"Más que gestos –subvertir los caminos".
Arturo Borra
Tiempos de fractura. Arturo Borra (Argentina, 1972) siente ese pulso, testigo de una lesión diaria: “La luz del día hiere: avanza más lejos/ sin reparar/ en su ceniza”. Allí están los restos, muchas veces ignorados, no vistos por una ceguera ahogada en egoístas hegemonías.
Por tanto, esos restos son parte de un errado proyecto de humanidad. Una pesadilla que provoca mudez. Borra se desentiende de la atrofia y trata de luchar con las heridas (o curarlas con la palabra), desparramadas por un extenso lugar llamado pasado, presente y un futuro sin futuro.
Para Gottfried Benn, la tarea del poeta es no adaptarse a las condiciones sociales de su época; más bien tiene que representar un abismo bajo los soportes de la civilización, oponerse a todo discurso del consenso. Toda poesía es un abismo que desentraña fantasmas, sombras, momentos de una posible salvación… La palabra arrastra verdades que muerden. El poeta agregaría: “y ese silencio, sin euforia, sin pájaro”.
En todo tanto (Tigres de Papel, Madrid, 2016), se trazan las líneas del derrumbe, tema que ha preocupado al autor en otros libros como Para trazar lo (im)posible o Anotaciones en el margen. A la vez desmenuza el todo tanto, total de una existencia a la deriva.
No sólo son náufragos los que sucumben en el mar; muchos son víctimas de lo mismo en tierra, en su diario accionar, dentro de sus inmuebles. Ese todo tanto es definido en las tres partes del poemario, fallido, inadvertido y resquicios.
Borra se plantea etapas de un padecimiento global. Lo frágil se raspa con la escritura y no hay mesura cuando se exponen los modos de asfixia, llenas de preguntas sin responder: “Nadie sabe si hay espejos en el Sahara” / “¿Cómo volver a una costa inaugural, si solamente llegan desechos, agua negra, mar muerto?”
Arturo Borra
Tiempos de fractura. Arturo Borra (Argentina, 1972) siente ese pulso, testigo de una lesión diaria: “La luz del día hiere: avanza más lejos/ sin reparar/ en su ceniza”. Allí están los restos, muchas veces ignorados, no vistos por una ceguera ahogada en egoístas hegemonías.
Por tanto, esos restos son parte de un errado proyecto de humanidad. Una pesadilla que provoca mudez. Borra se desentiende de la atrofia y trata de luchar con las heridas (o curarlas con la palabra), desparramadas por un extenso lugar llamado pasado, presente y un futuro sin futuro.
Para Gottfried Benn, la tarea del poeta es no adaptarse a las condiciones sociales de su época; más bien tiene que representar un abismo bajo los soportes de la civilización, oponerse a todo discurso del consenso. Toda poesía es un abismo que desentraña fantasmas, sombras, momentos de una posible salvación… La palabra arrastra verdades que muerden. El poeta agregaría: “y ese silencio, sin euforia, sin pájaro”.
En todo tanto (Tigres de Papel, Madrid, 2016), se trazan las líneas del derrumbe, tema que ha preocupado al autor en otros libros como Para trazar lo (im)posible o Anotaciones en el margen. A la vez desmenuza el todo tanto, total de una existencia a la deriva.
No sólo son náufragos los que sucumben en el mar; muchos son víctimas de lo mismo en tierra, en su diario accionar, dentro de sus inmuebles. Ese todo tanto es definido en las tres partes del poemario, fallido, inadvertido y resquicios.
Borra se plantea etapas de un padecimiento global. Lo frágil se raspa con la escritura y no hay mesura cuando se exponen los modos de asfixia, llenas de preguntas sin responder: “Nadie sabe si hay espejos en el Sahara” / “¿Cómo volver a una costa inaugural, si solamente llegan desechos, agua negra, mar muerto?”
Abrir una ventana
Lo fallido (el error, la fuga, la oscuridad, la muerte) extiende un cordel a lo inadvertido (cómo llegar a definir lo incomprensible, lo imposible).
El recuerdo suma eslabones del derribo y se manifiesta una abertura para respirar, una oportunidad a no sucumbir en el perverso ahogo: “esperanza que nada espera hecha de ausencia a pesar del pan de la noche que sueña para despertar grillos que callan en la hora queda o un sonido de sirena encallada en la dulzura”.
El poeta Borra es un topo cavando por todos lados y define así su tarea: “Hacer madriguera: seguir cavando todos los túneles, sin concesiones a la superficie donde ya no somos”.
La literatura también es un resquicio como la memoria unida a esos instantes de niñez, donde se observa la hierba, los árboles y hay una persistencia en recurrir a su música, forma de resistir al desasosiego. La imagen del niño es un fragmento de esperanza, un vuelo a otra orilla, un lugar sin agonía.
Los poemas de este texto son empujados con fuerza a la inclemencia del pensamiento, prescindiendo muchas veces del punto y coma, como un largo soplo, sin pausas. Aparece también el aforismo, como si fueran cortes precisos, profundos: “Escribir para sostener nuestra soledad ante los otros”.
Abrir una ventana, ver la luz y oponerse al hundimiento absoluto, o como bien se refiere Laura Giordani a todo tanto: “La palabra poética anuncia ese mundo naciente desde un lugar parecido al balbuceo y la afonía, enuncia esos milagros improbables que se producen en la grieta de lo íntimo”.
Los límites, las vallas, el dolor, muchas cosas no se acaban. El sufrimiento no importa a la insensatez. El desquiciamiento suele estar de moda por largas temporadas. Queda la palabra como un posible refugio ante el desmoronamiento.
todo tanto es un golpe subterráneo que emerge como un chorro de agua frente a tanta sed. Desde un espacio de lo agrio se origina un diáfano sonido. Una guarida que viaja a grandes distancias en busca de lo radiante, lo que se mantiene firme. Un lenguaje que una. Un cuerpo con memoria. Poesía.
Lo fallido (el error, la fuga, la oscuridad, la muerte) extiende un cordel a lo inadvertido (cómo llegar a definir lo incomprensible, lo imposible).
El recuerdo suma eslabones del derribo y se manifiesta una abertura para respirar, una oportunidad a no sucumbir en el perverso ahogo: “esperanza que nada espera hecha de ausencia a pesar del pan de la noche que sueña para despertar grillos que callan en la hora queda o un sonido de sirena encallada en la dulzura”.
El poeta Borra es un topo cavando por todos lados y define así su tarea: “Hacer madriguera: seguir cavando todos los túneles, sin concesiones a la superficie donde ya no somos”.
La literatura también es un resquicio como la memoria unida a esos instantes de niñez, donde se observa la hierba, los árboles y hay una persistencia en recurrir a su música, forma de resistir al desasosiego. La imagen del niño es un fragmento de esperanza, un vuelo a otra orilla, un lugar sin agonía.
Los poemas de este texto son empujados con fuerza a la inclemencia del pensamiento, prescindiendo muchas veces del punto y coma, como un largo soplo, sin pausas. Aparece también el aforismo, como si fueran cortes precisos, profundos: “Escribir para sostener nuestra soledad ante los otros”.
Abrir una ventana, ver la luz y oponerse al hundimiento absoluto, o como bien se refiere Laura Giordani a todo tanto: “La palabra poética anuncia ese mundo naciente desde un lugar parecido al balbuceo y la afonía, enuncia esos milagros improbables que se producen en la grieta de lo íntimo”.
Los límites, las vallas, el dolor, muchas cosas no se acaban. El sufrimiento no importa a la insensatez. El desquiciamiento suele estar de moda por largas temporadas. Queda la palabra como un posible refugio ante el desmoronamiento.
todo tanto es un golpe subterráneo que emerge como un chorro de agua frente a tanta sed. Desde un espacio de lo agrio se origina un diáfano sonido. Una guarida que viaja a grandes distancias en busca de lo radiante, lo que se mantiene firme. Un lenguaje que una. Un cuerpo con memoria. Poesía.
Referencia bibliográfica:
Gottfried Benn. El yo moderno. Pre-textos. Valencia. 1999.
Gottfried Benn. El yo moderno. Pre-textos. Valencia. 1999.