Creación y evolución: ¿Hizo Dios un universo abierto?

La visión científica actual demanda una revisión teológica


La ciencia muestra que los procesos naturales están regidos por leyes y tienen causas naturales que se pueden investigar y conocer. Es decir, que no postula nunca a Dios como causa de estos procesos. Dado que desechar la idea de omnipotencia divina es diluir el concepto mismo de Dios, existe la necesidad de un replanteamiento teológico: Así, si se concibiera la creación como una acción de Dios en ‘kénosis’, podría explicarse un Dios omnipotente y, a la vez, un mundo que evoluciona con sus propias leyes. Por Pedro Leiva Béjar.


Pedro Leiva Béjar
23/06/2015

Recreación artística de la Vía Láctea. Fuente: Wikimedia Commons.
Abordamos aquí una cuestión de hoy y de siempre. Desechar la idea de omnipotencia es diluir el concepto mismo de Dios. Por eso, cuando nuestra experiencia de la realidad pone en entredicho su omnipotencia, o esta se hace problemática en nuestra forma de comprender el mundo, es la idea misma de Dios la que está en juego.

Para la reflexión que queremos exponer seguiremos los siguientes pasos: en primer lugar, partiremos de las ideas espontáneas que solemos tener sobre lo que es la omnipotencia divina, considerando los problemas que nuestros conocimientos actuales plantean sobre la cuestión.

Esto nos llevará a la conclusión de la necesidad de un replanteamiento teológico sobre la forma de pensar en la omnipotencia de Dios, si se quiere seguir hablando de este atributo divino, en el que está en juego la plausibilidad misma de su existencia. Esto dará paso a la segunda parte, en la que expondremos algunas claves teológicas que consideramos imprescindibles para una comprensión adecuada de la cuestión.

Problemas que plantea la omnipotencia

De una manera espontánea, como instintiva, cuando pensamos en la omnipotencia de Dios, nos hacemos la idea de que Dios lo puede todo sin restricciones. Al fin y al cabo, Él está por encima de todo y su poder es superior a cualquier poder natural.

Esto parece implicar que Dios somete a su voluntad todo lo creado, y aunque no necesariamente es lo mismo, deducimos de ello que Dios dirige el mundo y la historia, incluso de una manera arbitraria y caprichosa. Dios puede ser arbitrario, pensamos, porque decir lo contrario sería limitar su poder.

Por tanto, a Dios, en su gobierno del mundo, no se le escapa detalle alguno. De dos maneras, un tanto burdas, imaginamos el poder de Dios: o siendo la causa directa de cada acontecimiento, por pequeño que sea, o concediendo que puede interrumpir cuando quiera las leyes de la naturaleza, o intervenir en sus resquicios, pueto que son obra suya.

Desde la visión científica  

Un primer elemento que debemos tomar en consideración es evidente: la ciencia muestra desde sus inicios que en los procesos naturales existen leyes que rigen el comportamiento de los fenómenos. Es decir, los procesos naturales tienen causas naturales que podemos investigar y conocer. La ciencia actual no postula nunca a Dios como causa de los fenómenos que investiga. Hay un consenso en el mundo científico respecto a la necesidad de mantenerse en un naturalismo, al menos, metodológico.

Un segundo aspecto que plantea la ciencia actual es que muestra el papel del azar en los fenómenos naturales, lo cual implica que hay que dudar de un proceso predeterminado en la creación. De hecho, hoy conocemos que el camino de la evolución hacia el hombre es muy complejo, nada directo, y aparentemente impredecible desde los estados originales de la materia y la vida.

Desde el pensamiento y la experiencia común

Otro ámbito desde el que se cuestiona la omnipotencia divina es el eterno problema de la teodicea: ¿Por qué existe el mal? ¿Por qué Dios permite el mal? Ya desde antiguo se conoce la llamada paradoja de Epicuro (s. III-IV a.C.), que dice más o menos lo siguiente: Si Dios quiere prevenir el mal y no puede, entonces no es omnipotente. Pero si es capaz y no lo hace, lo que ocurre es que no desea hacerlo, y, por tanto, no es bueno.

En esta línea está actualmente el anti-teismo del C. Hitchens, sobre quien presentó recientemente un trabajo el profesor J. Monserrat: En primer lugar, Hitchens considera incompatible la idea de Dios con la existencia del mal.

Pero, incidiendo más agudamente en el argumento, señala especialmente la incompatibilidad entre el mal que hacen las religiones y la existencia de un Dios del que se cree que las inspira. ¿Cómo, si Dios inspira las religiones, no puede controlar la orientación de estas hacia el bien y se convierten en inspiradoras de formas de violencia? Para él, es evidente que Dios no existe [1]. Pese a lo injusto de esta generalización, conviene aquí recordar que el Concilio Vaticano II ya reconoció el mal comportamiento de los creyentes entre las causas del ateísmo [2].

La duda sobre la existencia de Dios no requiere de argumentos muy sofisticados. Realmente, ya está preparada en las ideas espontáneas con las que solemos concebir su omnipotencia. En la frase que muchos pronuncian ante una desgracia, «Dios mío, ¿qué te he hecho yo para merecer esto?», se expresa la perplejidad ante la desproporción entre lo que merecemos y lo que nos sucede, y es en sí una duda sobre Dios mismo. No es extraño que esta pregunta sea el comienzo de un proceso que desemboca en la incapacidad de creer ante la ineficacia de las plegarias que solicitan a Dios bienes que no llegan o ser librados de males que nos acaban asaltando. Ciertamente, a veces parecen más tangibles las promesas de algunos gurús que lo que algunas concepciones tradicionales de Dios ofrecen.

Desde la teología

Contra lo que pudiera parecer, los problemas planteados a esta concepción ingenua de la omnipotencia divina no solo vienen del campo de la ciencia o del mundo del pensamiento. También la teología plantea problemas a esta forma de entender a Dios. Ciertamente, la teología no puede tomar el camino fácil de racionalizar el sufrimiento en el marco de un plan general de Dios, porque un dato del que no es posible prescindir es la pasión de Cristo, la pasión del Hijo mismo de Dios, la pasión de Dios mismo.

Hasta cierto punto se puede entender que las criaturas sufran, ya que son por definición limitadas. Pero ¿alcanza el sufrimiento a Dios mismo? ¿Cómo entender que cuando Dios se hace presente en el mundo, lo hace como siervo sufriente? Y, sin embargo, esto es precisamente el núcleo central de la fe cristiana.

Dentro de las objeciones planteadas desde la propia teología, no conviene pasar por alto la pregunta planteada por la teología feminista: ¿Está nuestra imagen de Dios sesgada por atributos tradicionalmente masculinos? Es cierto que existe culturalmente un imaginario que atribuye a lo masculino unas formas de poder que tienen que ver con la fuerza, el control, la razón, la autosuficiencia; mientras que la forma de ejercer el poder femenino estaría en relación con la capacidad de criar, de cooperar, la interdependencia o la sensibilidad.

La crítica que plantea la teología feminista es que, desde una óptica patriarcal, de la cual difícilmente se libera nuestra cultura, se tiende a concebir el poder de Dios con aquellos rasgos masculinos, y se tiende a ver los rasgos femeninos mencionados como un menoscabo de su omnipotencia. Pero, ¿es Dios realmente así? [3].

Con todo ello, y desde varios ángulos, pretendemos haber llegado a una conclusión: La teología tiene necesidad de renovar su discurso sobre este tema porque hay preguntas que es necesario responder, porque hay datos a los que no responde adecuadamente la concepción espontánea de la omnipotencia divina.

Renovación del discurso teológico

El enfoque propiamente teológico de esta cuestión requiere responder desde la revelación divina. Esta es la norma de toda teología que pretenda ser tal. Si la teología cayera en la tentación de buscar sus respuestas desde la sola razón, dejaría de ser teología, se convertiría en filosofía y, por cierto, en mala filosofía.

Lo propio y específico de la teología es obtener respuestas, que ciertamente tendrán que presentarse ante el tribunal de la razón, pero cuya fuente es la autocomunicación de Dios que llamamos revelación, presente en la Escritura y la Tradición. Este es su enfoque y su aportación específica.

Nuevo enfoque

Para un enfoque teológico sobre cualquier cuestión, es imprescindible además partir de dos principios fundamentales. El primero es el de concebir la revelación de Dios como una revelación progresiva. Tener en cuenta este principio implica que al tomar en consideración el texto bíblico somos conscientes de que cada texto no es sino un momento de esa revelación, una luz parcial sobre una cuestión, pero que solo se comprende adecuadamente si se lo sitúa en el camino de desvelamiento progresivo y a la luz de la plenitud de la revelación, que es Cristo.

El segundo principio es el de la comprensión progresiva de la revelación. Para los cristianos, la revelación ha llegado a su plenitud con Jesucristo. Pero eso no quiere decir que la Iglesia y los cristianos ya comprenden perfectamente toda la profundidad del misterio revelado. La acción del Espíritu Santo en la Iglesia no es superflua, sino que él va ayudando a los creyentes a comprender cada vez mejor lo que se nos ha manifestado en Cristo.

Teniendo en cuenta estos dos principios, se comprenderá mejor nuestro planteamiento teológico. Pretendemos, primero, recorrer brevemente el camino progresivo de la comprensión del tema por el hombre bíblico; en un segundo momento, observar cómo la teología hoy sigue ofreciendo nuevas luces sobre la cuestión y posibilita una renovación de las ideas.

La pregunta es ¿es Dios omnipotente?; y la respuesta es la creación como kénosis. Al concebir una creación como una acción de Dios en kénosis, creemos explicar cómo puede ser Dios omnipotente y a la vez que el mundo se haga a sí mismo a través de una evolución con leyes propias y no previamente programada.

Esto nos permitirá comprender que el progreso y el éxito, pero también el azar, las extinciones y el sufrimiento, se integran coherentemente en la acción creadora de un Dios que hace al mundo hacerse, dejándole espacio para existir con una dignidad propia.

Kénosis en el Antiguo Testamento

La palabra griega kénosis significa autovaciamiento o autoenajenación. El Nuevo Testamento la usa para describir lo que el Verbo de Dios ha realizado al encarnarse y al hacerlo en una vida humana entregada hasta la cruz. En su vida verdaderamente humana, el Hijo de Dios, de condición divina, se despoja de la forma gloriosa que le corresponde. Dicho de otra manera, en la encarnación y la cruz, Dios, que es sin límite por definición, paradójicamente, se autolimita.

En el Antiguo Testamento, el concepto de kénosis no es aplicado a Dios, que más bien es presentado como el Todopoderoso [4]. Pero tampoco se puede decir que sea una idea totalmente extraña. En el profeta Oseas, Dios aparece como el Esposo traicionado que perdona con misericordia, un modo de expresar que ciertamente Israel es consciente de cómo frecuentemente ha abandonado a su Dios, y en consecuencia cómo Dios acepta un mal que le afecta, al menos en tanto que su voluntad no es seguida por la criatura y Él mismo es objeto de rechazo.

Es interesante aquí observar la evolución de las ideas sobre Dios que hay entre dos hitos de la literatura bíblica: el libro de Daniel y el libro de Job. En el libro del profeta Daniel encontramos historias que una y otra vez transmiten la idea de que Dios no abandona al justo. El mismo Daniel, echado al foso de los leones, salva la vida milagrosamente de unos animales que no osaron tocarle (cf. Dn 6). Eso sucede a todas luces porque Dios protege a su siervo fiel. La misma idea es la que observamos en la historias de los tres jóvenes echados al horno de fuego (cf. Dn 3) y de Susana, la bella mujer de Joaquín (cf. Dn 13).

Sin embargo, muy diferente es la forma de actuar de Dios que se describe en el libro de Job. Aquí vemos, a diferencia del libro de Daniel, que Dios no protege al justo, Dios no hace nada ante la acumulación de desgracias que sobrevienen a un siervo bueno y fiel. A todas luces, la historia que se nos cuenta en el libro de Job es más fácil de aceptar que las del libro de Daniel, ya que es más análoga a nuestra experiencia personal e histórica, esa que nos enseña que con frecuencia al justo le va mal y al malvado le va bien en la vida. Esa experiencia a Job le lleva a comprender el misterio inabarcable de Dios, pero a otros les conduce a imaginar un Dios malvado o simplemente a postular su impotencia, que en la práctica es lo mismo que su inexistencia.

Al menos una conclusión se deriva de este breve repaso de algunos hitos del Antiguo Testamento: no nos salimos de la experiencia bíblica cuando ponemos en crisis un concepto simple e ingenuo sobre la omnipotencia de Dios. Este fue también un problema veterotestamentario, pese a lo claro que con frecuencia nos parece que el Dios del Antiguo Testamento es un todopoderoso invencible.
Esta constatación al menos nos libra de una doble ingenuidad: la de pensar que es una cuestión planteada originalmente por el ateísmo moderno, y la de pensar que es una cuestión contemporánea. La Iglesia es consciente de este problema, y por eso el Catecismo, tras describir al Todopoderoso, se refiere al «misterio de la aparente impotencia de Dios» [5]. 

Kénosis en el Nuevo Testamento

Pero donde el concepto de kénosis aplicado a la forma de actuar Dios adquiere carta de naturaleza es en el Nuevo Testamento: Jesús de Nazaret, Hijo de Dios, crucificado, va más allá de todo lo esperable. Desde luego esta idea está muy lejos del Dios descrito en Daniel, algo más próximo al Dios de Job, pero todavía inimaginable para éste, como para cualquier idea espontánea que los hombres tenemos sobre Dios.

Aquellos hombres que al pie de la cruz increpan a Jesús diciéndole que baje de ella y entonces creerán (cf. Mt 27, 39-42) no están simplemente burlándose de un desgraciado, sino que están haciendo teología: están diciendo que, según su concepto de Dios, el crucificado no puede ser el Mesías. Desde su perspectiva teológica, Dios no permitiría que el justo sufriese tal suplicio, y menos aún su Hijo único. Que Dios haya permitido tal atrocidad, para ellos confirma la sentencia del juicio religioso por blasfemia.

También el cristiano, el seguidor de Jesús, se enfrenta con el escándalo de la cruz. González de Cardedal ha dicho que este es uno de los problemas más difíciles del origen de la Iglesia. No era en absoluto evidente que la muerte de un crucificado pudiera ser evangelio, buena noticia [6]. Sin embargo, lo fue, como podemos leer en la carta a los Filipenses:  

«Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de si mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 5-8).
En la misma línea, el evangelista Juan también habla de la buena noticia de la entrega del Hijo: «porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).

La encarnación del Hijo de Dios, que tiene su expresión más radical en la muerte de Cristo es la mayor actuación kenótica de Dios en el mundo, y paradójicamente, en esta acción kenótica se manifiesta para la teología cristiana la omnipotencia de Dios:

«hay que intentar comprender el rostro del Cristo crucificado, figura de debilidad y de pobreza, de pasión y de compasión. En él tenemos la fragilidad de Dios fruto de su omnipotencia y de su misericordia, que se dan hasta el límite sin exigir nada, esperando en el dolor y la derelicción que las entrañas pétreas del hombre se conmuevan y disuelvan. Su silencio, su inocencia, su soledad y su desvalimiento son las únicas armas con las que Dios actúa en el mundo» [7].

El teólogo R. Guardini, tras haber hablado de la novedad que supone un Dios personal, añade otro elemento, a saber, que Dios ama al hombre y, dado que amar seriamente en el plano humano supone afrontar un destino, esta expresión es también aplicable a Dios [8].

González de Cardedal nos hace ver que esta forma de actuar Dios en la encarnación no es del todo nueva, ya que de algún modo también actuó Dios así en la creación. La forma de actuar Dios en Jesús es clave para comprender cómo actuó Dios desde el principio. Este teólogo dice que existir en el mundo de manera histórica y finita por la encarnación implica ponerse «a merced del mundo» [9]. Pero, añade, en cierto sentido, este riesgo ya lo asumió Dios al crear seres libres y también al establecer alianza con un pueblo [10].

Kénosis y amor trinitario

Otro gran teólogo contemporáneo, H. U. von Balthasar extrayendo las consecuencias trinitarias de la encarnación, nos dice que dejar espacio al otro es condición del amor verdadero. En ese sentido, en la encarnación y la creación se realiza en el tiempo lo que la Trinidad es eternamente: amor. Esta idea supone todo un replanteamiento de nuestra concepción de Dios:

«viraje decisivo en la visión de Dios: de ser primariamente “poder absoluto” pasa a ser absoluto “amor”. Su soberanía no se manifiesta en el aferrarse a lo propio, sino en el dejarlo. Su soberanía se sitúa en un plano distinto de lo que nosotros llamamos fuerza y debilidad. El que Dios se despoje en la encarnación es ónticamente posible porque Dios se despoja eternamente en su entrega tripersonal» (H. U. von Balthasar, «El misterio pascual», en MS, III-2, 157)
Dios es un misterio de autodonación mutua, es decir, un misterio de amor. Por tanto, lo que se revela en la cruz es la naturaleza misma de Dios: «…al servir y lavar los pies a su criatura, Dios se revela en lo más propio de su divinidad y da a conocer lo más hondo de su gloria» [11].

En la misma línea, O. González de Cardedal señala que la encarnación manifiesta para los cristianos el ser de Dios; no solo es meta de la creación en cuanto realización suprema de lo humano, sino también la forma en que «Dios ha llegado hasta su posibilidad máxima como Creador y así a la culminación de su ser» [12].

Este autor ha unido la propuesta de K. Rahner de que la encarnación es la máxima realización de la esencia humana como entrega [13] con el esfuerzo de pensar a Dios como amor que ha hecho Balthasar, desde la interpretación de la entrega kenótica [14]. Por eso, González de Cardedal dice que «la forma histórica en que Cristo vivió su destino particular de Hijo de Dios encarnado revela el ser de Dios y el ser del hombre, su pasividad y condescendimiento (descenso, condescendencia, kénosis)» [15]. Se entiende así que la cruz le parezca un hecho tan fundamental en la manifestación del ser de Dios como amor, y establezca una relación tan directa entre la muerte de Cristo y el ser mismo de Dios:

Dios estaba implicado en la muerte de Cristo ofreciendo reconciliación a los hombres. Esta es una afirmación histórica particular a la vez que una afirmación teológica trascendental. Dios no puede ofrecer reconciliación real en la cruz de Cristo si no está en él, si no es inherente a él y, por consiguiente, si en alguna manera Cristo no está exponiendo y expresando el ser mismo de Dios. Hay una equivalencia de realidad y de acción entre el ser de Dios y la muerte de Cristo. Dios dice quién es muriendo con nosotros y por nosotros en Cristo [16].

El teólogo jesuita J. I. González Faus ha escrito que por la encarnación, la realidad adquiere un valor absoluto en el sentido de que nuestra relación con Dios no tiene lugar ya mediante la huida de la realidad, sino a través de ella.

Asimismo, por la muerte de Cristo, la realidad, que se nos presenta con frecuencia realidad crucificada, no representa ya la ausencia de Dios, sino que esta aparente ausencia se torna forma de presencia: anonadada, doliente e interpelante. Por la resurrección, la realidad se nos presenta como futuro, como creación en proceso, como historia, una historia en la que al sanar el dolor del otro llegamos a participar de Dios que es amor. Por eso, las palabras de Jesús en Mt 25 no son para él metafóricas: el vaso de agua que se da al sediento realmente alcanza a Dios [17].

Una nueva metafísica: el Mal y el Amor

González de Cardedal ha insistido en la necesidad de una nueva metafísica para sostener una nueva imagen de Dios y de su poder basada en la prioridad de lo personal. Hablamos de Dios con metáforas, pero ya no sirve la metáfora tecnológica del ingeniero que controla y determina el funcionamiento de su creación. La teología depende más de la metáfora personal del padre que ama a su hijo, que no determina, ni controla, ni fuerza, sino que atrae y espera: «la parábola del padre que espera al hijo es más esencial para la teología y antropología que la Metafísica y Ética de Aristóteles» [18].

La modernidad, intentando salvar el concepto de Dios, lo ha desnaturalizado, convirtiéndolo en primera instancia en fundamento de la ética, o fundamento del cosmos, o fundamento del ser. Pero el Dios de la religión es antes que nada misterio de amor personal, no herramienta explicativa para nuestras preguntas éticas, cosmológicas o metafísicas. Solo después de ser identificado en su esencia como amor personal, tal como la entiende Jesús de Nazaret, puede explicar nuestros interrogantes [19]. Sucede entonces que desde esa metáfora se puede comprender lo que bajo el modelo del Dios ingeniero resulta, sin embargo, un escándalo, a saber, la presencia del mal en el mundo.

El mal ni es divino, ni se identifica con la materia. Para comprender su naturaleza es iluminadora la definición agustiniana del mal como privatio boni. Sencillamente, en la creación hay corrupción porque ésta no es Dios. Por ser creación de Dios, es buena; pero por ser criatura, no es perfecta, es decir, carece por definición del supremo bien, que es solo Dios mismo. Desde esta perspectiva, la pregunta de por qué Dios permite el mal, queda respondida: lo permite porque al crear ha querido que exista algo que no es él mismo, supremo bien. Pero tiene razón P. Fernández Castelao al decir que la pregunta que debemos formular no es ¿por qué Dios no ha hecho un mundo perfecto?, cosa que no tiene sentido desde la perspectiva que acabamos de formular, sino ¿por qué, siendo el mundo necesariamente ambiguo, Dios lo ha creado a pesar de todo? [20].

La respuesta cristiana a esta cuestión no puede proceder de un supuesto balance por el que el bien y la belleza compensarían el horror y el dolor. Una respuesta tal no procede de la fe y, desde el punto de vista de la razón, tampoco es evidente: seguramente, entre nosotros habría quien opinaría que no hay belleza en el mundo que justifique uno solo de los dramas sobre los que se ha forjado.

Cristo, respuesta a una creación kenótica

La respuesta cristiana es Cristo. El cristiano puede pensar que si ha existido Cristo, la creación ha merecido la pena. Cristo es la plenitud de la creación, la realización plena de la vocación divina que late en la historia del mundo y del hombre. En él tiene la historia de la creación su redención porque en él Dios se ha hecho historia, en él conduce la historia a su plenitud y en él se ha hecho compañero de cada ser humano.

La creación es, pues, una creación kenótica, es decir, una creación en la que Dios no ejerce su poder como un monarca absoluto y dominador, ni como un ingeniero al mando de su obra. Dios hace participar en el ser, sostiene en el ser, infunde vida, infunde amor, potencia las posibilidades de la criatura sin forzarla, inspira nuestra capacidad de amar y sanar. Dios es más poder persuasivo que coercitivo. Dios es todopoderoso, pero ejerce su poder de manera muy diferente a como hacemos los seres humanos, lo hace desde el respeto absoluto, entrando en juego con otros poderes, no apartándolos.

Estas formas de ejercer su poder, son coherentes con la dignidad, la autonomía y la libertad que él ha concedido a su criatura, porque, como dice González-Carvajal, «Dios es Padre, pero no paternalista» [21].

Desde esta óptica, podemos tener la sensación de presentar un Dios débil, un Dios sin capacidad de conducir con éxito su creación. Pero esta forma de pensar se parece a la tentación de Pedro en Cesarea de Filipo, que no quería admitir que el Mesías pudiera sufrir.

Obviamente, no es mi intención resolver todos los flecos de la cuestión planteada. Nos conformaríamos con haber señalado que toda búsqueda de una comprensión de la acción eficaz de Dios en la creación ha de hacerse en el marco de la cruz de Cristo como pasión de Dios mismo.

Notas:
 
[1] Cf. J. Monserrat, «Christopher Hitchens contra la religión», en Tendencias21 de las Religiones.
[2] Cf. GS 19.
[3] Cf. I. G. Barbour, «El poder divino: un enfoque procesual», en J. Polkinghorne (ed.), La obra del amor. La creación como kénosis, Estella (Navarra) 2008, 31.
[4] Cf. CEC 269.
[5] CEC 272.
[6] Cf. O. González de Cardedal, El rostro de Cristo, Madrid 2012, 147s.
[7] O. González de Cardedal, El rostro, 109.
[8] Cf. R. Guardini, La existencia del cristiano, Madrid 2005, 256.
[9] O. González de Cardedal, La entraña del cristianismo, Salamanca 19982, 83.
[10] Cf. O. González de Cardedal, La entraña, 83.
[11] H. U. von Balthasar, «El misterio pascual», en MS, III-2, 143.
[12] O. González de Cardedal, Cristología, Madrid 2005, 393.
[13] Cf. K. Rahner, «Para la teología de la encarnación», en Escritos de Teología IV, Madrid 1962, 145.
[14] Cf. O. González de Cardedal, Cristología, 395.
[15] O. González de Cardedal, Cristología, 393.
[16] O. González de Cardedal, La entraña, 654. La cursiva es nuestra.
[17] Cf. J. I. González Faus, Migajas cristianas, Madrid 2000, 22.
[18] O. González de Cardedal, Cristología, 391.
[19] Cf. O González de Cardedal, Jesús de Nazaret. Aproximación a la cristología, Madrid 19933, L.  
[20] Cf. P. Fernández Castelao, «Antropología teológica», en A. Cordovilla (ed.), La lógica de la fe. Manual de Teología dogmática, Comillas, Madrid 2013, 218-227.
[21] L. González-Carvajal, Esta es nuestra fe. Teología para universitarios, Santander 1989, 119.

 
Pedro Leiva Béjar es Dr. en Teología por la Facultad de Teología de Granada, Instituto Superior de Ciencias Religiosas San Pablo, Málaga, y colaborador de Tendencias21 de las Religiones.



Pedro Leiva Béjar
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