Comienza el choque de civilizaciones anticipado por Huntington

Si el terrorismo se hace crónico en Arabia Saudita ya no habrá posibilidad de retroceso


La tesis apocalíptica de Huntington sobre el choque de civilizaciones puede estar en proceso de ejecución y sus “otros puntos” podrían validarse en el futuro próximo. El paradigma de Vietnam podría encontrar, a corto plazo, una réplica en el paradigma de Al Quaeda. La hipótesis sería que, tras un “ablandamiento” norteamericano infructuoso en Afganistán e Irak, el horror de la violencia terrorista se hace crónico en Arabia Saudita. Y con el conflicto político-religioso instalado en el corazón del Islam, tal como lo está en el corazón israelí de la cultura judeocristiana, ya no habría posibilidad de retroceso. Por José Rodríguez Elizondo.


José Rodríguez Elizondo
22/02/2004

Símbolos amenazados
La teología está desplazando a la geopolítica como instrumento para prever el desarrollo de los conflictos mundiales. Por eso, si el demonio tentador de Samuel Huntington le ofreciera la Secretaría de Estado de los Estados Unidos -como hizo el de Kissinger-, cometería fraude.

El demonio jefe sabe que el superpoderoso George W. Bush, a la inversa de Richard Nixon, no apreciaría la utilidad, para ese puesto, de un académico de Harvard.

Además, lo pondría en curso de colisión con los poderosos Dick Cheney y Donald Rumsfeld, vicepresidente y secretario de Defensa, respectivamente. Estos, por reflejo de autoprotección, jamás permitirían un estudioso con demasiada imaginación prospectiva en cargo tan estratégico.

Agreguemos que el test ya se hizo, y nada menos que con Kissinger. Alguien recordó a Bush (yo apostaría que fue su papá) que el veterano estratega aún existía y el Presidente lo designó para presidir una comisión investigadora sobre los errores de inteligencia norteamericanos previos al 11-S. Pero el astuto Henry se dio cuenta, al toque, que en el entorno presidencial él era un chancho en misa y renunció a la semana.

Reconocimiento alarmante

Gracias a esa discapacidad de su Mefistófeles particular, Huntington hoy se limita a verificar, desde su apacible mirador académico, el estado de situación de su tesis de la guerra de civilizaciones.

En Chile lo hizo el año pasado, en la Universidad de los Andes, ante un público de políticos, diplomáticos y académicos. Allí dijo que el rol creciente de la religión en los asuntos mundiales “ha validado algunos puntos de mi libro”.

A su juicio, ese nuevo rol se está viendo con claridad en países tan estratégicos como Turquía, Rusia, India, Irán e Israel, y hoy está en el centro de la política de los Estados Unidos.

Es un reconocimiento alarmante, pues el actor principal del proceso, por parte de Occidente, no es el príncipe de Mónaco ni los co-príncipes de Andorra. Es el líder de la máxima potencia militar de la Tierra quien, según Huntington, actúa impulsado por el conservadurismo evangélico que asumiera a mediados de los años 80.

Dos certezas

Por lo visto, aquel fundamentalismo cristiano habría provisto a Bush de dos certezas invulnerables: el maniqueísmo y el mesianismo. La primera le permitió reconocer el Bien absoluto, en lucha contra el “eje del Mal” y engranajes subsidiarios, a partir del 11-S.

La segunda lo habilitó para alzarse como adalid de la “justicia infinita” contra los infieles. Ambas certezas, combinadas, le permitieron reclutar a Dios como aval de su guerra antiterrorista y proclamarlo en su discurso al Congreso del 20 de septiembre del 2001: “sabemos que Dios no permanece neutral en este conflicto”.

Es la otra cara de ese fundamentalismo ayatólico que anatemiza a los Estados Unidos como “el gran Satán”. Es la misma confianza en la complicidad divina que tuvieron otros fundamentalistas de Occidente, desde la época de las cruzadas. Esos que, durante la Guerra Fría, cuando el mundo se equilibraba en la cuerda floja del terror nuclear, subestimaban la eventual hecatombe.

En América Latina el más influyente, por su base-país, fue el brasileño Plinio Corrrea de Oliveira, para quien una guerra anticomunista habría sido un acto de fidelidad mística. Al efecto convocaba a no razonar como esos ateos “que ponderan los pro y los contra como si Dios no existiese”.

Atención desviada

Pero, si es cierto que la religión vuelve a ser un tema central de la identidad nacional norteamericana y de su política exterior, el concepto bushiano de “guerra antiterrorista” sería inexacto.

En rigor, aparece como una consigna político-administrativa, que desvía la atención de la realidad. Por ello, Huntington afirma que los países musulmanes no se equivocan cuando dicen que es “una guerra contra el Islam”.

A mayor abundamiento, los servicios secretos norteamericanos están actuando en esa línea. De otra manera no se explica que impidieran, por “razones de seguridad”, que Mohammed Pharaon, camarero musulmán y ciudadano estadounidense, sirviera una mesa en la que se encontraba el Presidente de Estados Unidos.

Lo peor es que las guerras religiosas no se ganan con estadísticas favorables ni con informes políticos coyunturalmente optimistas, como los que suele presentar Colin Powell.

Paradigma de Vietnam

Hay en ellas una constante que las asemeja a las guerras de guerrillas: igual que los guerrilleros, los fundamentalistas ganan cuando no pierden y los gobiernos pierden cuando no ganan.

En este sentido, el paradigma de Vietnam podría encontrar, en el corto plazo, una réplica en el paradigma de Al Quaeda. La hipótesis sería que, tras un “ablandamiento” norteamericano infructuoso en Afganistán e Irak, el horror de la violencia terrorista se hace crónico en Arabia Saudita.

Con el conflicto político-religioso instalado en el corazón del Islam, tal como lo está en el corazón israelí de la cultura judeocristiana, ya no habría posibilidad de retroceso.

De este modo y para buenos entendedores, la tesis apocalíptica de Huntington estaría en proceso de ejecución y sus “otros puntos” podrían validarse en el futuro próximo. Ante ello los analistas -inclusive los agnósticos de baja intensidad, como este servidor- tenemos que confiar en otros mensajeros celestiales.

Si las opciones más apremiantes son la guerra de Bush o la guerra de Bin Laden, yo me quedo con la paz de Juan Pablo II, para quien es un crimen llamar a la guerra en el nombre de Dios.





José Rodríguez Elizondo es Profesor de Relaciones Internacionales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile y miembro del Consejo Editorial de Tendencias Científicas. Autor del libro “El Papa y sus hermanos judíos”, publicado por la Editorial Andrés Bello de Chile. Ha sido distinguido con el Premio Rey de España de Periodismo (1984), con el Diploma de Honor de la Municipalidad de Lima (1985), con el Premio América del Ateneo de Madrid (1990) y con el Premio Internacional de la Paz del Ayuntamiento de Zaragoza (1991). Este artículo fue publicado originalmente en la revista La Nación Domingo y se reproduce con autorización del autor.



José Rodríguez Elizondo
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