El último poemario de Arturo Borra (Argentina, 1972), Para trazar lo imposible (Colección Once, Amargord, 2013) comienza con las siguientes palabras: "Escribir en voz baja, silbando como un viento diminuto (…)"; invocando así la escritura como viento discreto, como bien de largo y silencioso plazo; como aire perentorio.
No daña su conflictividad, las ausencias que porte o los golpes que propicie en su versión ciclónica: lo que mata es que no esté. El viento de la escritura más que narrar da voz a lo silenciado, propio y ajeno; alta-voz a las quiebras en la linealidad de la Historia oficial; abre espacio a ese calcio que llamamos “otredad”. Sigue ese mismo poema:
Murmura; trae alegorías, rastros enterrados. No historias, una distancia, rotura dentro del nombre.
Y lo desconocido brilla: es pasión díscola.
Borra propone de esta forma una poética que es pura confrontación del individuo con su tiempo histórico, con el lenguaje, y que porta consigo inevitablemente uno de los “troyanos” clásicos y con más mordiente para quien elabora poemas: ¿Cómo escribir en contra del lenguaje pero con el lenguaje? Dejemos suspensa, siempre activa la pregunta; hay cuestiones en cuya irresolución se bate nuestra posibilidad de Ser…
En todo caso, nada más situado en el extremo opuesto del ensimismamiento letraherido que el trabajo de Arturo Borra: cuando un buen poeta se interroga con hondura y coherencia sobre las posibilidades de su única (y perversamente universal) herramienta, está pensando la Vida, está haciendo Mundo.
Tanto en Figuras de la asfixia, su anterior libro, como en Para trazar lo (im)posible los enunciados, cuanto dice el poeta, son función de existencia.
Si una taxonomía atraviesa estructurante todas estas páginas es la de la desigualdad y el arrasamiento al que somete sin tregua a cada ser humano una sociedad orgánicamente predadora; en consecuencia, el lector que se abisme en este poemario se investirá también de interrogantes y hallazgos de un solo uso sobre la diáspora a la que conduce esta hostilidad; también sobre la deseable y dignificante furia:
Crece dolor de mundo
rumiando en un subterráneo
donde se gesta lo que no tiene
nombre aún
/ crece esta furia
/ aquel llamado
a reventar tanto dique
y tomar lo que es de nadie
y aprender el júbilo otra vez
asomado desde el fondo de la noche.
Y sobre cómo se articula o se puede vehicular eficaz, es decir vitalmente, esa rabia comunal. En este sentido, podemos hablar de una verdadera inquisición en torno a la (in) acción, sobre todo en la primera parte, “Alegorías del viento”: En este “tiempo de afonía”, ¿qué y quién sobrevive al viento-mundo?:
Y si el viento arrasa lo que toca ¿qué
permanece?: ¿restos
de qué arena negra?
¿Qué queda cuando sopla
la rabia?
Rabia que también puede traer “Viento lúcido al fin” como se nos cuenta más adelante. Vaivenes de sentido; porosidad en las fuerzas y en la fe. Estamos ante una escritura que nos inserta en la temporalidad nunca lineal de una época convulsa y crítica, la nuestra, en la que habitar esa aridez implica también asumir la piel de la indeterminación, a veces, y de la contundencia en otras ocasiones, como nos impele el inevitable acontecimiento y, pensemos en Chantal Maillard, la herida que propaga, la sacudida que asegura: “¿Qué más da si llegarás/ sombra del acontecer (…)?”
No daña su conflictividad, las ausencias que porte o los golpes que propicie en su versión ciclónica: lo que mata es que no esté. El viento de la escritura más que narrar da voz a lo silenciado, propio y ajeno; alta-voz a las quiebras en la linealidad de la Historia oficial; abre espacio a ese calcio que llamamos “otredad”. Sigue ese mismo poema:
Murmura; trae alegorías, rastros enterrados. No historias, una distancia, rotura dentro del nombre.
Y lo desconocido brilla: es pasión díscola.
Borra propone de esta forma una poética que es pura confrontación del individuo con su tiempo histórico, con el lenguaje, y que porta consigo inevitablemente uno de los “troyanos” clásicos y con más mordiente para quien elabora poemas: ¿Cómo escribir en contra del lenguaje pero con el lenguaje? Dejemos suspensa, siempre activa la pregunta; hay cuestiones en cuya irresolución se bate nuestra posibilidad de Ser…
En todo caso, nada más situado en el extremo opuesto del ensimismamiento letraherido que el trabajo de Arturo Borra: cuando un buen poeta se interroga con hondura y coherencia sobre las posibilidades de su única (y perversamente universal) herramienta, está pensando la Vida, está haciendo Mundo.
Tanto en Figuras de la asfixia, su anterior libro, como en Para trazar lo (im)posible los enunciados, cuanto dice el poeta, son función de existencia.
Si una taxonomía atraviesa estructurante todas estas páginas es la de la desigualdad y el arrasamiento al que somete sin tregua a cada ser humano una sociedad orgánicamente predadora; en consecuencia, el lector que se abisme en este poemario se investirá también de interrogantes y hallazgos de un solo uso sobre la diáspora a la que conduce esta hostilidad; también sobre la deseable y dignificante furia:
Crece dolor de mundo
rumiando en un subterráneo
donde se gesta lo que no tiene
nombre aún
/ crece esta furia
/ aquel llamado
a reventar tanto dique
y tomar lo que es de nadie
y aprender el júbilo otra vez
asomado desde el fondo de la noche.
Y sobre cómo se articula o se puede vehicular eficaz, es decir vitalmente, esa rabia comunal. En este sentido, podemos hablar de una verdadera inquisición en torno a la (in) acción, sobre todo en la primera parte, “Alegorías del viento”: En este “tiempo de afonía”, ¿qué y quién sobrevive al viento-mundo?:
Y si el viento arrasa lo que toca ¿qué
permanece?: ¿restos
de qué arena negra?
¿Qué queda cuando sopla
la rabia?
Rabia que también puede traer “Viento lúcido al fin” como se nos cuenta más adelante. Vaivenes de sentido; porosidad en las fuerzas y en la fe. Estamos ante una escritura que nos inserta en la temporalidad nunca lineal de una época convulsa y crítica, la nuestra, en la que habitar esa aridez implica también asumir la piel de la indeterminación, a veces, y de la contundencia en otras ocasiones, como nos impele el inevitable acontecimiento y, pensemos en Chantal Maillard, la herida que propaga, la sacudida que asegura: “¿Qué más da si llegarás/ sombra del acontecer (…)?”
Un asiento para el yo colectivo
Quien no lo haya probado aún verá cómo el Decir de Arturo Borra es parco, contenido, sin gramo de grasa retórica y, sin embargo, su efecto es de una intensísima abundancia atmosférica e ideológica.
Quizá por ello el uso de una simbología muy esencializada –luego, tremendamente ambiciosa, porque asume el alto riesgo de la revitalización–: Viento y tempestad, rabia, herida, diáspora y errancia, desierto, intemperie…
Una mirada fundante y fundada en lo comunal que da cuerpo poético –el único práctico, el único posible– a las preguntas que ahora nos atraviesan la garganta: “Cómo quebrar este falsario / donde los dioses se amontonan?”; “¿Cómo sustraer este viaje al desfiladero?”; “¿Cómo se sigue (…)” o “¿Adónde aloja la tempestad?”.
Textos llenos de invocaciones hechas desde la plaza. Voz que, volitiva, afirma no querer salvamentos individuales sino asiento para ese yo colectivo, civil, en una nueva realidad, una tierra aún innominada:
No archipiélagos de dicha
en pleno derrumbe. Ni siquiera dulzura
arrebatada a la frontera:
continentes otros
que confundan las orillas
y nos reencuentren.
La Tierra de nadie de la segunda parte (tierra-mundo siempre, tierra-escritura de nuevo) sigue alojando todas las dudas pero también la Esperanza, la posibilidad de crear una salida:
¿Y si aceptáramos la noche como partida?
¿Qué nos impide caminar por ese suelo horadado, todavía sin nombre?
Internarse ahí, no como quien halla una morada, sino como quien atraviesa
un subsuelo para crear una salida. Desamarrado de sí mismo, el poema
es escritura de lo desconocido.
En efecto, Para trazar lo imposible es, entre otras muchas cosas, un reclamo y una advertencia constante sobre la necesidad de aceptar el envite a riesgo de la vida, de nuestra historia y, análogamente, una prevención también sobre la naturaleza refractaria del lenguaje poético ante cualquier codificación apriorística; a la vez paradójica y proteica promesa de precariedad pues “Toda soberanía se funda en un equívoco. La singularidad indefinible del poema se traza en la desaparición de las fronteras” de la misma manera que, como aquí se nos brinda a modo de hermosísima dignificación de la resistencia y la vulnerabilidad, “El porvenir se juega en quienes no aceptan vivir de rodillas. Aunque deban permanecer suspendidos en el aire”.
Quien no lo haya probado aún verá cómo el Decir de Arturo Borra es parco, contenido, sin gramo de grasa retórica y, sin embargo, su efecto es de una intensísima abundancia atmosférica e ideológica.
Quizá por ello el uso de una simbología muy esencializada –luego, tremendamente ambiciosa, porque asume el alto riesgo de la revitalización–: Viento y tempestad, rabia, herida, diáspora y errancia, desierto, intemperie…
Una mirada fundante y fundada en lo comunal que da cuerpo poético –el único práctico, el único posible– a las preguntas que ahora nos atraviesan la garganta: “Cómo quebrar este falsario / donde los dioses se amontonan?”; “¿Cómo sustraer este viaje al desfiladero?”; “¿Cómo se sigue (…)” o “¿Adónde aloja la tempestad?”.
Textos llenos de invocaciones hechas desde la plaza. Voz que, volitiva, afirma no querer salvamentos individuales sino asiento para ese yo colectivo, civil, en una nueva realidad, una tierra aún innominada:
No archipiélagos de dicha
en pleno derrumbe. Ni siquiera dulzura
arrebatada a la frontera:
continentes otros
que confundan las orillas
y nos reencuentren.
La Tierra de nadie de la segunda parte (tierra-mundo siempre, tierra-escritura de nuevo) sigue alojando todas las dudas pero también la Esperanza, la posibilidad de crear una salida:
¿Y si aceptáramos la noche como partida?
¿Qué nos impide caminar por ese suelo horadado, todavía sin nombre?
Internarse ahí, no como quien halla una morada, sino como quien atraviesa
un subsuelo para crear una salida. Desamarrado de sí mismo, el poema
es escritura de lo desconocido.
En efecto, Para trazar lo imposible es, entre otras muchas cosas, un reclamo y una advertencia constante sobre la necesidad de aceptar el envite a riesgo de la vida, de nuestra historia y, análogamente, una prevención también sobre la naturaleza refractaria del lenguaje poético ante cualquier codificación apriorística; a la vez paradójica y proteica promesa de precariedad pues “Toda soberanía se funda en un equívoco. La singularidad indefinible del poema se traza en la desaparición de las fronteras” de la misma manera que, como aquí se nos brinda a modo de hermosísima dignificación de la resistencia y la vulnerabilidad, “El porvenir se juega en quienes no aceptan vivir de rodillas. Aunque deban permanecer suspendidos en el aire”.