Crear nuestra propia verdad: "Manual para mujeres de la limpieza", de Lucia Berlin

Alfaguara reúne 43 de los 77 relatos que publicó la autora estadounidense a lo largo de su vida


La editorial Alfaguara publicó en 2016 "Manual para mujeres de la limpieza", de la autora estadounidense Lucia Berlin. La obra reúne 43 de los 77 relatos que publicó esta escritora a lo largo de su vida, y tiene un tono autobiográfico a medio camino entre los personajes del atormentado Dostoievski y los del distante y humano Chejov. Sin embargo, para Berlin, la escritura "es una cuestión de superar la realidad, de crear nuestra propia verdad". Por Carmen Anisa.




Manual para mujeres de la limpieza (Alfaguara, 2016) reúne 43 de los 77 relatos que publicó Lucia Berlin (EEUU 1936-2004) a lo largo de su vida. El tono autobiográfico de buena parte de estas narraciones ha convertido a su autora en una heroína a medio camino entre los personajes del atormentado Dostoievski y los del distante y humano Chejov.
 
La vida de Lucia Berlin (1936 - 2004) se desarrolló por diferentes lugares. Nació en Alaska, donde su padre trabajaba como ingeniero de minas, y vivió su primera infancia en pueblos mineros de Idaho, Kentucky y Montana. En 1941 su padre marchó a la guerra y Lucia, su hermana y su madre se fueron a vivir con sus abuelos a El Paso. Lucia Berlin padecía escoliosis y tuvo que llevar de niña un corsé ortopédico.
 
Su adolescencia transcurrió en Santiago de Chile, donde pertenecía a la élite norteamericana. Estudió en la Universidad de Nuevo México y fue alumna de Ramón J. Sender. A los 17 años se casó con un escultor y tuvo dos hijos. Antes de que naciera el segundo, su marido ya la había abandonado por el arte. En 1958 se casó con un pianista y se trasladó a Nueva York. Dos años después se marchó con su amigo Buddy Berlin a México, se casó con él y tuvo dos hijos, pero en 1968 se divorcian. El señor Berlin era un adicto a la heroína
 
Con sus cuatro hijos Lucia Berlin vivió en Nuevo México, en Berkeley, Oakland, trabajando en los más variados empleos, desde profesora a administrativa en hospitales, auxiliar de enfermería o mujer de la limpieza. Mientras, caía en la más profunda sima del alcoholismo o luchaba contra él, hasta vencerlo. Y todo ello sin dejar de escribir, aunque fuera esporádicamente.
 
En 1990 y 91 reside en Ciudad de México, donde cuida de su hermana que padecía cáncer. Después de tantos trasiegos Lucia Berlin vivió en Boulder, y trabajó en la Universidad de Colorado como escritora residente y profesora, hasta que por motivos de salud se trasladó cerca de sus hijos en Marina del Rey, Los Ángeles, donde murió.
 
Comenzó a publicar con 24 años en revistas y reunió sus relatos en varias colecciones, pero su obra parecía condenada al olvido hasta que en 2015 se publicó A Manual for Cleaning Women, cuya edición estuvo a cargo de su amigo Stephen Emerson.
 
En su excelente artículo “La historia es lo que cuenta”, Lydia Davis analiza las claves de la narrativa de Lucia Berlin. Lo más importante para ella era tener una buena historia que contar; y, desde luego, su vida y sus experiencias daban para mucho.
 
De lo que se trataba era de convertir esas historias en literatura. A veces sus relatos muestras escenas tan sobrecogedoras, a la vez que cotidianas, que leemos con la curiosidad de conocer cuál será el desenlace. Lucia Berlin consigue que olvidemos que detrás ha habido una voluntad artística; sin embargo, para crear esa sensación de verdad, Berlin ha levantado un andamiaje, una estructura perfecta, ha dotado a la prosa de un ritmo rápido, ha tejido una red de comparaciones únicas, sorprendentes; y ha sabido utilizar el humor hasta en los momentos más dolorosos: “No me importa contar cosas terribles si consigo hacerlas divertidas”, escribe Berlin en el relato “Silencio”.
 
No se decía una sola palabra
 
En algunas de sus historias Lucia Berlin escribe acerca de la construcción del relato, como en “Y llegó el sábado”, cuyo narrador es Chaz, un presidiario que asiste a un taller de escritura que imparte en la cárcel una elegante profesora. Chaz reflexiona sobre el relato que ha escrito DC, un joven preso, acerca de la muerte de su hermano: “No se decía una sola palabra sobre su hermano en la historia. Así de buena era”.
 
La profesora va ganándose la confianza de la clase. Las historias deben ser buenas y sonar a verdaderas, les dice a los alumnos. En otra ocasión les habla de la “poca diferencia entre la mente de un criminal y la mente de un poeta”:
 
 Es una cuestión de superar la realidad, de crear nuestra propia verdad. Vosotros tenéis ojo para el detalle. Dos minutos en una habitación bastan para sopesarlo todo y a todos. Oléis una mentira a la legua.
 
Lucia Berlin admiraba a Chéjov por esa forma de mirar, de contar lo observado como un frío informe clínico que logra conmovernos. “Punto de vista” es un ejercicio de estilo en el que seguimos el proceso de la elaboración de un relato. Sin apenas darnos cuenta pasamos de la primera a la tercera persona, del narrador al personaje. La narradora pretende contar la historia de una mujer a la que no le pasa nada: “… Aspiro a que, a fuerza de minuciosidad en el detalle, esta mujer les resulte tan creíble que no puedan evitar compadecerla”.

Trabajar como mujer de la limpieza
 
La prosa de Lucía Berlin puede parecer algo atropellada, pero se trata de una primera capa que oculta el verdadero sentido que nos irán desvelando los detalles. Un ejemplo es el relato “Manual para mujeres de la limpieza”, estructurado, por supuesto, en forma  de manual. Una mujer “instruida”, que trabaja como limpiadora, dará consejos a otras profesionales.
 
Y así se van sucediendo una serie de tópicos: “Las mujeres de la limpieza lo saben todo”, “las mujeres de la limpieza roban”, pero no grandes cosas, sino lo superfluo. En un instante el relato da un giro, porque bajo la capa del humor subyace una verdad más cruel: “Creo que lo único que robo, de hecho, son somníferos. Los guardo para un día de lluvia”.
 
Nuestra mujer de la limpieza observa el mundo, se fija en los detalles, en los contrastes, como ese “Salón de Belleza varita mágica” en cuyo escaparate hay una estrella de papel de plata pegada a un matamoscas. Observa la indiferencia de los ricos, frente a los pobres que van en coche mirando todo:

La gente pobre está acostumbrada a esperar. La Seguridad Social, la cola del paro, lavanderías, cabinas telefónicas, salas de urgencias, cárceles, etcétera.
 
Los recuerdos de la narradora nos van dando pistas acerca del verdadero sentido del relato, que aparecerá al final como una pincelada ligera, sin apenas importancia.
 
También en el relato “Luto” la narradora es una mujer de la limpieza que nos sorprende con esta comparación:
 
Me encantan las casas, todas las cosas que me cuentan, así que esa es una razón de que no me importe trabajar como mujer de la limpieza. Se parece mucho a leer un libro.
 
La saga de los Moynihan
 
En el relato “B. F. y yo”, la narradora, una mujer mayor, recibe la visita de un hombre que se dedica a hacer reformas en las casas:
 
Tomó algunas medidas y luego se fue a sentar en la cocina. Seguí respirando su fuerte olor. El tufo para mí fue como la magdalena, evocándome al abuelo y al tío John, para empezar.
 
El olor a descuido y alcohol de aquel hombre evoca a la protagonista el pasado, esa era su magdalena de Proust. La que podríamos llamar “saga de los Moynihan” forma parte de ese tiempo perdido que poco tiene de ejemplar e idílico. En el relato “Doctor H. A. Moynihan”, aparece el abuelo “cruel, intolerante y despótico”: “Le había sacado un ojo de un tiro a mi tío John durante una pelea, y a mi madre la había avergonzado y humillado toda la vida”.
 
El doctor Moynihan es el mejor dentista de Texas, hace unas dentaduras perfectas. Unas letras doradas en las ventanas de su consulta en la avenida principal sería lo más normal del mundo, siempre y cuando el mensaje de los letreros no fuese “DOCTOR H. A. MOYNIHAN. ABSTÉNGANSE NEGROS”.
 
La narradora del relato es la nieta que, desde la cama, oye beber a su madre y a su abuelo, solos, en distintas habitaciones. El momento culminante se produce cuando una noche el abuelo obliga a la nieta a ir a la consulta y a ayudarlo a sacarse todos los dientes para ponerse una perfecta dentadura postiza. Pero al lector todavía le queda una sorpresa final, un breve diálogo que condesa todo el odio y la frustración de los personajes.
 
En “Penas” Berlin utiliza un juego de perspectivas para narrar el encuentro entre dos hermanas. Dolores, la mayor, tiene unos 50 años; Sally, la pequeña, se está recuperando de un cáncer de pecho. Las dos hablan de su pasado, de los desprecios de la madre, que rechazaba a Sally por haberse casado con un mexicano. En una escena Sally dice a su hermana:
 
­–Qué fría eres. A veces eres tan cruel como mamá.
Dolores no dijo nada. Su mayor temor, ser como su madre. Cruel, una borracha.
 
Pero Dolores oculta algo a su hermana, a los lectores, a los veraneantes que las observan:   

¿Cómo podía hablarle a Sally de su alcoholismo? No era como hablar de la muerte, o de perder a un marido, de perder un pecho. La gente decía que era una enfermedad, pero nadie la obligaba a beber. Tengo una enfermedad letal. Estoy aterrorizada, quiso decir Dolores, pero no lo hizo.
 
Solo al llegar al frío párrafo final conoceremos el verdadero drama de Dolores, cuando ya ha dejado a su hermana en el avión y sola en el hotel se enfrenta a sus propios monstruos.
 
En el relato “Panteón de Dolores” la narradora recuerda también a su madre: “Odiabas los lugares con la misma pasión que odiabas a las personas…”. El padre mandaba a la madre a su cuarto cuando bebía. Y así fue año tras año, en todos los lugares en los que vivieron. Pero en medio de tanto dolor la protagonista sigue indagando, buscando una respuesta:
 
Todo era lúgubre. Y probablemente aterrador, si el abuelo le hizo lo que nos hacía a Sally y a mí. Ella nunca me contó nada, pero debió de ser así, a juzgar por el odio que le tenía, y porque no soportaba que nadie la tocara, ni siquiera para estrecharle la mano…
 
En la noche oscura del alma
 
El poder destructor de las drogas y el alcohol está presente en los más escalofriantes relatos, como en “Inmanejable”, donde sentimos la angustia de su protagonista, la necesidad vital de conseguir alcohol, de llegar hasta la licorería para poder seguir la vida normal cuando sus hijos se levanten.
 
En “Su primera desintoxicación” Carlotta, la protagonista, debe pasar un tiempo en un centro de desintoxicación, donde la ingresan por conducir borracha. Ella no es como los otros borrachos de la calle “era profesora, con cuatro hijos”. Miembros de Alcohólicos Anónimos visitan en centro para darles charlas:
 
Una mujer de AA contó que se pasaba el día masticando ajo para que nadie notara el aliento a licor. Carlotta mascaba clavos de olor. Su madre inhalaba bálsamo Vicks a puñados. Al tío John siempre se le quedaban trocitos de pastillas Sen-Sen para la halitosis metidos entre los dientes, y al sonreír parecía una de aquellas calabazas.
 
Pero aquellos días no eran nada más que el comienzo, cuando saliera de allí todo iría bien, la vida seguiría su curso normal: “No tenía ni idea de todo lo que quedaba por venir”.
 
Me gusta el hecho de que, en Urgencias, todo tiene arreglo. O no.
 
“Me gusta mi trabajo en Urgencias. La sangre, los huesos, los tendones me parecen afirmaciones rotundas”, escribe Lucia Berlin en “Apuntes de la sala de urgencias. 1977”. Lucia Berlin ve, observa, escucha. En el relato desfilan personajes y dramas, casos verdaderamente graves y enfermos que son reincidentes, o que solo están allí para llamar la atención. Sin embargo también “el miedo, la pobreza, el alcoholismo, la soledad son enfermedades terminales. Urgencias, de hecho”.
 
Pero Lucia Berlin y sus personajes son, ante todo, unos supervivientes. En “Volver al hogar” escribe: “La única razón por la que he vivido tanto tiempo es porque fui soltando lastre del pasado”. Su protagonista ha logrado recomponer las piezas, al igual que su creadora:
 
Cierro la puerta a la pena al pesar al remordimiento. Si permito que entren, aunque sea por una rendija de autocompasión, zas, la puerta se abrirá de golpe y una tempestad de dolor me desgarrará el corazón y cegará mis ojos de vergüenza rompiendo tazas y botellas derribando frascos rompiendo las ventanas tropezando sangrienta sobre azúcar derramado y vidrios rotos aterrorizada entre arcadas hasta que con un estremecimiento y sollozo final consiga volver a cerrar la pesada puerta. Y recoja los pedazos una vez más. 


Artículo publicado originalmente en el blog De nada puedo ver el todo. Se reproduce con autorización.


Miércoles, 8 de Febrero 2017
Carmen Anisa
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