Hay una travesía de alto recorrido en la poesía del poeta cordobés Antonio Luis Ginés. Desde su primer poemario, Cuando duermen los vecinos (1995), hasta este generoso e imprescindible –no puedo sustraerme desde el principio a ponderarlo en su debida esencia – nuevo libro: Aprendiz (La Isla de Siltola, 2013). Generoso por tres motivos: la claridad, la intencionalidad y el desprendimiento. Imprescindible por su humildad.
Claridad del poeta que quiere hablarle al lector de hombre a hombre, como nos enseñaba Gil de Biedma. El poeta se sienta a nuestro lado, y sin llevarnos de la mano –como tristemente pretenden muchos poetas actuales- nos invita a un diálogo fraternal, de palabras no por sencillas menos escogidas.
Antonio Luis es el nuevo poeta, el poeta que no necesita escaños ni tribunas, que se limita (he aquí el hallazgo) a levantar su voz poniéndose de puntillas entre la multitud. Su lenguaje es el del hombre de la calle y eso, desde el primer verso, nos hace ser amigos suyos.
Intencionalidad de quien, en el conocimiento de que no hay temas nuevos, sino universales, nos va a decir que es persona, que no renuncia a la vida y que el dolor y el amor, caras de la misma moneda, también nos salvan. La salvación está en la poesía y en la sinceridad.
Partiendo de la idea del que sabe utilizar el lenguaje de la familiaridad, este lenguaje se engrandece al no pretender esos grandes temas que llenan la boca a otros poetas: Antonio nos habla del padre, de los hijos, del recuerdo, de las calles, de la vida desde abajo.
Claridad del poeta que quiere hablarle al lector de hombre a hombre, como nos enseñaba Gil de Biedma. El poeta se sienta a nuestro lado, y sin llevarnos de la mano –como tristemente pretenden muchos poetas actuales- nos invita a un diálogo fraternal, de palabras no por sencillas menos escogidas.
Antonio Luis es el nuevo poeta, el poeta que no necesita escaños ni tribunas, que se limita (he aquí el hallazgo) a levantar su voz poniéndose de puntillas entre la multitud. Su lenguaje es el del hombre de la calle y eso, desde el primer verso, nos hace ser amigos suyos.
Intencionalidad de quien, en el conocimiento de que no hay temas nuevos, sino universales, nos va a decir que es persona, que no renuncia a la vida y que el dolor y el amor, caras de la misma moneda, también nos salvan. La salvación está en la poesía y en la sinceridad.
Partiendo de la idea del que sabe utilizar el lenguaje de la familiaridad, este lenguaje se engrandece al no pretender esos grandes temas que llenan la boca a otros poetas: Antonio nos habla del padre, de los hijos, del recuerdo, de las calles, de la vida desde abajo.
Y desprendimiento. Pues Antonio Luis, ya desde aquel buen año de 1995, cuando decidió echarse a los caminos de la edición, ha llevado una trayectoria de claridad: poco a poco ha ido soltándose de los caireles de la rima, de la forma, de las cárceles del verso, para adentrarse en una poesía amétrica, casi narrativa, siguiendo las estelas de los poetas de la Generación Perdida (Pound, Williams, Masters) hasta el magnífico hacer de los grandes francotiradores norteamericanos (Ginsberg, Carver).
Los poemas de Antonio no tienen nada que envidiar a estos últimos: la singularidad del adjetivo, tomado con mesura y la disposición de la historia, permitiendo que la sentimentalidad predomine sobre lo narrativo, mantienen una tensión suave que hace que la combinación de sustantivos abstractos y concretos no permita ni distracciones ni aburrimientos.
Antonio, hoy, sabe muy bien lo que hace y lo que se hace. Antonio ha llegado a Ítaca y está dispuesto a tensar su arco ante los pretendientes.
No puedo sustraerme a citar algunos ejemplos: la terrible historia generacional que se reinventa en Zapadores, el paisaje que habita en Señal, las delicadas manos de Papel, el itinerario para la memoria en De Iznájar a Córdoba.
La tragedia de lo cotidiano en Un día más, el homenaje al padre en Velas y en Buen tiempo, dos magníficos recuerdos a poetas también generosos, Vallejo en Cifras y William Carlos Williams en Puntual, la inútil trayectoria de ser vivo en Tras la ventana, ese beso de los que vuelven en Raíl, y quizá los tres mejores poemas del libro, que no deberán faltar en ninguna antología de Antonio Luis: Mi edad, un autorretrato genial con versos de grandísima hondura “Mi edad son los besos que perdí en el camino”, Rotonda, toda una poética con un verso de inicio que ya lo dice todo, “Uno escribe de lo que ve”, y el que para este pobre versador es el mejor de todos los poemas, La silla, todo un ejemplo de esa claridad, intencionalidad y desprendimiento que advertí y de la que este poema – y por extensión, este libro- ya son un modelo.
Los poemas de Antonio no tienen nada que envidiar a estos últimos: la singularidad del adjetivo, tomado con mesura y la disposición de la historia, permitiendo que la sentimentalidad predomine sobre lo narrativo, mantienen una tensión suave que hace que la combinación de sustantivos abstractos y concretos no permita ni distracciones ni aburrimientos.
Antonio, hoy, sabe muy bien lo que hace y lo que se hace. Antonio ha llegado a Ítaca y está dispuesto a tensar su arco ante los pretendientes.
No puedo sustraerme a citar algunos ejemplos: la terrible historia generacional que se reinventa en Zapadores, el paisaje que habita en Señal, las delicadas manos de Papel, el itinerario para la memoria en De Iznájar a Córdoba.
La tragedia de lo cotidiano en Un día más, el homenaje al padre en Velas y en Buen tiempo, dos magníficos recuerdos a poetas también generosos, Vallejo en Cifras y William Carlos Williams en Puntual, la inútil trayectoria de ser vivo en Tras la ventana, ese beso de los que vuelven en Raíl, y quizá los tres mejores poemas del libro, que no deberán faltar en ninguna antología de Antonio Luis: Mi edad, un autorretrato genial con versos de grandísima hondura “Mi edad son los besos que perdí en el camino”, Rotonda, toda una poética con un verso de inicio que ya lo dice todo, “Uno escribe de lo que ve”, y el que para este pobre versador es el mejor de todos los poemas, La silla, todo un ejemplo de esa claridad, intencionalidad y desprendimiento que advertí y de la que este poema – y por extensión, este libro- ya son un modelo.