Viene el cuerpo a desembocar en la ciudad, sale al encuentro de su propio delta, donde el agua dulce que fue algún día se reencuentra con el agua salada de donde partió. Fluye el cuerpo arrastrando sobre su superficie a la mujer, a la poeta, a la mujer consciente, a la poeta, a la mujer inevitable, a la poeta.
Es mentira que elijamos escribir: nosotros somos la elección de la escritura, nos coloniza, nos invade, nos habita, nos embauca, nos hace creer que decidimos. Pero sólo decidimos -abriendo las maletas, los armarios- aquello que quisiéramos conservar de las palabras entregadas, de la manera como las palabras toman nuestras contradicciones y las amasan para formar vasijas innumerables capaces de contener nuestro dolor, nuestros minúsculos momentos de dicha, de inconsciencia, nuestra posibilidad de reiterar los mismos hábitos, las mismas carencias, la misma intención de altura.
Queremos pensar que ella, la poesía, esta poesía cotidiana y nuestra, es nuestro lenguaje, la clave en que entendemos el mundo, aunque quizás esta creencia sólo sea un artefacto retórico tras el que emboscar nuestra esencia invertebrada, la vulnerabilidad de quien recurre a una mínima parte del universo existente como casa del ser, perímetro en el que guarecer el fotofóbico corazón de un mundo que es completa concreción de las afueras.
Conociendo la considerable obra previa de Mª Cinta Montagut (Madrid, 1946), es inexcusable dejarnos llevar por la tentación de “encontrar el cabo” que vincule este poema articulado con sus anteriores publicaciones, porque aquí está Cenizas (Ediciones La Palma, Colección Eme, 2015), dando continuidad a la voz insoslayable de su autora, ofreciendo una etapa más en esta carrera de fondo que es su paciente y bien desarrollada actividad de poeta en vigilia.
Insistiendo en la desnudez con que presenta los textos, ahora se evita no ya el título, sino también la numeración de poemas, o de las tres partes -que yo identifico con la palabra, el tiempo y la ciudad- en que el poemario discurre como una sostenida reflexión sobre la pérdida, la conclusión, la inevitabilidad del peso del cielo sobre la mirada; tres partes sólo separadas por las citas que sirven de umbral a cada una de ellas.
Nuevamente reconocemos a Mª Cinta en una pulsión poética articulada mediante breves composiciones que destilan una seda única, un único y maduro reflexionar que reitera y profundiza en cuanto ha venido siendo su fundamento desde el comienzo. Palabras directas talladas a cincel, sin refugio ni sombra, sin anestesia. Conceptos claros, escuetos, sin huida posible. Pesa la experiencia, la biografía, el reiterado propósito de decir para hacerse escuchar y también para escuchar la propia voz confortada por las voces lectoras.
La poeta es mientras pronuncia. La mujer es mientras la poeta pronuncia. La persona es mientras la mujer asume como propio lo que la poeta pronuncia. Leyéndola, parecemos escuchar al sujeto poético decir: Construyamos el perímetro de la casa, dentro podremos sufrir o gozar; determinemos las lindes del tiempo, sus crepúsculos que delimitan el curso de los días: en su interior intentaremos buscar o añorar, proponer, lamentar, reconstruirnos.
Será nuestro hábitat, minúsculo, doloroso, configurado en cierta medida por ausencias, por disoluciones: pero será nuestro; un territorio propio desde el que establecer nuestra voz como coartada de la existencia. Vivimos. Vivimos, pues escribimos, pues estamos permitiendo que las palabras elijan esa parte de nuestro yo que ambos –ellas y nosotros- consideramos trascendente. ¿Qué importa el mañana, si todo es volátil, si nada definitivo –más allá de vivir- nos ocurre, si lo más sustancial o evocador de nuestro mundo, del mundo, puede desplegarse sobre “una mesa de mármol donde comer los sábados”?
Es mentira que elijamos escribir: nosotros somos la elección de la escritura, nos coloniza, nos invade, nos habita, nos embauca, nos hace creer que decidimos. Pero sólo decidimos -abriendo las maletas, los armarios- aquello que quisiéramos conservar de las palabras entregadas, de la manera como las palabras toman nuestras contradicciones y las amasan para formar vasijas innumerables capaces de contener nuestro dolor, nuestros minúsculos momentos de dicha, de inconsciencia, nuestra posibilidad de reiterar los mismos hábitos, las mismas carencias, la misma intención de altura.
Queremos pensar que ella, la poesía, esta poesía cotidiana y nuestra, es nuestro lenguaje, la clave en que entendemos el mundo, aunque quizás esta creencia sólo sea un artefacto retórico tras el que emboscar nuestra esencia invertebrada, la vulnerabilidad de quien recurre a una mínima parte del universo existente como casa del ser, perímetro en el que guarecer el fotofóbico corazón de un mundo que es completa concreción de las afueras.
Conociendo la considerable obra previa de Mª Cinta Montagut (Madrid, 1946), es inexcusable dejarnos llevar por la tentación de “encontrar el cabo” que vincule este poema articulado con sus anteriores publicaciones, porque aquí está Cenizas (Ediciones La Palma, Colección Eme, 2015), dando continuidad a la voz insoslayable de su autora, ofreciendo una etapa más en esta carrera de fondo que es su paciente y bien desarrollada actividad de poeta en vigilia.
Insistiendo en la desnudez con que presenta los textos, ahora se evita no ya el título, sino también la numeración de poemas, o de las tres partes -que yo identifico con la palabra, el tiempo y la ciudad- en que el poemario discurre como una sostenida reflexión sobre la pérdida, la conclusión, la inevitabilidad del peso del cielo sobre la mirada; tres partes sólo separadas por las citas que sirven de umbral a cada una de ellas.
Nuevamente reconocemos a Mª Cinta en una pulsión poética articulada mediante breves composiciones que destilan una seda única, un único y maduro reflexionar que reitera y profundiza en cuanto ha venido siendo su fundamento desde el comienzo. Palabras directas talladas a cincel, sin refugio ni sombra, sin anestesia. Conceptos claros, escuetos, sin huida posible. Pesa la experiencia, la biografía, el reiterado propósito de decir para hacerse escuchar y también para escuchar la propia voz confortada por las voces lectoras.
La poeta es mientras pronuncia. La mujer es mientras la poeta pronuncia. La persona es mientras la mujer asume como propio lo que la poeta pronuncia. Leyéndola, parecemos escuchar al sujeto poético decir: Construyamos el perímetro de la casa, dentro podremos sufrir o gozar; determinemos las lindes del tiempo, sus crepúsculos que delimitan el curso de los días: en su interior intentaremos buscar o añorar, proponer, lamentar, reconstruirnos.
Será nuestro hábitat, minúsculo, doloroso, configurado en cierta medida por ausencias, por disoluciones: pero será nuestro; un territorio propio desde el que establecer nuestra voz como coartada de la existencia. Vivimos. Vivimos, pues escribimos, pues estamos permitiendo que las palabras elijan esa parte de nuestro yo que ambos –ellas y nosotros- consideramos trascendente. ¿Qué importa el mañana, si todo es volátil, si nada definitivo –más allá de vivir- nos ocurre, si lo más sustancial o evocador de nuestro mundo, del mundo, puede desplegarse sobre “una mesa de mármol donde comer los sábados”?
Escribir para evitar la huida
Sus dos dimensiones familiares y cercanas, ya presentes en anteriores libros, se hallan concentradas en un perímetro inmediato: el transcurso del día, y la casa, unidades de percepción mínimas, confortables. Tiempo y espacio: “Me gusta contemplar / cómo la luz transcurre cada día / por las paredes limpias de la casa.”
“Escribir otra vez para evitar la huida”. La palabra es el ancla, la justificación. Es la tarea, el oficio de la autora. ¿Cómo abandonar el trabajo a medio hacer? Sí, escríbelo, dilo en voz alta, créetelo. La carencia de respuestas mantiene viva la pequeña llama en la que se irán consumiendo las etapas de la vida que devendrán en ceniza. No hay ceniza si no ha habido fuego y algo capaz de arder, de ser consumido, sublimado, devuelto al origen, establecido en la cadena de un ciclo imparable que nos sobrepasa.
La palabra, las palabras: su noche oscura, su sombra; perdidas por el uso y nuevamente halladas; palabras que sustentan el mundo, renacidas, “decir amor como decir silencio”, “decir silencio como decir olvido”. Las cenizas son vestigio de que hubo un punto cálido en torno al que conformar la vida, la pequeña aventura de llenar de sentido cada día, como si fuera el único, llevándolo de la mano hasta la frontera de la noche: no otra cosa que preámbulo de un nuevo ámbito para la luz, el diálogo, el intercambio, la ternura. Escribir en la ceremonia de rescatar lo inmutable de la propia existencia.
Creemos percibir otras palabras –y sentimientos, deseos y olvidos- veladas entre las palabras evidentes. Se ama con el fuego, y también con la ceniza. Porque quizás vivir sea trascender las cenizas de todo lo logrado como si fueran la oblea de la consumación. Serán ceniza mas tendrán sentido. Duele vivir marcando el territorio de la pérdida.
Confiamos en la noche, pero no siempre la noche nos conforta, es capaz de alejarnos del “cuchillo del día”, la noche, donde habitan los nombres que nos dieron razón y coartada. Cuando la noche es incierta, sólo la intemperie es capaz de disolver los límites difusos de un yo doliente. Hay que salir a la ciudad con su cielo de plomo, con los mástiles agudos en sus azoteas; la ciudad como océano que facilite el camino, la navegación dejando atrás el puerto del hábitat concreto y limitado.
Todo poemario es reafirmación de la propia existencia. A veces, leernos nos salva, vernos escritos nos salva. A veces sólo podemos alejarnos de nosotros mediante la escritura, contemplándonos en ella como en un espejo que nos devuelve la imagen de alguien parecido a nosotros. No en vano en los espejos –también en la escritura- nos observamos de manera inversa a como los demás lo hacen, lo que percibimos como lado derecho es nuestro lado izquierdo, aunque ninguna de las dos miradas sea garantía de acertar con el lugar del corazón.
La poesía nos da distancia, pero también cercanía si nos vuelve a introducir en todo lo previamente escrito y publicado. Mª Cinta Montagut avanza en su travesía: reflexiona sobre la memoria, sobre las palabras, sobre el paso del tiempo, sobre el quebranto.
Al final, lo más propio de nosotros es el fondo descosido del zurrón; somos la humedad del mimbre de la cesta que dejó escapar el mar. Sobre este cuerpo de su poesía aparece apenas insinuado, como de soslayo, el envés de uno de los símbolos de su creatividad, de su anhelo de consecución de los propósitos permanentes e irrenunciables: el pájaro, que duerme, que desaparece de la ventana, que es lugar donde latió la vida, a quien nadie vendrá a abrir la jaula. Ese pájaro que resurge de sus cenizas, consciente de la nueva andadura, porque cada vez que amanece vuelve a instaurarse la posibilidad de un mundo nuevo.
Completa y compleja metáfora de la vida, que fructifica en esa imagen que resume amor y dolor, compromiso y persistencia, cuando Mª Cinta Montagut, como si habitara en el temblor de un haiku, escribe: “como un pájaro solo / el beso deposita su peso /en una herida.” ¿Qué más decir? El libro se presenta hoy, día 17 de septiembre de 2015, en Madrid.
Sus dos dimensiones familiares y cercanas, ya presentes en anteriores libros, se hallan concentradas en un perímetro inmediato: el transcurso del día, y la casa, unidades de percepción mínimas, confortables. Tiempo y espacio: “Me gusta contemplar / cómo la luz transcurre cada día / por las paredes limpias de la casa.”
“Escribir otra vez para evitar la huida”. La palabra es el ancla, la justificación. Es la tarea, el oficio de la autora. ¿Cómo abandonar el trabajo a medio hacer? Sí, escríbelo, dilo en voz alta, créetelo. La carencia de respuestas mantiene viva la pequeña llama en la que se irán consumiendo las etapas de la vida que devendrán en ceniza. No hay ceniza si no ha habido fuego y algo capaz de arder, de ser consumido, sublimado, devuelto al origen, establecido en la cadena de un ciclo imparable que nos sobrepasa.
La palabra, las palabras: su noche oscura, su sombra; perdidas por el uso y nuevamente halladas; palabras que sustentan el mundo, renacidas, “decir amor como decir silencio”, “decir silencio como decir olvido”. Las cenizas son vestigio de que hubo un punto cálido en torno al que conformar la vida, la pequeña aventura de llenar de sentido cada día, como si fuera el único, llevándolo de la mano hasta la frontera de la noche: no otra cosa que preámbulo de un nuevo ámbito para la luz, el diálogo, el intercambio, la ternura. Escribir en la ceremonia de rescatar lo inmutable de la propia existencia.
Creemos percibir otras palabras –y sentimientos, deseos y olvidos- veladas entre las palabras evidentes. Se ama con el fuego, y también con la ceniza. Porque quizás vivir sea trascender las cenizas de todo lo logrado como si fueran la oblea de la consumación. Serán ceniza mas tendrán sentido. Duele vivir marcando el territorio de la pérdida.
Confiamos en la noche, pero no siempre la noche nos conforta, es capaz de alejarnos del “cuchillo del día”, la noche, donde habitan los nombres que nos dieron razón y coartada. Cuando la noche es incierta, sólo la intemperie es capaz de disolver los límites difusos de un yo doliente. Hay que salir a la ciudad con su cielo de plomo, con los mástiles agudos en sus azoteas; la ciudad como océano que facilite el camino, la navegación dejando atrás el puerto del hábitat concreto y limitado.
Todo poemario es reafirmación de la propia existencia. A veces, leernos nos salva, vernos escritos nos salva. A veces sólo podemos alejarnos de nosotros mediante la escritura, contemplándonos en ella como en un espejo que nos devuelve la imagen de alguien parecido a nosotros. No en vano en los espejos –también en la escritura- nos observamos de manera inversa a como los demás lo hacen, lo que percibimos como lado derecho es nuestro lado izquierdo, aunque ninguna de las dos miradas sea garantía de acertar con el lugar del corazón.
La poesía nos da distancia, pero también cercanía si nos vuelve a introducir en todo lo previamente escrito y publicado. Mª Cinta Montagut avanza en su travesía: reflexiona sobre la memoria, sobre las palabras, sobre el paso del tiempo, sobre el quebranto.
Al final, lo más propio de nosotros es el fondo descosido del zurrón; somos la humedad del mimbre de la cesta que dejó escapar el mar. Sobre este cuerpo de su poesía aparece apenas insinuado, como de soslayo, el envés de uno de los símbolos de su creatividad, de su anhelo de consecución de los propósitos permanentes e irrenunciables: el pájaro, que duerme, que desaparece de la ventana, que es lugar donde latió la vida, a quien nadie vendrá a abrir la jaula. Ese pájaro que resurge de sus cenizas, consciente de la nueva andadura, porque cada vez que amanece vuelve a instaurarse la posibilidad de un mundo nuevo.
Completa y compleja metáfora de la vida, que fructifica en esa imagen que resume amor y dolor, compromiso y persistencia, cuando Mª Cinta Montagut, como si habitara en el temblor de un haiku, escribe: “como un pájaro solo / el beso deposita su peso /en una herida.” ¿Qué más decir? El libro se presenta hoy, día 17 de septiembre de 2015, en Madrid.