Johannes Plenio
La humanidad que puebla el planeta Tierra, tan diversa en su composición, tan rica en cualidades, tan dispuesta a superar sus limitaciones, tan capaz de transformar las condiciones, persigue siempre una meta: a ella se dirige por un aparentemente ciego e incontrolable impulso interior.
Este impulso es conducido por un gran anhelo que la humanidad es incapaz de definir, porque su infancia se prolonga generación tras generación, sin alcanzar el sueño que persigue. Ni siquiera llega a entender e interpretar plenamente sus símbolos.
Etapa tras etapa, la humanidad consume generaciones que alcanzan objetivos y que se convierten en nuevos inicios.
Inicios que valora como rupturas con etapas anteriores porque no percibe la permanente continuidad de sus pasos y el diseño de una obra que trasciende la aportación individual hasta convertirse en patrimonio de todos sus miembros.
Y es que la humanidad no sabe aún que ese conglomerado tan diverso, tan rico en expresiones, tan abundante en posibilidades, tan predispuesto a colaborar, o tan necesitado de la cooperación para llegar a acceder a los umbrales que añora, requiere de la confabulación consciente de todos y de cada una de las personas que la integran.
Y que alcanzar plenamente el objetivo que se le escapa depende de una maduración colectiva que sólo se alcanzará a través de la acumulación de vivencias emanadas del reconocimiento, la vinculación, la interacción y la cooperación de sus miembros: los que fueron, los que son y los que serán.
Crisol de vida y no vida
Así que, tal vez, con las cualidades que ha dotado la vida al conjunto de los humanos, se pueda alcanzar el desarrollo de la potencia creadora del conjunto.
Esta potencia creadora no abarca solo al ser humano, sino también a la Tierra que lo acoge y a los recursos naturales que aporta.
Todos estos ingredientes conforman un mismo crisol en el que se entremezclan la vida y la no vida, como un todo intensamente complementario.
¿O es quizás que toda la experiencia humana sirve como experimento a un Misterioso Alquimista?
Esa supuesta inteligencia natural estaría empeñada en construir un Universo para el que aún no tiene definición alguna, pero al que dedica todas las capacidades que reúne la Tierra y lo que en ella habita.
Confía en que esa necesaria fusión dé los frutos, confabulándose con él en la hipotética pero hermosa construcción de un paraíso, ideal latente en todos los sueños de los hombres y las mujeres de este pequeño mundo.
¿Hacia dónde?
Pero mientras este “juego” se desarrolla, mientras cada individuo no tiene capacidad para comprender a qué se está jugando, la humanidad se enreda, condicionada por la temporalidad de cada sujeto.
Una temporalidad que también le muestra las leyes del juego que malinterpreta, tratando de conseguir durante la corta vida de la que goza, -o en la que padece-, objetivos absolutamente perecederos como él.
Unos objetivos que, a pesar de su inconsciencia, se integran en el cúmulo de experiencias necesarias para constituir, poco a poco, el objeto colectivo que parece alumbrarse en el horizonte humano.
La narración aislada de cada época histórica nos puede llevar a la enumeración de múltiples intentos por acaparar recursos, por controlar movimientos, por atesorar vivencias, por dirigir y protagonizar devenires.
También a intentos por expandir las fuerzas necesarias para poseer y controlar “dones estratégicos” de la naturaleza, acabando, si es preciso, con los que se oponen a ser sometidos o destruidos, para despojarlos de los bienes que disfrutan sin considerar que, no por azar, “los otros y lo otro”, también están ahí en lo mismo.
Visiones
La historia humana, la escrita o la contada, ha sido narrada desde la visión de una lucha por la supervivencia, sea ésta la de la vida terrenal o la celestial, la de las creencias o la de los deseos (más simples o elevados).
Este enfoque ha conducido a afirmaciones como que “el hombre es un lobo para el hombre” (pobre lobo y triste leyenda); o que la evolución está marcada por la supervivencia de los mejores dotados para sobrevivir a las condiciones externas.
Ninguna de estas perspectivas calibra que lo que emerge tiene incorporado, también, lo que le antecedió.
Este impulso es conducido por un gran anhelo que la humanidad es incapaz de definir, porque su infancia se prolonga generación tras generación, sin alcanzar el sueño que persigue. Ni siquiera llega a entender e interpretar plenamente sus símbolos.
Etapa tras etapa, la humanidad consume generaciones que alcanzan objetivos y que se convierten en nuevos inicios.
Inicios que valora como rupturas con etapas anteriores porque no percibe la permanente continuidad de sus pasos y el diseño de una obra que trasciende la aportación individual hasta convertirse en patrimonio de todos sus miembros.
Y es que la humanidad no sabe aún que ese conglomerado tan diverso, tan rico en expresiones, tan abundante en posibilidades, tan predispuesto a colaborar, o tan necesitado de la cooperación para llegar a acceder a los umbrales que añora, requiere de la confabulación consciente de todos y de cada una de las personas que la integran.
Y que alcanzar plenamente el objetivo que se le escapa depende de una maduración colectiva que sólo se alcanzará a través de la acumulación de vivencias emanadas del reconocimiento, la vinculación, la interacción y la cooperación de sus miembros: los que fueron, los que son y los que serán.
Crisol de vida y no vida
Así que, tal vez, con las cualidades que ha dotado la vida al conjunto de los humanos, se pueda alcanzar el desarrollo de la potencia creadora del conjunto.
Esta potencia creadora no abarca solo al ser humano, sino también a la Tierra que lo acoge y a los recursos naturales que aporta.
Todos estos ingredientes conforman un mismo crisol en el que se entremezclan la vida y la no vida, como un todo intensamente complementario.
¿O es quizás que toda la experiencia humana sirve como experimento a un Misterioso Alquimista?
Esa supuesta inteligencia natural estaría empeñada en construir un Universo para el que aún no tiene definición alguna, pero al que dedica todas las capacidades que reúne la Tierra y lo que en ella habita.
Confía en que esa necesaria fusión dé los frutos, confabulándose con él en la hipotética pero hermosa construcción de un paraíso, ideal latente en todos los sueños de los hombres y las mujeres de este pequeño mundo.
¿Hacia dónde?
Pero mientras este “juego” se desarrolla, mientras cada individuo no tiene capacidad para comprender a qué se está jugando, la humanidad se enreda, condicionada por la temporalidad de cada sujeto.
Una temporalidad que también le muestra las leyes del juego que malinterpreta, tratando de conseguir durante la corta vida de la que goza, -o en la que padece-, objetivos absolutamente perecederos como él.
Unos objetivos que, a pesar de su inconsciencia, se integran en el cúmulo de experiencias necesarias para constituir, poco a poco, el objeto colectivo que parece alumbrarse en el horizonte humano.
La narración aislada de cada época histórica nos puede llevar a la enumeración de múltiples intentos por acaparar recursos, por controlar movimientos, por atesorar vivencias, por dirigir y protagonizar devenires.
También a intentos por expandir las fuerzas necesarias para poseer y controlar “dones estratégicos” de la naturaleza, acabando, si es preciso, con los que se oponen a ser sometidos o destruidos, para despojarlos de los bienes que disfrutan sin considerar que, no por azar, “los otros y lo otro”, también están ahí en lo mismo.
Visiones
La historia humana, la escrita o la contada, ha sido narrada desde la visión de una lucha por la supervivencia, sea ésta la de la vida terrenal o la celestial, la de las creencias o la de los deseos (más simples o elevados).
Este enfoque ha conducido a afirmaciones como que “el hombre es un lobo para el hombre” (pobre lobo y triste leyenda); o que la evolución está marcada por la supervivencia de los mejores dotados para sobrevivir a las condiciones externas.
Ninguna de estas perspectivas calibra que lo que emerge tiene incorporado, también, lo que le antecedió.
Camille Brodard
Hegemonía efímera
Sin embargo, si trazamos una línea transversal que nos lleve a desentrañar de qué forma la humanidad accede a la consciencia, descubrimos cómo, poco a poco, a través de incontables intentos ciegos, el ser humano ha pretendido colocarse hegemónicamente sobre cada espacio nuevo que descubre.
Para ello creyó necesario vencer la resistencia de los que llegaron antes a esos espacios, seres vivos de cualquier especie, distintos en sus desarrollos y expresiones.
Ese supuesto recién llegado ha utilizado la fuerza y ha violentado a los otros y se ha violentado a sí mismo hasta lograr lo que perseguía, pagando con ello un alto precio en destrucción, en sufrimiento y en vidas, la propia y las de los otros.
En ese proceso de conquistar lo anhelado, el espacio perseguido se transforma, como también transforman al depredador y a su víctima las condiciones en las que se generan los conflictos.
Nuevas condiciones
En esa transformación también se crean condiciones nuevas: engendran capacidades que permiten sobrevivir a los que se sienten en peligro de extinción.
Todo ese largo proceso de mutación proporciona significado a la razón de ser de cualquier experiencia humana, a pesar de que no tiene garantizado el futuro, ni definidas las formas a adoptar para poder avanzar.
El experimento está servido: lo que parece una lucha loca por la supervivencia -no solo física- de la especie, trasciende la comprensión de esta humanidad hasta hoy.
El anhelo sigue siendo una incógnita; las formas de materializarlo hasta hoy han sido rudas, toscas, llenas de ignorancia, soberbia y prepotencia.
A lo mejor es que nuestras “herramientas” aún no han sido lo suficientemente pulidas o no hemos alcanzado los niveles de sutilidad suficientes, para entender qué es lo que se persigue con este experimento que llamamos “Humanidad Terrestre”.
Sin embargo, si trazamos una línea transversal que nos lleve a desentrañar de qué forma la humanidad accede a la consciencia, descubrimos cómo, poco a poco, a través de incontables intentos ciegos, el ser humano ha pretendido colocarse hegemónicamente sobre cada espacio nuevo que descubre.
Para ello creyó necesario vencer la resistencia de los que llegaron antes a esos espacios, seres vivos de cualquier especie, distintos en sus desarrollos y expresiones.
Ese supuesto recién llegado ha utilizado la fuerza y ha violentado a los otros y se ha violentado a sí mismo hasta lograr lo que perseguía, pagando con ello un alto precio en destrucción, en sufrimiento y en vidas, la propia y las de los otros.
En ese proceso de conquistar lo anhelado, el espacio perseguido se transforma, como también transforman al depredador y a su víctima las condiciones en las que se generan los conflictos.
Nuevas condiciones
En esa transformación también se crean condiciones nuevas: engendran capacidades que permiten sobrevivir a los que se sienten en peligro de extinción.
Todo ese largo proceso de mutación proporciona significado a la razón de ser de cualquier experiencia humana, a pesar de que no tiene garantizado el futuro, ni definidas las formas a adoptar para poder avanzar.
El experimento está servido: lo que parece una lucha loca por la supervivencia -no solo física- de la especie, trasciende la comprensión de esta humanidad hasta hoy.
El anhelo sigue siendo una incógnita; las formas de materializarlo hasta hoy han sido rudas, toscas, llenas de ignorancia, soberbia y prepotencia.
A lo mejor es que nuestras “herramientas” aún no han sido lo suficientemente pulidas o no hemos alcanzado los niveles de sutilidad suficientes, para entender qué es lo que se persigue con este experimento que llamamos “Humanidad Terrestre”.