El pasado domingo por la noche, en el programa de televisión Salvados, de La Sexta, se dio uno de esos momentos en el que más sentido cobra el papel a jugar por un medio de comunicación -tal y como su nombre indica- en la sociedad de este tiempo: dar oportunidad a mostrar modelos para vivir que propicien el descubrimiento de la diversidad, el respeto al otro con el que nos relacionamos, la escucha paciente de las otras perspectivas sobre la realidad común, el sincero deseo de encontrar espacios comunes donde convivir vinculando todas las problemáticas, tratando de consensuar las medidas a adoptar para resolver los conflictos, construyendo diálogo sin imponer previamente las condiciones.
Los invitados a escena fueron el expresidente del Gobierno español Felipe González y el presidente actual de la Generalidad de Cataluña Artur Mas. El tema: Cataluña independiente, sí o no.
En ese diálogo que establecieron ambos personajes, desde la dignidad, se pusieron de manifiesto dos posiciones divergentes ante la opción de un referéndum que permita, a la población catalana, expresar su posición frente a la opción de la autodeterminación. El presidente de la Generalitat parecía representar el factor que moviliza o que quiere provocar un nuevo escenario, donde espera que se resuelvan todos los problemas que su comunidad autónoma enfrenta, argumentando que tienen su origen en la pertenencia al Estado español. Por su parte, el expresidente González, unos de los protagonistas de la institucionalización peculiar de la democracia española, recurría, como base de su argumentación, al marco jurídico nacido de la innovación política que en España se produjo después del fallecimiento del dictador.
Ambos actores se situaban en el mismo campo de juego, con un mismo lenguaje, una misma visión histórica, -la del siglo XX- sin hacer referencia, en ningún momento, a las nuevas realidades económicas, sociales y políticas con las que nos enfrentamos hoy y a los retos planetarios comunes que condicionan y ponen en riesgo el futuro de la vida en el planeta Tierra, tal y como hasta hoy la conocemos. Los dos, imbuidos del mismo espíritu conservador de lo logrado, de lo superado, de las frustraciones en el camino andado, de la necesidad de reconocimiento. También, de la misma ceguera e incomprensión sobre lo que significa la relación y el enriquecimiento mutuo que se produce en cada acto de convivencia.
Pienso que, si estos actores políticos, que con tan buena actitud aceptaron la invitación al diálogo del periodista Jordi Évole, hubiesen contextualizado la relación Cataluña- resto del Estado español, en el marco de los retos del siglo XXI, hubiesen encontrado buenas razones para mirar juntos al futuro y contemplarlo desde la cooperación. Porque es lo que necesitamos los ciudadanos y las ciudadanas contemporáneos, de todos los rincones del mundo, y porque las grandes tendencias van por ahí. Estás tendencias se concretan y crecen cada día en nuestra sociedad sin esperar ni contar con las organizaciones políticas nacidas en el pasado siglo, ni con los Estados que muestran estar más preocupados por lo que sucede en las instituciones internacionales y las corporaciones económicas, que influyen en sus decisiones, que en lo que sucede dentro de sus fronteras.
Por todo ello, si no contextualizamos la compleja temática que se plantea a nivel de las relaciones Estado-Comunidad Autónoma de Cataluña en un marco más amplio y nos limitamos a considerar esta relación sólo dentro de las fronteras de este país o, incluso de Europa, no lograremos profundizar lo suficiente en el por qué de las posturas encontradas entre los que promueven la independencia de Cataluña del Estado Español y la de los representantes del gobierno nacional.
Ambos agentes están empeñados en hablar en nombre de un concepto de España periclitado, en un mundo global gobernado por las corporaciones mundiales, y utilizan la situación para agravar más las distancias que hay entre ambas posiciones, radicalizando posturas por medio de un discurso público que más trata de ganar votos que de resolver problemas, y de los cuales se esperaría más prudencia y un lenguaje menos autoritario.
Estado general de crisis
El marco socio-económico-político actual español está inmerso en un estado general de crisis, a nivel planetario, que contribuye a generar un contexto de una complejidad nunca hasta ahora conocida.
Este contexto de complejidad se caracteriza por un abismo creciente entre la minoría que ostenta el poder económico y político mundial y la inmensa mayoría de los habitantes de la Tierra que padecen el despojo creciente de sus derechos. A esta mayoría se les hace pagar las consecuencias de un modelo de desarrollo basado en entronizar el derecho a la propiedad privada (de los menos, claro); que destruye o se apropia de los bienes comunes que son acaparados, con ansia depredadora, en nombre de un progreso que carece de sentido de la equidad y la justicia; que no mide el dolor y la muerte que causa; que no asume sus responsabilidades ante los males que origina, como si sus protagonistas se consideraran nuevos dioses pero de un olimpo infernal, y cuyo cometido parece ser acabar para siempre con la vida de todas las especies de este planeta.
Frente a estos riesgo involutivos, crece cada día más la contestación y las propuestas de movimientos ciudadanos que salen a las calles y a las plazas, motivados por una nueva consciencia ética que ha asumido la responsabilidad sobre el presente y el futuro de la sociedad humana, con el propósito de darle un vuelco a la tendencia destructiva que pone en riesgo el presente y el futuro de la especie.
Estos movimientos no parecen ser una moda pasajera, pues los hemos visto nacer y expandirse a través de mareas multicolores, con formas imaginativas, con un nuevo talante de cooperación, de vinculación, de integración y de consenso que posibilitan el diálogo plural, más allá de ideologías y de partidos políticos, contagiando el modelo, a través de un lenguaje claro, sincero y con significado, por todas las geografías nacionales y las realidades locales que encuentran ahí estímulos para cambiar sus condiciones de vida.
Lo que con ello se pone de manifiesto, lo que emerge desde esas nuevas realidades, es la tendencia a un cambio radical, impulsado por una fuerza emergente, -cuyas cualidades aún desconocemos-, que es superior a las conciencias individuales pero que se cimenta en el espíritu de cooperación que se despierta de nuevo en la sociedad humana y que es la base de la vida misma.
Los invitados a escena fueron el expresidente del Gobierno español Felipe González y el presidente actual de la Generalidad de Cataluña Artur Mas. El tema: Cataluña independiente, sí o no.
En ese diálogo que establecieron ambos personajes, desde la dignidad, se pusieron de manifiesto dos posiciones divergentes ante la opción de un referéndum que permita, a la población catalana, expresar su posición frente a la opción de la autodeterminación. El presidente de la Generalitat parecía representar el factor que moviliza o que quiere provocar un nuevo escenario, donde espera que se resuelvan todos los problemas que su comunidad autónoma enfrenta, argumentando que tienen su origen en la pertenencia al Estado español. Por su parte, el expresidente González, unos de los protagonistas de la institucionalización peculiar de la democracia española, recurría, como base de su argumentación, al marco jurídico nacido de la innovación política que en España se produjo después del fallecimiento del dictador.
Ambos actores se situaban en el mismo campo de juego, con un mismo lenguaje, una misma visión histórica, -la del siglo XX- sin hacer referencia, en ningún momento, a las nuevas realidades económicas, sociales y políticas con las que nos enfrentamos hoy y a los retos planetarios comunes que condicionan y ponen en riesgo el futuro de la vida en el planeta Tierra, tal y como hasta hoy la conocemos. Los dos, imbuidos del mismo espíritu conservador de lo logrado, de lo superado, de las frustraciones en el camino andado, de la necesidad de reconocimiento. También, de la misma ceguera e incomprensión sobre lo que significa la relación y el enriquecimiento mutuo que se produce en cada acto de convivencia.
Pienso que, si estos actores políticos, que con tan buena actitud aceptaron la invitación al diálogo del periodista Jordi Évole, hubiesen contextualizado la relación Cataluña- resto del Estado español, en el marco de los retos del siglo XXI, hubiesen encontrado buenas razones para mirar juntos al futuro y contemplarlo desde la cooperación. Porque es lo que necesitamos los ciudadanos y las ciudadanas contemporáneos, de todos los rincones del mundo, y porque las grandes tendencias van por ahí. Estás tendencias se concretan y crecen cada día en nuestra sociedad sin esperar ni contar con las organizaciones políticas nacidas en el pasado siglo, ni con los Estados que muestran estar más preocupados por lo que sucede en las instituciones internacionales y las corporaciones económicas, que influyen en sus decisiones, que en lo que sucede dentro de sus fronteras.
Por todo ello, si no contextualizamos la compleja temática que se plantea a nivel de las relaciones Estado-Comunidad Autónoma de Cataluña en un marco más amplio y nos limitamos a considerar esta relación sólo dentro de las fronteras de este país o, incluso de Europa, no lograremos profundizar lo suficiente en el por qué de las posturas encontradas entre los que promueven la independencia de Cataluña del Estado Español y la de los representantes del gobierno nacional.
Ambos agentes están empeñados en hablar en nombre de un concepto de España periclitado, en un mundo global gobernado por las corporaciones mundiales, y utilizan la situación para agravar más las distancias que hay entre ambas posiciones, radicalizando posturas por medio de un discurso público que más trata de ganar votos que de resolver problemas, y de los cuales se esperaría más prudencia y un lenguaje menos autoritario.
Estado general de crisis
El marco socio-económico-político actual español está inmerso en un estado general de crisis, a nivel planetario, que contribuye a generar un contexto de una complejidad nunca hasta ahora conocida.
Este contexto de complejidad se caracteriza por un abismo creciente entre la minoría que ostenta el poder económico y político mundial y la inmensa mayoría de los habitantes de la Tierra que padecen el despojo creciente de sus derechos. A esta mayoría se les hace pagar las consecuencias de un modelo de desarrollo basado en entronizar el derecho a la propiedad privada (de los menos, claro); que destruye o se apropia de los bienes comunes que son acaparados, con ansia depredadora, en nombre de un progreso que carece de sentido de la equidad y la justicia; que no mide el dolor y la muerte que causa; que no asume sus responsabilidades ante los males que origina, como si sus protagonistas se consideraran nuevos dioses pero de un olimpo infernal, y cuyo cometido parece ser acabar para siempre con la vida de todas las especies de este planeta.
Frente a estos riesgo involutivos, crece cada día más la contestación y las propuestas de movimientos ciudadanos que salen a las calles y a las plazas, motivados por una nueva consciencia ética que ha asumido la responsabilidad sobre el presente y el futuro de la sociedad humana, con el propósito de darle un vuelco a la tendencia destructiva que pone en riesgo el presente y el futuro de la especie.
Estos movimientos no parecen ser una moda pasajera, pues los hemos visto nacer y expandirse a través de mareas multicolores, con formas imaginativas, con un nuevo talante de cooperación, de vinculación, de integración y de consenso que posibilitan el diálogo plural, más allá de ideologías y de partidos políticos, contagiando el modelo, a través de un lenguaje claro, sincero y con significado, por todas las geografías nacionales y las realidades locales que encuentran ahí estímulos para cambiar sus condiciones de vida.
Lo que con ello se pone de manifiesto, lo que emerge desde esas nuevas realidades, es la tendencia a un cambio radical, impulsado por una fuerza emergente, -cuyas cualidades aún desconocemos-, que es superior a las conciencias individuales pero que se cimenta en el espíritu de cooperación que se despierta de nuevo en la sociedad humana y que es la base de la vida misma.
Cataluña y el cambio de paradigma
Ante este panorama de cambios que se avecinan, si o si, tanto los dirigentes nacionales como los autonómicos se mueven dentro del viejo paradigma, tratando de buscar, en los viejos y conocidos esquemas, interpretaciones, respuestas y alternativas al descontento que existe en las poblaciones de sus competencias con la intención de encausar los conflictos del proceso y “recuperar el viejo orden”, inventándose salidas que parecen sacadas del pasado o recurriendo a la amenaza.
En ese espacio, todos se miran como enemigos, adversarios que luchan por mantenerse en el poder, cueste lo que cueste, y no por ir al fondo de las cuestiones fundamentales, porque no son capaces de oír, de vislumbrar las verdaderas consecuencias de su gestión, de los modelos de administración a renovar, de los retos ecológicos a enfrentar, de las injusticias a abolir, de las destructivas desigualdades a desaparecer, de las diferencias a reconocer, de las peculiaridades culturales a fomentar. Todo con generosidad, honradez y sincera armonía.
Porque estamos en otro tiempo, abocados a un cambio que la generación en el poder político y económico interpreta con herramientas en desuso, desgastadas por el uso y el abuso de lo que se ha construido hasta hoy. A esta generación bisagra no le queda otro remedio, si quiere responder a su cometido histórico, que esforzarse por comprender que todos los síntomas de desajuste son síntomas de que hay una emergencia y que, si realmente quiere enfrentar los retos que se están planteando, se ha de acudir a la innovación social, política y económica que se demanda desde fuera de los tradicionales escenarios de poder. Esos nos han traído hasta aquí, pero no nos llevan a crear un futuro. Cataluña no es el problema, es la oportunidad de aprender, en nuestra Casa Ibérica, a mirar sin juicios de valor, o sin prejuicios, lo que es la realidad: rica, diversa, diferente, compleja…
Porque, cada momento de la sociedad humana es un balanceo entre fuerzas innovadoras (representadas por la determinación de lo que nace, pero también como si no existiese la historia, o como si se pudiese despilfarrar lo que ésta nos enseñó) y las fuerzas de la tradición (asidas rígidamente a lo ya conocido, como si lo logrado fuese la verdad definitiva).
Por otro lado, el diálogo no puede ser entre hombres (y solo o casi siempre entre hombres) que se aferran a las bases de sus perspectivas: la identidad o las leyes que hemos aprobado –como en el caso que nos sirve para esta reflexión- y que se enrocan en sus puntos de partida sin ver qué se pone de manifiesto más allá de los discursos, de las emociones…
Y yo me pregunto, ante tanta cerrazón, ¿de qué manera los hombres (cada uno), las mujeres (cada una), los jóvenes (todos y cada uno), los niños y las niñas todos, se beneficiarían de la imposición de la independencia de Cataluña, o de la imposición, también, del centralismo español. ¿De qué manera la primera o la segunda opción mejorará el cuidado del territorio y de sus recursos naturales, estimulará las energías renovables, producirá puestos de trabajo para todos, respetará el derecho a la educación gratuita en todos los niveles, desarrollará plenamente los servicios de salud y los tan necesarios servicios asistenciales para los dependientes?
Porque el diálogo ha de ir hacia aguas más profundas, con una nueva visión sostenida por una nueva teoría política, social y económica que se vincule a la realidad y que descubra las relaciones existentes a través de los Bienes Comunes que la regulan y la sostienen, no a través de las leyes del mercado que la pervierten.
Ante este panorama de cambios que se avecinan, si o si, tanto los dirigentes nacionales como los autonómicos se mueven dentro del viejo paradigma, tratando de buscar, en los viejos y conocidos esquemas, interpretaciones, respuestas y alternativas al descontento que existe en las poblaciones de sus competencias con la intención de encausar los conflictos del proceso y “recuperar el viejo orden”, inventándose salidas que parecen sacadas del pasado o recurriendo a la amenaza.
En ese espacio, todos se miran como enemigos, adversarios que luchan por mantenerse en el poder, cueste lo que cueste, y no por ir al fondo de las cuestiones fundamentales, porque no son capaces de oír, de vislumbrar las verdaderas consecuencias de su gestión, de los modelos de administración a renovar, de los retos ecológicos a enfrentar, de las injusticias a abolir, de las destructivas desigualdades a desaparecer, de las diferencias a reconocer, de las peculiaridades culturales a fomentar. Todo con generosidad, honradez y sincera armonía.
Porque estamos en otro tiempo, abocados a un cambio que la generación en el poder político y económico interpreta con herramientas en desuso, desgastadas por el uso y el abuso de lo que se ha construido hasta hoy. A esta generación bisagra no le queda otro remedio, si quiere responder a su cometido histórico, que esforzarse por comprender que todos los síntomas de desajuste son síntomas de que hay una emergencia y que, si realmente quiere enfrentar los retos que se están planteando, se ha de acudir a la innovación social, política y económica que se demanda desde fuera de los tradicionales escenarios de poder. Esos nos han traído hasta aquí, pero no nos llevan a crear un futuro. Cataluña no es el problema, es la oportunidad de aprender, en nuestra Casa Ibérica, a mirar sin juicios de valor, o sin prejuicios, lo que es la realidad: rica, diversa, diferente, compleja…
Porque, cada momento de la sociedad humana es un balanceo entre fuerzas innovadoras (representadas por la determinación de lo que nace, pero también como si no existiese la historia, o como si se pudiese despilfarrar lo que ésta nos enseñó) y las fuerzas de la tradición (asidas rígidamente a lo ya conocido, como si lo logrado fuese la verdad definitiva).
Por otro lado, el diálogo no puede ser entre hombres (y solo o casi siempre entre hombres) que se aferran a las bases de sus perspectivas: la identidad o las leyes que hemos aprobado –como en el caso que nos sirve para esta reflexión- y que se enrocan en sus puntos de partida sin ver qué se pone de manifiesto más allá de los discursos, de las emociones…
Y yo me pregunto, ante tanta cerrazón, ¿de qué manera los hombres (cada uno), las mujeres (cada una), los jóvenes (todos y cada uno), los niños y las niñas todos, se beneficiarían de la imposición de la independencia de Cataluña, o de la imposición, también, del centralismo español. ¿De qué manera la primera o la segunda opción mejorará el cuidado del territorio y de sus recursos naturales, estimulará las energías renovables, producirá puestos de trabajo para todos, respetará el derecho a la educación gratuita en todos los niveles, desarrollará plenamente los servicios de salud y los tan necesarios servicios asistenciales para los dependientes?
Porque el diálogo ha de ir hacia aguas más profundas, con una nueva visión sostenida por una nueva teoría política, social y económica que se vincule a la realidad y que descubra las relaciones existentes a través de los Bienes Comunes que la regulan y la sostienen, no a través de las leyes del mercado que la pervierten.
La democracia es un ente vivo, que se renueva y se enriquece, o no es
Si bien la democracia como forma de organización social parece el marco que posibilitó, en principio, estas nuevas formas, también es, hoy por hoy, el instrumento que se utiliza para justificar los poderes y sus desmanes, en nombre de los resultados de unas urnas, instrumento arcaico ante las nuevas formas de relación y participación que hoy poseemos y que se intensifican con los nuevos movimientos sociales. Por todo ello, la democracia ha de evolucionar y ser realmente participativa, en la que cada ciudadano pueda tener control, en cada instante, sobre lo que sus representantes deciden.
Es necesario, pues, que la democracia sea un ente vivo, con capacidad para el cambio que se demanda desde las necesidades y los intereses de todos y cada uno de los miembros de la sociedad que ha adoptado este forma para su mejor gobierno. Para ello, la evolución de la democracia y de sus instituciones ha de ir pareja con la evolución de la sociedad a la que sirve y ha de ser capaz de actualizar sus recursos de participación en la medida que avanza la madurez de los individuos y el nacimiento de nuevas formas de relación dentro y fuera de las instituciones a las que estos pertenecen.
¿Una nueva Constitución para un nuevo tiempo?
Desde la perspectiva de una ciudadana de a pie como yo, que toma la palabra con la libertad que me permito, que piensa que es perverso hablar de salvar la democracia frenando los derechos de la mayoría a mostrar su descontento, despojando a la sociedad de sus derechos sobre los bienes comunes básicos (el sol, el aire, el agua, la tierra, la educación gratuita, la sanidad pública, la alimentación equilibrada, la vivienda digna, los servicios sociales para los dependientes de cualquier edad, etc.) privatizando su gestión y llevando su explotación hasta el agotamiento; entregando en las manos de acaparadores y especuladores natos (invisibles tras el nombre de Corporaciones) lo que se ha de mimar porque de esas riquezas y de esos servicios dependen el bienestar y la felicidad, creo que ha llegado el tiempo de una nueva redacción de la Constitución que salvaguarde los derechos a la vida de todo, y de todos los que hoy vivimos y los que están por venir.
Una nueva Constitución redactada entre todos, los que saben derecho y los que saben de sus derechos, donde se reconozca la autoría a todos, donde todos y todas sean los Padres y las Madres de la Patria Tierra (como diría Edgar Morin). Porque si una Constitución requiere el conocimiento del Derecho, su redacción, la que hoy se necesita, requiere la expresión e integración de todos los derechos: los de los viejos, los adultos, los jóvenes, las niñas y los niños, los de todos los seres vivos y de la materia inerte, también. Que nadie hable en nombre de ninguno. Que todos tengan la oportunidad de expresar lo que necesitan. Que no valga la convocatoria de referéndum para justificar los vacíos que encierra una redacción hecha por élites.
Una nueva Constitución flexible, que esté disponible para ser revisada y mejorada en la medida que la consciencia social avance en el conocimiento de la vida y en el compromiso de mantener esa vida, la vida de todos y de todo, a través de un nuevo concepto de desarrollo y de progreso que ha de orientarse más a ser que a poseer.
Si se reconoce el derecho a la propiedad privada, con más razón, en una nueva Constitución, se ha de reconocer también el derecho de todos a los Bienes Comunes y a que nadie tenga la oportunidad de enajenar ninguno de ellos, en nombre de la eficacia que da vía libre al rapto de lo que es de todos, a su explotación descontrolada, a su contaminación, a su destrucción y a su desaparición, parcial o total, de una naturaleza que no es de nadie y que cuyo fin es generar más vida. Por eso, la nueva Constitución ha de comprometerse en la defensa del planeta y de la vida del planeta, como valor universal.
Si bien la democracia como forma de organización social parece el marco que posibilitó, en principio, estas nuevas formas, también es, hoy por hoy, el instrumento que se utiliza para justificar los poderes y sus desmanes, en nombre de los resultados de unas urnas, instrumento arcaico ante las nuevas formas de relación y participación que hoy poseemos y que se intensifican con los nuevos movimientos sociales. Por todo ello, la democracia ha de evolucionar y ser realmente participativa, en la que cada ciudadano pueda tener control, en cada instante, sobre lo que sus representantes deciden.
Es necesario, pues, que la democracia sea un ente vivo, con capacidad para el cambio que se demanda desde las necesidades y los intereses de todos y cada uno de los miembros de la sociedad que ha adoptado este forma para su mejor gobierno. Para ello, la evolución de la democracia y de sus instituciones ha de ir pareja con la evolución de la sociedad a la que sirve y ha de ser capaz de actualizar sus recursos de participación en la medida que avanza la madurez de los individuos y el nacimiento de nuevas formas de relación dentro y fuera de las instituciones a las que estos pertenecen.
¿Una nueva Constitución para un nuevo tiempo?
Desde la perspectiva de una ciudadana de a pie como yo, que toma la palabra con la libertad que me permito, que piensa que es perverso hablar de salvar la democracia frenando los derechos de la mayoría a mostrar su descontento, despojando a la sociedad de sus derechos sobre los bienes comunes básicos (el sol, el aire, el agua, la tierra, la educación gratuita, la sanidad pública, la alimentación equilibrada, la vivienda digna, los servicios sociales para los dependientes de cualquier edad, etc.) privatizando su gestión y llevando su explotación hasta el agotamiento; entregando en las manos de acaparadores y especuladores natos (invisibles tras el nombre de Corporaciones) lo que se ha de mimar porque de esas riquezas y de esos servicios dependen el bienestar y la felicidad, creo que ha llegado el tiempo de una nueva redacción de la Constitución que salvaguarde los derechos a la vida de todo, y de todos los que hoy vivimos y los que están por venir.
Una nueva Constitución redactada entre todos, los que saben derecho y los que saben de sus derechos, donde se reconozca la autoría a todos, donde todos y todas sean los Padres y las Madres de la Patria Tierra (como diría Edgar Morin). Porque si una Constitución requiere el conocimiento del Derecho, su redacción, la que hoy se necesita, requiere la expresión e integración de todos los derechos: los de los viejos, los adultos, los jóvenes, las niñas y los niños, los de todos los seres vivos y de la materia inerte, también. Que nadie hable en nombre de ninguno. Que todos tengan la oportunidad de expresar lo que necesitan. Que no valga la convocatoria de referéndum para justificar los vacíos que encierra una redacción hecha por élites.
Una nueva Constitución flexible, que esté disponible para ser revisada y mejorada en la medida que la consciencia social avance en el conocimiento de la vida y en el compromiso de mantener esa vida, la vida de todos y de todo, a través de un nuevo concepto de desarrollo y de progreso que ha de orientarse más a ser que a poseer.
Si se reconoce el derecho a la propiedad privada, con más razón, en una nueva Constitución, se ha de reconocer también el derecho de todos a los Bienes Comunes y a que nadie tenga la oportunidad de enajenar ninguno de ellos, en nombre de la eficacia que da vía libre al rapto de lo que es de todos, a su explotación descontrolada, a su contaminación, a su destrucción y a su desaparición, parcial o total, de una naturaleza que no es de nadie y que cuyo fin es generar más vida. Por eso, la nueva Constitución ha de comprometerse en la defensa del planeta y de la vida del planeta, como valor universal.