Hay un temblor que quizás sea el hiperónimo de todas las emociones y ocurre especialmente en la espera. Hay una ráfaga que incluye por lo menos dolor y también lo que acontece. Son aparentemente dos espacios opuestos, dos mitades simétricas en un libro, separadas por un medianil. Todo se rompe en el medianil, todo se rompe ahí y en esa debacle del mundo el yo enunciador es un ojo extraviado, una mirada confusa, dislocada, resignada observando cómo todo se cae.
Es difícil sostenerse en ese vacío, el puro medianil. Desde ese lugar, la dualidad temblor-ráfaga ya no es posible, parece más bien un falso mapa, dos planos de un mismo edificio superpuestos, impidiéndose, confundiendo: a veces hay ráfaga en el Sur del temblor como a veces hay temblor en el Norte de la ráfaga.
Aquí entra en juego el lenguaje, la elocuencia de la sintaxis que se pone a significar cuando el sentido se escabulle. Aparecen entonces los juegos de contradicciones (entrar en el mundo / saliendo del mundo), los efectos bucle que remiten a la sensación de sin salida (el temblor se palpa tras palpar la ráfaga que hay detrás de la palabra ‘temblor’.), la intensificación del efecto bucle (hojas que acarician otras hojas que acarician otras hojas que acarician otras hojas hojas hojas hojas que acarician otras hojas), las enumeraciones caóticas (la tinta la huella el dátil) y, de la misma manera que la ráfaga es temblor y el temblor es ráfaga, así A veces tu nombre en la punta de la lengua me quema la lengua en la punta de tu nombre.
Deseo y realidad, presente y pasado, raíz y fruto intercambian los términos y el medianil se vuelve inhabitable. Pero el medianil, la frontera no rompe, la frontera no rompe porque no es un lugar. ¿Dónde estamos entonces?
El banco del relato íntimo
Creo que El temblor y la ráfaga es uno de los libros más personales de Nuria Ruiz de Viñaspre (La Rioja, 1969). Es imposible no ver la conciencia asomando. Hay un yo muy presente que no dice yo. Pero el yo de este libro existe en cuanto que existen todos los yoes del yo y en relación con lo otro del otro, de la otra, del mundo. El yo es entonces un nudo en una malla y la malla lo atrapa y lo libera, le da sentido.
Imaginemos que alguien hace música en la plaza. Algo se deja tocar, sonar, quiero decir. Algo hiere. Algo se deja herir y la herida es su suerte, su ráfaga, su temblor ascendiendo. Se habla de la herida como impulso, del dolor y la emoción como acontecimientos y por lo tanto como algo consistente y vivificante igual que todo lo que golpea.
Pero ¿quién o qué cosa golpea? Había una vez una piedra y al aprehenderla se deshacía hacia atrás en el tiempo y era arena. Y había dolor o música o ansiedad o llanto y eso tenía contornos y pesaba. Habla este libro del león que apunta derecho al objetivo igual que el deseo apunta al poema. Se escribe, también aquí, para apresar la caza. Se escribe en la tensión.
En la plaza con bancos del yo transitado por el otro, la otra, los otros, hay un tiempo de lo ya vivido que es presente y un tiempo de lo que viene que también es presente. Por allí se va al banco del relato íntimo -casi ni se oye. Por ese otro lado se accede al banco de los castigos, el de pensar. Está en un laberinto.
Por momentos, como en los sueños, la imaginación lectora transforma el lugar y los bancos son ahora barcos, barquitas varadas al pie de un acantilado, bien batidas. Se van a quebrar todas ellas, todos los yoes, todos los otros, parece. O se van a ir, océanos alante, la mar de desorientadas, perdiditas.
Lo que emociona, lo que toca el oído, lo que anda por allá dentro, los que andan por allá adentro, el sonido, las voces, el poema que se aparece. Y siempre las dualidades, que se afirman, se niegan, se sustituyen dejando en medio una convulsión, una conciencia en crisis, el medianil. Bonita palabra esta que Nuria Ruiz de Viñaspre fue a buscar al diccionario de las palabras pobres. Estaría bien un diccionario de palabras pobres. O una gramática para aprender a hacer frases pequeñas, que no cantaran.
Es difícil sostenerse en ese vacío, el puro medianil. Desde ese lugar, la dualidad temblor-ráfaga ya no es posible, parece más bien un falso mapa, dos planos de un mismo edificio superpuestos, impidiéndose, confundiendo: a veces hay ráfaga en el Sur del temblor como a veces hay temblor en el Norte de la ráfaga.
Aquí entra en juego el lenguaje, la elocuencia de la sintaxis que se pone a significar cuando el sentido se escabulle. Aparecen entonces los juegos de contradicciones (entrar en el mundo / saliendo del mundo), los efectos bucle que remiten a la sensación de sin salida (el temblor se palpa tras palpar la ráfaga que hay detrás de la palabra ‘temblor’.), la intensificación del efecto bucle (hojas que acarician otras hojas que acarician otras hojas que acarician otras hojas hojas hojas hojas que acarician otras hojas), las enumeraciones caóticas (la tinta la huella el dátil) y, de la misma manera que la ráfaga es temblor y el temblor es ráfaga, así A veces tu nombre en la punta de la lengua me quema la lengua en la punta de tu nombre.
Deseo y realidad, presente y pasado, raíz y fruto intercambian los términos y el medianil se vuelve inhabitable. Pero el medianil, la frontera no rompe, la frontera no rompe porque no es un lugar. ¿Dónde estamos entonces?
El banco del relato íntimo
Creo que El temblor y la ráfaga es uno de los libros más personales de Nuria Ruiz de Viñaspre (La Rioja, 1969). Es imposible no ver la conciencia asomando. Hay un yo muy presente que no dice yo. Pero el yo de este libro existe en cuanto que existen todos los yoes del yo y en relación con lo otro del otro, de la otra, del mundo. El yo es entonces un nudo en una malla y la malla lo atrapa y lo libera, le da sentido.
Imaginemos que alguien hace música en la plaza. Algo se deja tocar, sonar, quiero decir. Algo hiere. Algo se deja herir y la herida es su suerte, su ráfaga, su temblor ascendiendo. Se habla de la herida como impulso, del dolor y la emoción como acontecimientos y por lo tanto como algo consistente y vivificante igual que todo lo que golpea.
Pero ¿quién o qué cosa golpea? Había una vez una piedra y al aprehenderla se deshacía hacia atrás en el tiempo y era arena. Y había dolor o música o ansiedad o llanto y eso tenía contornos y pesaba. Habla este libro del león que apunta derecho al objetivo igual que el deseo apunta al poema. Se escribe, también aquí, para apresar la caza. Se escribe en la tensión.
En la plaza con bancos del yo transitado por el otro, la otra, los otros, hay un tiempo de lo ya vivido que es presente y un tiempo de lo que viene que también es presente. Por allí se va al banco del relato íntimo -casi ni se oye. Por ese otro lado se accede al banco de los castigos, el de pensar. Está en un laberinto.
Por momentos, como en los sueños, la imaginación lectora transforma el lugar y los bancos son ahora barcos, barquitas varadas al pie de un acantilado, bien batidas. Se van a quebrar todas ellas, todos los yoes, todos los otros, parece. O se van a ir, océanos alante, la mar de desorientadas, perdiditas.
Lo que emociona, lo que toca el oído, lo que anda por allá dentro, los que andan por allá adentro, el sonido, las voces, el poema que se aparece. Y siempre las dualidades, que se afirman, se niegan, se sustituyen dejando en medio una convulsión, una conciencia en crisis, el medianil. Bonita palabra esta que Nuria Ruiz de Viñaspre fue a buscar al diccionario de las palabras pobres. Estaría bien un diccionario de palabras pobres. O una gramática para aprender a hacer frases pequeñas, que no cantaran.
Debajo de las palabras
A lo mejor, lo más íntimo de El temblor y la ráfaga sea esa montonera de vida que no se lee porque no está ni en las palabras sino debajo. Sube, como un vapor.
Una olla hirviendo.
La olla hirviendo acerca este libro a una rara manera de romanticismo destemporalizado que no es tal, pues lo contradice una retórica extrañamente barroca que tampoco es barroca. No hay cajitas que valgan.
A veces el lector, la lectora, sentada a su lado en el banco de los castigos, descubre esa tendencia a instalarse en lugares que rápido sacan la bandera de peligro. Es una región cercana a la de los temores, temblores, ráfagas, entusiasmos, angustias, indecisiones y sobre todo dudas, la duda más bien, como un TODO, una amenaza. ¿Es eso una bandera o es un trapo? Todo va y viene como un gif imparable en el marco de una realidad que esquiva respuestas e impone modelos inservibles.
Ese sujeto inestable que sólo afirma dudas, que se afirma en la duda, pertenece a un espacio y a un tiempo que nos atañe, el nuestro, un mundo que tal vez sea el más confuso de los mundos posibles. También el más instigador, por violento, el más provocador para el DESEO, para el león, para las leonas.
Si no hay grandes verdades tampoco parece que encajen las grandes palabras, las grandes y performativas palabras con las que un extraño Poder, unos Poderes bien concretos nos pretenden mantener a raya. La palabra nunca, la palabra siempre, la palabra verdad, la palabra eterno.
Hay reflexión explícita sobre palabras como NUNCA o SIEMPRE, infunden un miedo atronador. Pero Ruiz de Viñaspre opta por las palabras pequeñas. Hasta los poemas en este libro pueden ser mínimos. Otra cosa es la hondura y cómo se consigue.
Juego lingüístico
Ruiz de Viñaspre juega, eso sí, su escritura es un continuo juego lingüístico como si en ello encontrara un cierto orden y una cierta calma. Pero lo hace, juega, como para que no parezca importante lo que dice, no quiere hacer pedagogía. Juega entonces engañosamente, con una cierta apariencia falsa de falta de retórica, a pesar de lo borroso a veces.
La fonética, los sonidos asociándose, derivándose, oponiéndose y contradiciéndose igual que los sentidos. El juego le sirve para ahondar o para abrir significado. Lo utiliza como sin querer, como sin esfuerzo, de la manera más natural. Sin embargo, en contra de esa cierta posibilidad de banalización y distracción que siempre puede amenazar a estas técnicas, en Nuria el juego es profundo, duele y tiene sentidos: uno de ellos se relaciona con esa posición ante la Palabra y ante las PALABRAS y su poder.
También las palabras caen, se niegan, no existen, se contradicen, no dejan espacio entre una y la otra. El caso es que así, cayendo, empequeñeciéndose, jugando, quitándose importancia, adquieren otra clase de poder, el de alentarnos, el de salvarnos del tedio, del tedio también lector, del cansancio de las formas. Del cansancio, vaya.
Un poema de El temblor y la ráfaga
recogeré hojas para ti
hojas de generaciones pasadas que serán nuestro presente
y mientras te digo esto
un avión grita sobre la casa
y lanza un fardo de pájaros sobre una tierra sin hojas
A lo mejor, lo más íntimo de El temblor y la ráfaga sea esa montonera de vida que no se lee porque no está ni en las palabras sino debajo. Sube, como un vapor.
Una olla hirviendo.
La olla hirviendo acerca este libro a una rara manera de romanticismo destemporalizado que no es tal, pues lo contradice una retórica extrañamente barroca que tampoco es barroca. No hay cajitas que valgan.
A veces el lector, la lectora, sentada a su lado en el banco de los castigos, descubre esa tendencia a instalarse en lugares que rápido sacan la bandera de peligro. Es una región cercana a la de los temores, temblores, ráfagas, entusiasmos, angustias, indecisiones y sobre todo dudas, la duda más bien, como un TODO, una amenaza. ¿Es eso una bandera o es un trapo? Todo va y viene como un gif imparable en el marco de una realidad que esquiva respuestas e impone modelos inservibles.
Ese sujeto inestable que sólo afirma dudas, que se afirma en la duda, pertenece a un espacio y a un tiempo que nos atañe, el nuestro, un mundo que tal vez sea el más confuso de los mundos posibles. También el más instigador, por violento, el más provocador para el DESEO, para el león, para las leonas.
Si no hay grandes verdades tampoco parece que encajen las grandes palabras, las grandes y performativas palabras con las que un extraño Poder, unos Poderes bien concretos nos pretenden mantener a raya. La palabra nunca, la palabra siempre, la palabra verdad, la palabra eterno.
Hay reflexión explícita sobre palabras como NUNCA o SIEMPRE, infunden un miedo atronador. Pero Ruiz de Viñaspre opta por las palabras pequeñas. Hasta los poemas en este libro pueden ser mínimos. Otra cosa es la hondura y cómo se consigue.
Juego lingüístico
Ruiz de Viñaspre juega, eso sí, su escritura es un continuo juego lingüístico como si en ello encontrara un cierto orden y una cierta calma. Pero lo hace, juega, como para que no parezca importante lo que dice, no quiere hacer pedagogía. Juega entonces engañosamente, con una cierta apariencia falsa de falta de retórica, a pesar de lo borroso a veces.
La fonética, los sonidos asociándose, derivándose, oponiéndose y contradiciéndose igual que los sentidos. El juego le sirve para ahondar o para abrir significado. Lo utiliza como sin querer, como sin esfuerzo, de la manera más natural. Sin embargo, en contra de esa cierta posibilidad de banalización y distracción que siempre puede amenazar a estas técnicas, en Nuria el juego es profundo, duele y tiene sentidos: uno de ellos se relaciona con esa posición ante la Palabra y ante las PALABRAS y su poder.
También las palabras caen, se niegan, no existen, se contradicen, no dejan espacio entre una y la otra. El caso es que así, cayendo, empequeñeciéndose, jugando, quitándose importancia, adquieren otra clase de poder, el de alentarnos, el de salvarnos del tedio, del tedio también lector, del cansancio de las formas. Del cansancio, vaya.
Un poema de El temblor y la ráfaga
recogeré hojas para ti
hojas de generaciones pasadas que serán nuestro presente
y mientras te digo esto
un avión grita sobre la casa
y lanza un fardo de pájaros sobre una tierra sin hojas