige por los parámetros de la demostración empírica de las ciencias naturales.

4. Concluyendo

En definitiva, libros científicos como los que estamos comentando, suponen un esfuerzo digno de agradecer de autores de primera línea en la tarea de divulgar y dar a conocer entre el gran público los extraordinarios avances de las ciencias, en este caso de la física y de la cosmología, así como los nuevos interrogantes que se plantean a la filosofía y la teología.

Pero estos avances e interrogantes se pueden integrar en una metafísica que distingue el nivel científico del metafísico, y considera legítima y razonable la fe en un Dios creador, y también con otra metafísica que no cree necesitar de la fe en un creador sobrenatural para entender la consistencia del universo.

Pero lo que no tiene sentido es negar la división de planos, para anclarse en una metafísica que pretenda estar apoyada en evidencias científicas. Como si la dimensión estética de un cuadro de Velázquez o Goya desapareciera y se hiciera irrelevante tras un análisis exhaustivo de los ingredientes químicos con los que dichos pintores realizaron sus cuadros.

Son dos niveles del cuadro íntimamente relacionados, por totalmente autónomos. Lo mismo podemos decir del gran cuadro de la creación. Una cosa son los datos sobre su composición y funcionamiento, y otra, lo referente a las cuestiones metafísicas sobre su fundamento y su consistencia.

Es más fructífera, por tanto, una visión integradora y complementaria de los diferentes saberes racionales, que la pretensión de hacer de uno de ellos, en este caso, el científico, el único válido y acertado.

Por ello, frente a la descalificación que Hawking realiza de la filosofía y la teología por estar desfasadas y desconocer los avances de las ciencias, sería mejor que determinados científicos y filósofos reduccionistas aceptaran la complejidad de la realidad, y de los saberes que tratan de auscultarla, y no pretendieran hacer de la visión científica el único modo de resolver los profundos enigmas de nuestra existencia.

Notas:

[1] Cfr. GARCIA BACCA, J. D., Curso sistemático de filosofía actual, Caracas, UCV, 1969, y Pasado, presente y porvenir de grandes nombres, México, FCE, 2 vols., 1988-1989.

[2] Barcelona, Crítica, 2007.

[3] Barcelona, Crítica, 2010.

[4] Barcelona, Pasado y Presente, 2013.

[5] Para una reflexión más amplia sobre este libro, cfr. BEORLEGUI, C., “Las relaciones entre ciencia, filosofía y teología. A propósito del último libro de S. Hawking”, Letras de Deusto, 41 (2011), nº 130, pp. 103-133.

[6] Barcelona, Crítica, 1988, p. 224.

[7] Estos dos autores pertenecen, junto a Daniel C. Dennett y San Harris, al grupo de cuatro intelectuales que han sido denominados como “los cuatro jinetes del ateísmo contemporáneo”. Cfr. John F. Haught, Dios y el nuevo ateísmo. Una respuesta crítica a Dawkins, Harris y Hitchens, Santander/Madrid, Sal Terrae/UPCO, 2012; “¿Ateos de qué Dios?”, Concilium, septiembre 2010, nº 337 (nº monográfico sobre los nuevos ateos).

[8] Cfr. MARDONES, J. M, Filosofía de las ciencias humanas y sociales, Barcelona, Anthropos, 1991; BEORLEGUI, C., Antropología filosófica. Nosotros: urdimbre solidaria y responsable, Bilbao, Universidad de Deusto, 1999 (3ª ed.: 2009), cap. 2º.

[9] Cfr. GRONDIN, J., Introducción a la metafísica, Barcelona, Herder, 2006, pp. 25-26.

[10] Cfr. KEHL, Medard, La creación, Santander, Sal Terrae, 2011; KÜNG, Hans, Credo, Madrid, Trotta, 1994, cap. 1º; Id., El principio de todas las cosas. Ciencia y religión, Madrid, Trotta, 2007; Id., Lo que yo creo, Madrid, Trotta, 2011, cap. 2º; PANNENBERG, Wolfhart, La fe de los apóstoles, Salamanca, Sígueme, 1975, pp. 41-58; HAUGHT, J. F., Cristianismo y ciencia. Hacia una teología de la naturaleza, Santander, Sal Terrae, 2009; EDWARDS, Denis, El Dios de la evolución. Una teología trinitaria, Santander, Sal Terrae, 2006.

Artículo elaborado por Carlos Beorlegui, Profesor de Antropología en la Universidad de Deusto, Bilbao, y colaborador de Tendencias21 de las Religiones.



Carlos Beorlegui
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