Antonio Gamoneda. Imagen: Fernando Sanz Santa Cruz.
Javier Gil Martín (JGM): Buenas, Antonio, ¿cómo está?
Antonio Gamoneda (AG): Bueno, bien. Es que he tenido una noche un poco complicada y cuando llamaste antes todavía estaba tomando un café de desayuno, pero ahora ya creo que espabilé un poco. Luego me vendrá otra vez sueño, pero no hay problema. La reclusión del bicho coronado, no sé, ha creado otros tiempos, así como más pacíficos. Las cosas se hacen hoy... o mañana.
JGM: Si te parece, te voy a tutear.
AG: Nada, está muy bien, sí.
JGM: Vamos a empezar por el segundo tomo de tus memorias, La pobreza (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2020), que corresponde a cuando comenzaste a trabajar, con 14 años, y evoca también los años de la lucha clandestina contra el franquismo y a los amigos con los que la compartiste.
AG: Sí, efectivamente, yo empecé a trabajar en el Banco Mercantil, ya extinguido, el día siguiente de cumplir 14 años, exactamente el 1 de junio de 1945. Y aquel mismo año ya hacía jornadas que empezaban a las cinco de la mañana, encendiendo la calefacción. No parece un horario invernal ni un trabajo muy adecuado para un crío, pero era así, por desdicha. Los años de la lucha, cuando tratábamos de crear conciencia en las zonas trabajadoras y adoptar una postura de resistencia, empezaron unos cuatro o cinco años después, cuando yo era un mozalbete todavía, pero tenía ya dieciocho años más o menos. Las cronologías no las tengo muy ciertas, siempre se mueven un poco. Pero sí, en todo caso, esos años 40 recogen esas dos circunstancias que tienen su importancia: empiezo a trabajar siendo un niño y poco después, algo mayor, la amistad me colocó en los terrenos humanos de la resistencia, así fue.
JGM: Hay en el libro también abundantes “fugas al porvenir que ya he vivido, aunque no sea más que para relatar cansancio y decir cómo envejezco”. Casi toda la primera parte, llamada “La escritura”, va por ahí, de hecho.
AG: Exactamente, es una forma de abrir, por decirlo así, no crear una secuencia cronológica muy exacta, muy paralela a los hechos, porque no me pareció la mejor manera, o quizá lo sea, pero en todo caso vi que estaba más con la realidad porque no tendré tiempo seguramente para escribir un libro posterior a este que continúe el relato biográfico.
JGM: Esperemos que sí tenga tiempo, pero lo siguiente sería un arco temporal bastante grande para llegar hasta el presente desde donde acaba este segundo tomo.
AG: Claro, es que yo abrí ese arco temporal precisamente para que, si va a ser el último libro de memorias, de alguna manera se acercase, y entonces me coloqué en el presente. Por eso hay esa insistencia en hacer el relato de que estoy escribiendo y de aquellas cosas que quizá son simultáneas con la escritura de ahora mismo, lo cual no me impide —sea para bien o sea para mal— regresar a los recuerdos.
JGM: De hecho, en La pobreza a veces el lector se encuentra con algo que podríamos llamar una “hiperconciencia” de la escritura, en esa búsqueda de encontrar la forma de escribirse, porque aparte de relatar el presente, también tratas la propia poética del memorialismo. Dices: “Ya se ha visto también que, movido por impulsos que se han consolidado, al escribir hago relato de la misma escritura que estoy haciendo”.
AG: Sí, claro. Las dudas que tiene cualquier escritor —en este caso, yo mismo— en la manera no ya de narrar para que le lean, sino de acercarse uno mismo a su pasado, recuperarlo con veracidad y con intensidad; eso es precisamente el condicionante de la manera de escribir: cómo pienso y cómo escribo para ir a ese pasado. Por eso, ante las dudas naturales de ese cómo, hay en la primera parte del libro abundantes reflexiones sobre mi escritura —incógnitas, más que nada—, sobre la naturaleza de la escritura y sobre cómo quiero yo que sea esa escritura. Lo cual es un deseo que posiblemente no se logra, no se cumple, pero esa es la materia; y tienes razón en que ciertamente —al principio del libro, sobre todo— hay una gran parte que podría estar en un libro teórico, en un libro apenas narrativo sobre la escritura, sobre la manera y la consistencia de la escritura.
JGM: Y también hay insistencia en la posibilidad de que lo que se está haciendo parte del error o del fracaso: “Creo en el sufrimiento, creo en el error, creo también en el fracaso. (...) Creo en la contradicción. No borro nada”, cosa también presente en tu poesía. Y apuntas al error como un lugar no necesariamente malo, y esto a lo mejor tiene que ver con lo de no traicionarse; tener que errar para no traicionarse porque también en el propio devenir vital el error es una constante.
AG: Sí, creo que te has acercado bien al problema, muy bien. Sí, la escritura es un fracaso, vamos a decirlo así. ¿Qué ocurre? Pues que ese fracaso es el resultado real de la escritura. Claro, no se trata de la línea semántica, expresiva, como quieras llamarlo, de las palabras, sino del hecho escritural, que se resuelve en fracaso. Entonces, ese fracaso también es relato, también es aportación de realidades y de sucesos que están en tu vida; que estuvieron antes o que están ahora mismo, eso es indiferente. Y por eso me atrevo a decir —supongo que es muy discutible— que creo en el error, que creo en la contradicción, en el fracaso... No sé si digo algo más.
JGM: No está en esta cita, pero también la pérdida sería otro de los hilos, ¿no?
AG: Sí, sí, cómo no.
JGM: Tanto la temática como el arco temporal que cubre La pobreza para mí están muy asociados a Blues castellano (1982), en tanto que tiene que ver con la explotación, la vergüenza y el dolor, pero también con la esperanza, y la fraternidad y la solidaridad como motores.
AG: Sí, exactamente, Blues castellano en cierto modo representa mi actitud más cercana a la de lo que se llamaba entonces “poesía social”, pero yo creo que nunca hice poesía social en los términos habituales —diríamos así— de los grandes clásicos españoles de la poesía social de posguerra, sino de esa otra manera, que es menos ideológica, es más bien una narración, una respuesta, una cercanía con el sufrimiento histórico. Como dice la cita de Simone Weil al principio de Blues castellano: “El sufrimiento de los otros entró en mi carne” [en realidad, en Blues castellano aparece como “la desgracia de los otros entró en mi carne”]. Pues sí, el relato de ese hecho está —por decirlo así— puesto en nódulos cerrados en Blues castellano, pero supone las mismas experiencias y la misma actitud ante los recuerdos de la posguerra.
JGM: Claro, ahí consolidados o sedimentados en tiempos concretos, frente al Blues castellano, que apunta más a lo universal, que es a veces una de las diferencias entre el memorialismo y la poesía, se podría decir.
AG: Sí, sí.
JGM: En Un armario lleno de sombra, el primer tomo de tus memorias, que también transcurre en un tiempo de pobreza, hay dos hechos capitales: el primero sería la contemplación del sufrimiento y la muerte debidos a la represión durante la guerra y la inmediata posguerra.
AG: Sí, ciertamente. En fin, yo soy un niño de cinco años en 1936, y ese niño —un tanto enfermizo, por cierto— solía asomarse a los balcones y veía llegar los actos de represión que se organizaron en los primeros meses y escuchaba —eso era terrible— por las noches los gritos de las mujeres en el mismo portal de mi casa o en los cercanos, cuando iban a llevarse a los hombres. Todo eso, claro, como primeros hechos configuradores de una sensibilidad y hasta de una pequeña conciencia en un muchacho tan joven, un niño de cinco años, son determinantes y quizá configuraron mi manera de estar, de ver y de entender para siempre, hasta ahora mismo, ochenta y tantos años después. Que para una criatura tan pequeña su primera información de la vida sea que la vida está configurada —por decirlo así— por la violencia y el sufrimiento es determinante. Podíamos reducir a esto el significado de ese primer asunto.
JGM: El segundo hecho determinante sería el aprendizaje lector, que vino de la mano de un poemario, Otra más alta vida (1919), el único libro de Antonio Gamoneda, tu padre fallecido, y también el único que había en tu casa.
AG: Curiosamente, esto también tiene que ver con la guerra civil española. Yo aprendí a leer en un libro de poemas de mi padre —el único que publicó, murió muy joven— porque estaban las escuelas cerradas, y las escuelas estaban cerradas porque, entre otras cosas, el de los maestros fue un grupo muy castigado por la represión de los que se decían “nacionales”. Fuera como fuese, yo quería aprender a leer, no había escuela y aprendí en ese libro, y fue afortunado —no le pongo comillas, fue afortunado aunque fuera dentro de unos acontecimientos terribles— porque simultáneamente yo me di cuenta no solo del valor y de la mecánica de la escritura, sino de que esta proporcionaba un lenguaje que no era el que se hablaba por los pasillos, por las cocinas y por las calles, era otro lenguaje. Es decir, de una manera muy inocente y muy primitiva, por descontado, yo descubrí la poesía entonces, simultáneamente con el conocimiento de la lectura y de la escritura, conocimientos diríamos que elementales.
JGM: Además, se llamaba igual que tú, Antonio Gamoneda, y supongo que muchas veces habrán asignado ese libro dentro de tu bibliografía.
AG: Sí, sí, así es.
JGM: Volviendo a La pobreza, hay algunas presencias que me han parecido significativas. La primera sería Jorge Pedrero, protagonista —si se puede decir así— de “El vigilante de la nieve”, sección de Libro del frío (1992). Lo describes como “obrero del vidrio, pintor y suicida” en la recopilación de ensayos El cuerpo de los símbolos, y —por cómo hablas de él— también parece alguien configurador del hombre que has sido posteriormente, un maestro “en un espacio de pobreza y miedo”.
AG: Sí, Jorge era de una inteligencia y de una bondad casi incomprensibles. No era un hombre de gran cultura, era muy inteligente y de una generosidad impresionante. Al mismo tiempo, tenía sufrimientos y contradicciones propias que le hicieron terminar como terminó. Pero si hay un ser humano que fuera —por decirlo así, como tú estás apuntando— configurador de mi vida, es decir, algo semejante a un maestro o un maestro sin más, fue Pedro, sí.
Antonio Gamoneda (AG): Bueno, bien. Es que he tenido una noche un poco complicada y cuando llamaste antes todavía estaba tomando un café de desayuno, pero ahora ya creo que espabilé un poco. Luego me vendrá otra vez sueño, pero no hay problema. La reclusión del bicho coronado, no sé, ha creado otros tiempos, así como más pacíficos. Las cosas se hacen hoy... o mañana.
JGM: Si te parece, te voy a tutear.
AG: Nada, está muy bien, sí.
JGM: Vamos a empezar por el segundo tomo de tus memorias, La pobreza (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2020), que corresponde a cuando comenzaste a trabajar, con 14 años, y evoca también los años de la lucha clandestina contra el franquismo y a los amigos con los que la compartiste.
AG: Sí, efectivamente, yo empecé a trabajar en el Banco Mercantil, ya extinguido, el día siguiente de cumplir 14 años, exactamente el 1 de junio de 1945. Y aquel mismo año ya hacía jornadas que empezaban a las cinco de la mañana, encendiendo la calefacción. No parece un horario invernal ni un trabajo muy adecuado para un crío, pero era así, por desdicha. Los años de la lucha, cuando tratábamos de crear conciencia en las zonas trabajadoras y adoptar una postura de resistencia, empezaron unos cuatro o cinco años después, cuando yo era un mozalbete todavía, pero tenía ya dieciocho años más o menos. Las cronologías no las tengo muy ciertas, siempre se mueven un poco. Pero sí, en todo caso, esos años 40 recogen esas dos circunstancias que tienen su importancia: empiezo a trabajar siendo un niño y poco después, algo mayor, la amistad me colocó en los terrenos humanos de la resistencia, así fue.
JGM: Hay en el libro también abundantes “fugas al porvenir que ya he vivido, aunque no sea más que para relatar cansancio y decir cómo envejezco”. Casi toda la primera parte, llamada “La escritura”, va por ahí, de hecho.
AG: Exactamente, es una forma de abrir, por decirlo así, no crear una secuencia cronológica muy exacta, muy paralela a los hechos, porque no me pareció la mejor manera, o quizá lo sea, pero en todo caso vi que estaba más con la realidad porque no tendré tiempo seguramente para escribir un libro posterior a este que continúe el relato biográfico.
JGM: Esperemos que sí tenga tiempo, pero lo siguiente sería un arco temporal bastante grande para llegar hasta el presente desde donde acaba este segundo tomo.
AG: Claro, es que yo abrí ese arco temporal precisamente para que, si va a ser el último libro de memorias, de alguna manera se acercase, y entonces me coloqué en el presente. Por eso hay esa insistencia en hacer el relato de que estoy escribiendo y de aquellas cosas que quizá son simultáneas con la escritura de ahora mismo, lo cual no me impide —sea para bien o sea para mal— regresar a los recuerdos.
JGM: De hecho, en La pobreza a veces el lector se encuentra con algo que podríamos llamar una “hiperconciencia” de la escritura, en esa búsqueda de encontrar la forma de escribirse, porque aparte de relatar el presente, también tratas la propia poética del memorialismo. Dices: “Ya se ha visto también que, movido por impulsos que se han consolidado, al escribir hago relato de la misma escritura que estoy haciendo”.
AG: Sí, claro. Las dudas que tiene cualquier escritor —en este caso, yo mismo— en la manera no ya de narrar para que le lean, sino de acercarse uno mismo a su pasado, recuperarlo con veracidad y con intensidad; eso es precisamente el condicionante de la manera de escribir: cómo pienso y cómo escribo para ir a ese pasado. Por eso, ante las dudas naturales de ese cómo, hay en la primera parte del libro abundantes reflexiones sobre mi escritura —incógnitas, más que nada—, sobre la naturaleza de la escritura y sobre cómo quiero yo que sea esa escritura. Lo cual es un deseo que posiblemente no se logra, no se cumple, pero esa es la materia; y tienes razón en que ciertamente —al principio del libro, sobre todo— hay una gran parte que podría estar en un libro teórico, en un libro apenas narrativo sobre la escritura, sobre la manera y la consistencia de la escritura.
JGM: Y también hay insistencia en la posibilidad de que lo que se está haciendo parte del error o del fracaso: “Creo en el sufrimiento, creo en el error, creo también en el fracaso. (...) Creo en la contradicción. No borro nada”, cosa también presente en tu poesía. Y apuntas al error como un lugar no necesariamente malo, y esto a lo mejor tiene que ver con lo de no traicionarse; tener que errar para no traicionarse porque también en el propio devenir vital el error es una constante.
AG: Sí, creo que te has acercado bien al problema, muy bien. Sí, la escritura es un fracaso, vamos a decirlo así. ¿Qué ocurre? Pues que ese fracaso es el resultado real de la escritura. Claro, no se trata de la línea semántica, expresiva, como quieras llamarlo, de las palabras, sino del hecho escritural, que se resuelve en fracaso. Entonces, ese fracaso también es relato, también es aportación de realidades y de sucesos que están en tu vida; que estuvieron antes o que están ahora mismo, eso es indiferente. Y por eso me atrevo a decir —supongo que es muy discutible— que creo en el error, que creo en la contradicción, en el fracaso... No sé si digo algo más.
JGM: No está en esta cita, pero también la pérdida sería otro de los hilos, ¿no?
AG: Sí, sí, cómo no.
JGM: Tanto la temática como el arco temporal que cubre La pobreza para mí están muy asociados a Blues castellano (1982), en tanto que tiene que ver con la explotación, la vergüenza y el dolor, pero también con la esperanza, y la fraternidad y la solidaridad como motores.
AG: Sí, exactamente, Blues castellano en cierto modo representa mi actitud más cercana a la de lo que se llamaba entonces “poesía social”, pero yo creo que nunca hice poesía social en los términos habituales —diríamos así— de los grandes clásicos españoles de la poesía social de posguerra, sino de esa otra manera, que es menos ideológica, es más bien una narración, una respuesta, una cercanía con el sufrimiento histórico. Como dice la cita de Simone Weil al principio de Blues castellano: “El sufrimiento de los otros entró en mi carne” [en realidad, en Blues castellano aparece como “la desgracia de los otros entró en mi carne”]. Pues sí, el relato de ese hecho está —por decirlo así— puesto en nódulos cerrados en Blues castellano, pero supone las mismas experiencias y la misma actitud ante los recuerdos de la posguerra.
JGM: Claro, ahí consolidados o sedimentados en tiempos concretos, frente al Blues castellano, que apunta más a lo universal, que es a veces una de las diferencias entre el memorialismo y la poesía, se podría decir.
AG: Sí, sí.
JGM: En Un armario lleno de sombra, el primer tomo de tus memorias, que también transcurre en un tiempo de pobreza, hay dos hechos capitales: el primero sería la contemplación del sufrimiento y la muerte debidos a la represión durante la guerra y la inmediata posguerra.
AG: Sí, ciertamente. En fin, yo soy un niño de cinco años en 1936, y ese niño —un tanto enfermizo, por cierto— solía asomarse a los balcones y veía llegar los actos de represión que se organizaron en los primeros meses y escuchaba —eso era terrible— por las noches los gritos de las mujeres en el mismo portal de mi casa o en los cercanos, cuando iban a llevarse a los hombres. Todo eso, claro, como primeros hechos configuradores de una sensibilidad y hasta de una pequeña conciencia en un muchacho tan joven, un niño de cinco años, son determinantes y quizá configuraron mi manera de estar, de ver y de entender para siempre, hasta ahora mismo, ochenta y tantos años después. Que para una criatura tan pequeña su primera información de la vida sea que la vida está configurada —por decirlo así— por la violencia y el sufrimiento es determinante. Podíamos reducir a esto el significado de ese primer asunto.
JGM: El segundo hecho determinante sería el aprendizaje lector, que vino de la mano de un poemario, Otra más alta vida (1919), el único libro de Antonio Gamoneda, tu padre fallecido, y también el único que había en tu casa.
AG: Curiosamente, esto también tiene que ver con la guerra civil española. Yo aprendí a leer en un libro de poemas de mi padre —el único que publicó, murió muy joven— porque estaban las escuelas cerradas, y las escuelas estaban cerradas porque, entre otras cosas, el de los maestros fue un grupo muy castigado por la represión de los que se decían “nacionales”. Fuera como fuese, yo quería aprender a leer, no había escuela y aprendí en ese libro, y fue afortunado —no le pongo comillas, fue afortunado aunque fuera dentro de unos acontecimientos terribles— porque simultáneamente yo me di cuenta no solo del valor y de la mecánica de la escritura, sino de que esta proporcionaba un lenguaje que no era el que se hablaba por los pasillos, por las cocinas y por las calles, era otro lenguaje. Es decir, de una manera muy inocente y muy primitiva, por descontado, yo descubrí la poesía entonces, simultáneamente con el conocimiento de la lectura y de la escritura, conocimientos diríamos que elementales.
JGM: Además, se llamaba igual que tú, Antonio Gamoneda, y supongo que muchas veces habrán asignado ese libro dentro de tu bibliografía.
AG: Sí, sí, así es.
JGM: Volviendo a La pobreza, hay algunas presencias que me han parecido significativas. La primera sería Jorge Pedrero, protagonista —si se puede decir así— de “El vigilante de la nieve”, sección de Libro del frío (1992). Lo describes como “obrero del vidrio, pintor y suicida” en la recopilación de ensayos El cuerpo de los símbolos, y —por cómo hablas de él— también parece alguien configurador del hombre que has sido posteriormente, un maestro “en un espacio de pobreza y miedo”.
AG: Sí, Jorge era de una inteligencia y de una bondad casi incomprensibles. No era un hombre de gran cultura, era muy inteligente y de una generosidad impresionante. Al mismo tiempo, tenía sufrimientos y contradicciones propias que le hicieron terminar como terminó. Pero si hay un ser humano que fuera —por decirlo así, como tú estás apuntando— configurador de mi vida, es decir, algo semejante a un maestro o un maestro sin más, fue Pedro, sí.
JGM: El segundo es el pintor iraquí Faik Husein, que publicó en 1972 Las escamas del corazón con tu ayuda con el léxico castellano.
AG: Sí. Fue una persona también muy significativa en mi vida. Faik Husein era un hombre inteligentísimo. Un árabe al que era un tanto difícil acercarse, aunque yo lo quería, y él a mí mucho también. Fue una amistad intensa y muy rica, pero también muy complicada. Faik era pintor y grabador. Dibujaba maravillosamente. Los lienzos me gustaban menos. Pero simultáneamente era un poeta impresionante y lo demostró. Quizá lo digo yo con estas mismas palabras, cuando yo actuaba un poco como un diccionario viviente, y él, que conocía mal el castellano, me consultaba. Yo no le dictaba nada, era él el que buscaba en mí las palabras, y yo se las iba dando lo mejor que podía; unas las rechazaba, otras las aceptaba... Y construyó un libro hermosísimo, que premiaron luego en un jurado de gran altura, como era Dámaso Alonso, Luis Rosales, Emilio Alarcos... En fin, un jurado superior.
JGM: Y el último sería el poeta y pintor Juan Carlos Mestre.
AG: A Mestre lo conocí muy niño y es también un ser excepcional, un creador que todo lo hace bien, y divertido además, con generosidad. No sé si es un hermano menor o un amigo que podría ser un hijo. Yo lo quiero mucho y es un gran poeta y un dibujante a su vez mágico.
JGM: A mi niño mayor, Guille, le regalé por su primer cumpleaños un grabado suyo.
AG: Ah, muy bien, pues será muy hermoso.
JGM: Sí, efectivamente. Me separó algunos Alejandra y me dio a elegir. Ahora tengo un segundo que ha cumplido un año y tengo que regalarle algo a la altura y no sé qué. Y con Mestre has colaborado además en tres libros, él como ilustrador y tú como poeta, Extravío en la luz (2008), Lapidario incompleto (2014) y Las venas comunales (2015-2019), ¿no?
AG: Bueno, el poeta podría haber sido él. Yo no podía ser el dibujante. Podía haber sido el poeta, ya que es un creador de un lenguaje que a mí me parece —como creación de lenguaje, posiblemente, desde Lorca— lo más sensible, impresionante y atractivo que puede haber en la poesía española.
JGM: En relación con la “hiperconsciencia” de la que hemos hablado antes, también se da en La pobreza el relato recurrente de lo que podríamos llamar “movimientos del cuerpo”; asoman cosas como pústulas, prótesis, orines, listas de medicamentos... Claro, tiene que ver con tu día a día, pero por su insistencia llama la atención.
AG: Te voy a explicar cuál fue mi intención. Es una cosa muy deliberada. Ciertamente, además es algo que tiene bastante peso en mi vida porque todo el puñetero día tengo que estar pendiente... Menos mal que mi mujer me ayuda en eso muchísimo; de si me olvidé de tomar esto, las dieciocho o veinte pastillas que tomo al día, más las otras pequeñeces, gargarismos, gotas, para inspirar, para aspirar... Entonces, claro, hay que ver cómo esta realidad de menudencias antipáticas sin embargo está en nuestra vida condicionándola. Nos condiciona desde la propia química, porque viene a nuestro organismo, hasta mover nuestros pasos, nuestro tiempo, nuestros recuerdos, nuestros olvidos... Con independencia del hecho de que sea una muestra de la inmensa industria farmacéutica mundial que ejerce una enorme, tremenda y terrible presión económica, es algo que está en nuestros cuerpos, en nuestros minutos de cada día, en nuestras retracciones, en nuestros impulsos... “Me he olvidado esta pastilla, pero ahora no la puedo tomar. Estaba abajo. Está arriba”. Hablo así porque mi casa tiene dos plantas. Nos mueve, nos condiciona, es una parte muy fuerte y no muy deseable.
JGM: Y no muy atendida literariamente, la verdad. Dices en La pobreza: “...este muestrario fatigoso [es] tanto tiempo vivir”.
AG: Sí, sí.
JGM: Y otra cosa que me parece interesante poéticamente es el tema del sueño. Hablas de esa relación con el sueño, y entre este —y lo que llamas “entresueños”— y la propia escritura poética.
AG: Sí, sí. Vamos a ver, Javier, tú fíjate, los seres humanos nos pasamos la tercera parte de nuestra vida durmiendo y soñando. Porque, aunque no recordemos los sueños, los neurobiólogos y los psiquiatras dicen que soñamos constantemente. Es decir, no es una actividad deliberada, insomne, consciente, pero estamos en una actividad real. La tercera parte de nuestra vida. Nuestro pensamiento, nuestros deseos, nuestras representaciones visuales, incluso nuestra estética, la cercanía con los seres se comporta en los sueños de otra manera. No hace falta estudiar mucho a Freud, yo no entro en los significados de los sueños, simplemente los sueños están ahí tal como han sucedido y son la tercera parte de mi vida. ¿Cómo yo, si quiero ser realista y veraz respecto a mi vida, puedo ocultar todo lo que sepa de eso? Lo que no entiendo es que no lo hagan otros.
JGM: Ya. Y de hecho dices que llegas a escribir en esos entresueños o duermevelas.
AG: Sí. Ahí, claro, hay una situación muy interesante, que además en mí tiene un componente psíquico y onírico, en la cual se está y no se está despierto ni dormido, estás las dos cosas. Yo por ejemplo... Quizá lo digo en el libro, pero te lo aclaro en dos palabras. Yo abro los ojos y estoy viendo mi habitación con todos sus detalles, la veo física y realmente, pero al mismo tiempo yo tengo allí una visita, un acontecimiento que es puramente soñado, imaginario mío, pero que también lo veo porque en los sueños lo imaginario se ve.
JGM: Es lo real, sí.
AG: Y esta coincidencia de los dos mundos —el mundo insomne y el mundo soñado— es también una realidad. Bueno, pues yo la cuento.
AG: Sí. Fue una persona también muy significativa en mi vida. Faik Husein era un hombre inteligentísimo. Un árabe al que era un tanto difícil acercarse, aunque yo lo quería, y él a mí mucho también. Fue una amistad intensa y muy rica, pero también muy complicada. Faik era pintor y grabador. Dibujaba maravillosamente. Los lienzos me gustaban menos. Pero simultáneamente era un poeta impresionante y lo demostró. Quizá lo digo yo con estas mismas palabras, cuando yo actuaba un poco como un diccionario viviente, y él, que conocía mal el castellano, me consultaba. Yo no le dictaba nada, era él el que buscaba en mí las palabras, y yo se las iba dando lo mejor que podía; unas las rechazaba, otras las aceptaba... Y construyó un libro hermosísimo, que premiaron luego en un jurado de gran altura, como era Dámaso Alonso, Luis Rosales, Emilio Alarcos... En fin, un jurado superior.
JGM: Y el último sería el poeta y pintor Juan Carlos Mestre.
AG: A Mestre lo conocí muy niño y es también un ser excepcional, un creador que todo lo hace bien, y divertido además, con generosidad. No sé si es un hermano menor o un amigo que podría ser un hijo. Yo lo quiero mucho y es un gran poeta y un dibujante a su vez mágico.
JGM: A mi niño mayor, Guille, le regalé por su primer cumpleaños un grabado suyo.
AG: Ah, muy bien, pues será muy hermoso.
JGM: Sí, efectivamente. Me separó algunos Alejandra y me dio a elegir. Ahora tengo un segundo que ha cumplido un año y tengo que regalarle algo a la altura y no sé qué. Y con Mestre has colaborado además en tres libros, él como ilustrador y tú como poeta, Extravío en la luz (2008), Lapidario incompleto (2014) y Las venas comunales (2015-2019), ¿no?
AG: Bueno, el poeta podría haber sido él. Yo no podía ser el dibujante. Podía haber sido el poeta, ya que es un creador de un lenguaje que a mí me parece —como creación de lenguaje, posiblemente, desde Lorca— lo más sensible, impresionante y atractivo que puede haber en la poesía española.
JGM: En relación con la “hiperconsciencia” de la que hemos hablado antes, también se da en La pobreza el relato recurrente de lo que podríamos llamar “movimientos del cuerpo”; asoman cosas como pústulas, prótesis, orines, listas de medicamentos... Claro, tiene que ver con tu día a día, pero por su insistencia llama la atención.
AG: Te voy a explicar cuál fue mi intención. Es una cosa muy deliberada. Ciertamente, además es algo que tiene bastante peso en mi vida porque todo el puñetero día tengo que estar pendiente... Menos mal que mi mujer me ayuda en eso muchísimo; de si me olvidé de tomar esto, las dieciocho o veinte pastillas que tomo al día, más las otras pequeñeces, gargarismos, gotas, para inspirar, para aspirar... Entonces, claro, hay que ver cómo esta realidad de menudencias antipáticas sin embargo está en nuestra vida condicionándola. Nos condiciona desde la propia química, porque viene a nuestro organismo, hasta mover nuestros pasos, nuestro tiempo, nuestros recuerdos, nuestros olvidos... Con independencia del hecho de que sea una muestra de la inmensa industria farmacéutica mundial que ejerce una enorme, tremenda y terrible presión económica, es algo que está en nuestros cuerpos, en nuestros minutos de cada día, en nuestras retracciones, en nuestros impulsos... “Me he olvidado esta pastilla, pero ahora no la puedo tomar. Estaba abajo. Está arriba”. Hablo así porque mi casa tiene dos plantas. Nos mueve, nos condiciona, es una parte muy fuerte y no muy deseable.
JGM: Y no muy atendida literariamente, la verdad. Dices en La pobreza: “...este muestrario fatigoso [es] tanto tiempo vivir”.
AG: Sí, sí.
JGM: Y otra cosa que me parece interesante poéticamente es el tema del sueño. Hablas de esa relación con el sueño, y entre este —y lo que llamas “entresueños”— y la propia escritura poética.
AG: Sí, sí. Vamos a ver, Javier, tú fíjate, los seres humanos nos pasamos la tercera parte de nuestra vida durmiendo y soñando. Porque, aunque no recordemos los sueños, los neurobiólogos y los psiquiatras dicen que soñamos constantemente. Es decir, no es una actividad deliberada, insomne, consciente, pero estamos en una actividad real. La tercera parte de nuestra vida. Nuestro pensamiento, nuestros deseos, nuestras representaciones visuales, incluso nuestra estética, la cercanía con los seres se comporta en los sueños de otra manera. No hace falta estudiar mucho a Freud, yo no entro en los significados de los sueños, simplemente los sueños están ahí tal como han sucedido y son la tercera parte de mi vida. ¿Cómo yo, si quiero ser realista y veraz respecto a mi vida, puedo ocultar todo lo que sepa de eso? Lo que no entiendo es que no lo hagan otros.
JGM: Ya. Y de hecho dices que llegas a escribir en esos entresueños o duermevelas.
AG: Sí. Ahí, claro, hay una situación muy interesante, que además en mí tiene un componente psíquico y onírico, en la cual se está y no se está despierto ni dormido, estás las dos cosas. Yo por ejemplo... Quizá lo digo en el libro, pero te lo aclaro en dos palabras. Yo abro los ojos y estoy viendo mi habitación con todos sus detalles, la veo física y realmente, pero al mismo tiempo yo tengo allí una visita, un acontecimiento que es puramente soñado, imaginario mío, pero que también lo veo porque en los sueños lo imaginario se ve.
JGM: Es lo real, sí.
AG: Y esta coincidencia de los dos mundos —el mundo insomne y el mundo soñado— es también una realidad. Bueno, pues yo la cuento.
JGM: Una cosa que tiene que ver con tu escritura. Hablando de la categoría “herméticas” para describir determinadas poéticas —dentro de la cual se te engloba a veces—, te revuelves y dices: “Discrepo. Discrepo cuando se trata de considerar lenguajes poéticos ‘veraces’. Estos resultan mejor aludidos precisamente con una calificación contraria: ‘abiertos’”.
AG: Sí, esas palabras se han hecho tópicas en la crítica y en la interpretación literaria. El hermetismo... Puede que haya voluntad de cerrar el lenguaje en algunos escritores, pero yo pienso que en la mayoría de las vanguardias históricas más bien se trata de una gran apertura a las palabras. Vienen ellas solas, aparecen casi solas. Qué duda cabe de que las mueves tú, pero ese movimiento no le quita veracidad a la inesperada realidad de esas palabras. Y no es el lenguaje de la convivencia vecinal, claro, pero es un lenguaje, unos lenguajes. Subjetivos, cada poeta tiene el suyo, pero son lenguaje. Yo creo que son abiertos. Y hay un tópico erróneo en hablar de hermetismo.
JGM: Ya. Hilando lo que dices de las vanguardias con lo del sueño... El hecho es que el sueño había sido relegado, por ejemplo, por el realismo, y tú antes decías que para poder ser veraz precisamente habría que hablar también del sueño como una parte configuradora, y eso hicieron los surrealistas, ¿no?
AG: Sí. Qué duda cabe que la semántica de esos lenguajes no coincidirá con la semántica académica ni con la semántica popular. Bueno, es que no vivimos un solo lenguaje. Y hay lenguajes que estamos descubriendo constantemente. Lo que me parece que yo llamo “las palabras instantáneas” en el libro. No sé si lo recuerdas, pero yo creo que sí lo digo.
JGM: Sí, “las significaciones instantáneas”.
AG: Esas palabras que no son deliberadas, que están prácticamente fuera del pensamiento discursivo, pero, oye, están, ¿no? Y están con la legitimidad que les confiere el que no sean una preparación artificiosa que hace el poeta para que se asombre el crítico y no sé qué otro... Si viene así... Pues, bueno, están ahí y pertenecen al hecho expresivo y comunicativo.
JGM: Y a nuestras vidas, claro. Y ahora, dando un salto a Descripción de la mentira (1977). Esto tiene poco que ver con La pobreza, es posterior a lo allí contado, pero me parece muy significativo y no quería dejar de hablar de ello. Dices que una frase: “El óxido se posó en mi lengua como el sabor de una desaparición”, supuso un desencadenante musical que en cierta manera hizo asomar la patita de lo que sería luego el cuerpo del conjunto.
AG: Así es. Yo llevaba mucho tiempo sin escribir o escribiendo apenas y más sin publicar nada, no sé cuántos años, doce, catorce, y ¿qué ocurre? Además, hay una cosa, hay una coincidencia. No sé si se la he dicho a alguien, pero es así. ¿Por qué vinieron esas palabras hasta mí? Yo estaba veraneando con mis hijas y mi mujer, y en aquel momento estaba solo por el Soto de Boñar, estaba paseando. Vinieron así esas palabras organizadas rítmicamente. El ritmo es el estímulo, el generador precisamente del lenguaje poético, a mi entender. ¿Por qué vinieron esas esa tarde? Yo era todavía el niño que se asomaba y pegaba el rostro contra las barras frías del balcón del número 4 de la Carretera de Zamora de León y veía desde allí cómo perseguían o cómo tiroteaban... Y las cuerdas de prisioneros hacia el penal de San Marcos.
JGM: Los “desaparecidos”, ¿no?
AG: Claro, claro.
JGM: Madre mía.
AG: Entonces, ese frío en el rostro... Yo era un niño, yo podía hasta lamer aquellas barras, yo qué sé lo que haría, pero es cierto, lo asocié.
JGM: Qué contraste, ¿no?, entre la inocencia del niño lamiendo una barra y lo que estaba pasando al otro lado.
AG: Sí, es así, yo creo que fue así, yo creo que lo hacía. Y por eso esa especie de resurrección del momento en mi lengua, ¿no? “El óxido se posó en mi lengua...”. El óxido de las barras llovidas, las barras de hierro de los balcones del número 4 de la Carretera de Zamora.
JGM: Y eso supuso además en cierta manera lo que vino posteriormente. Porque, de primeras, hubo un salto muy grande y...
AG: Sí, efectivamente, a partir de ahí, cuando hay unas palabras enmarcadas en una lírica y hay un pensamiento latente que no se manifestaba, pues empiezan a incorporarse pensamiento y ritmo, palabra inesperada, palabra instantánea, ese proceso que tiene la generación poética. Y aparece Descripción de la mentira.
JGM: Y eso en cierta manera da pie a todo lo posterior.
AG: Bueno, eso dicen, que todavía ando por aquellos derroteros.
JGM: El hecho es que tiene poco que ver con Sublevación inmóvil (1960) y Blues castellano, que se había quedado en el limbo por la censura, que impidió su salida íntegra.
AG: Sí, lo publiqué después incluso de Descripción de la mentira, pero, ciertamente, es muy anterior. Y ahí empezó una etapa en la cual mi escritura coge una vertebración y una dirección distintas, sí.
JGM: Aunque el Blues castellano asoma en muchas de tus cosas posteriores, el uso del lenguaje es otra cosa, claro.
AG: En la medida en la que uno cambia, pero sigue siendo el mismo.
JGM: Y para acabar quería hablar de un concepto que parece ser motor de tu escritura: “La poesía en la perspectiva de la muerte”. En cierta manera, atraviesa toda tu obra, como un río subterráneo, pero en ocasiones emerge de manera directa. Por ejemplo, en Canción errónea (2012): “Definitivamente, me he sentado / a esperar la muerte / como quien espera noticias ya sabidas”, y en Lápidas (1986): “Soy el que ya comienza a no existir y el que solloza todavía”. Este fragmento también lo señala Carlos Piera en el mismo artículo de la cita del principio. Por ahí quería que nos contaras un poco.
AG: Necesaria e inevitablemente, eso lo tengo bastante claro. Además, yo pienso que, rastreando con cierto cuidado, encontrarías signos de eso mismo —del espejo de la muerte y de estar en la perspectiva de la muerte— en los libros anteriores y en los posteriores...
JGM: Claro. Estas dos citas, de hecho, han sido un poco casuales, podrían haber sido otras muchas.
AG: Está bien, las citas están muy bien hechas. Mira, Javier, de la naturaleza, somos la única especie que sabe que va a morir, la única. Este hecho nos diferencia de cualquier otra especie natural, incluso de alguna que pueda tener algún grado de conciencia, como pueden ser, en fin, los homínidos, los orangutanes, los perros... Nosotros lo sabemos con una conciencia articulada y llena de evidencias. Y ese conocimiento —como te digo— es decisivo. Los seres humanos respecto de las otras especies naturales. ¿Cómo la narración o la expresión de nuestros hechos va a prescindir del conocimiento decisivo? Por eso, todos mis actos están ante el espejo de la muerte y se hacen realmente —no me lo invento yo— en la perspectiva de la muerte. Bueno, pues ya está explicado. Hay un hecho diferencial que condiciona nuestra conciencia, nuestra narratividad incluso. Y habrá escritores —y están en su derecho— que traten de olvidarlo o que prescindan de ello simplemente porque se lo pide el cuerpo. Muy bien, no me parece mal, pero no es mi caso. Creo que los escritores que deliberadamente prescinden de esa perspectiva no lo logran. Porque —lo digan o no— cada hecho que relatan, o cada emoción que comunican, o cada palabra que ponen sobre el papel está hecho mientras avanzan hacia la muerte. Necesariamente eso es así. Entonces, resulta que yo puedo ser un poeta más realista —no mejor, digo más realista— que quienes se precian de ser realistas.
JGM: Como con lo del sueño que decías...
AG: Hombre, algunos, no todos. Yo creo que, en general, aunque quiera, normalmente el escritor no comunica prescindiendo de una manera absoluta de esa conciencia mortal que tiene, no lo puede hacer. Es mortal y lo sabe.
JGM: Siempre emerge. Llevo muchos años escribiendo sobre poesía y muerte, y he visto que al final siempre se puede hablar de esa relación a partir casi de cualquier autor. Con alguno, por oposición. Por ejemplo, cuando escribí sobre Claudio Rodríguez, hablé del vitalismo, pero al final apunta hacia la mortalidad, porque el vitalismo es una celebración, pero ante esa perspectiva ineludible.
AG: Pues muy bien, amigo. Está muy bien además que me recuerdes a Claudio... Mestre y yo nos queremos mucho, pero Claudio, de mis contemporáneos —algo más joven que yo—, fue quizá el único amigo entre los poetas. Luego quizá haya venido alguno más... Oye, tienes material para escribir mucho.
JGM: Sí, y tanto. Muchas gracias, Antonio. Que tengas un buen domingo.
AG: Igualmente.
Esta conversación con Antonio Gamoneda se publicó originalmente en la revista Adiós Cultural, en el número 144 (septiembre-octubre de 2020). Aprovecho para agradecer a Jordi Doce (responsable de la edición de La pobreza) el haber podido conversar con el maestro; y lo felicito por el trabajo editor con su obra, siempre espléndido.
AG: Sí, esas palabras se han hecho tópicas en la crítica y en la interpretación literaria. El hermetismo... Puede que haya voluntad de cerrar el lenguaje en algunos escritores, pero yo pienso que en la mayoría de las vanguardias históricas más bien se trata de una gran apertura a las palabras. Vienen ellas solas, aparecen casi solas. Qué duda cabe de que las mueves tú, pero ese movimiento no le quita veracidad a la inesperada realidad de esas palabras. Y no es el lenguaje de la convivencia vecinal, claro, pero es un lenguaje, unos lenguajes. Subjetivos, cada poeta tiene el suyo, pero son lenguaje. Yo creo que son abiertos. Y hay un tópico erróneo en hablar de hermetismo.
JGM: Ya. Hilando lo que dices de las vanguardias con lo del sueño... El hecho es que el sueño había sido relegado, por ejemplo, por el realismo, y tú antes decías que para poder ser veraz precisamente habría que hablar también del sueño como una parte configuradora, y eso hicieron los surrealistas, ¿no?
AG: Sí. Qué duda cabe que la semántica de esos lenguajes no coincidirá con la semántica académica ni con la semántica popular. Bueno, es que no vivimos un solo lenguaje. Y hay lenguajes que estamos descubriendo constantemente. Lo que me parece que yo llamo “las palabras instantáneas” en el libro. No sé si lo recuerdas, pero yo creo que sí lo digo.
JGM: Sí, “las significaciones instantáneas”.
AG: Esas palabras que no son deliberadas, que están prácticamente fuera del pensamiento discursivo, pero, oye, están, ¿no? Y están con la legitimidad que les confiere el que no sean una preparación artificiosa que hace el poeta para que se asombre el crítico y no sé qué otro... Si viene así... Pues, bueno, están ahí y pertenecen al hecho expresivo y comunicativo.
JGM: Y a nuestras vidas, claro. Y ahora, dando un salto a Descripción de la mentira (1977). Esto tiene poco que ver con La pobreza, es posterior a lo allí contado, pero me parece muy significativo y no quería dejar de hablar de ello. Dices que una frase: “El óxido se posó en mi lengua como el sabor de una desaparición”, supuso un desencadenante musical que en cierta manera hizo asomar la patita de lo que sería luego el cuerpo del conjunto.
AG: Así es. Yo llevaba mucho tiempo sin escribir o escribiendo apenas y más sin publicar nada, no sé cuántos años, doce, catorce, y ¿qué ocurre? Además, hay una cosa, hay una coincidencia. No sé si se la he dicho a alguien, pero es así. ¿Por qué vinieron esas palabras hasta mí? Yo estaba veraneando con mis hijas y mi mujer, y en aquel momento estaba solo por el Soto de Boñar, estaba paseando. Vinieron así esas palabras organizadas rítmicamente. El ritmo es el estímulo, el generador precisamente del lenguaje poético, a mi entender. ¿Por qué vinieron esas esa tarde? Yo era todavía el niño que se asomaba y pegaba el rostro contra las barras frías del balcón del número 4 de la Carretera de Zamora de León y veía desde allí cómo perseguían o cómo tiroteaban... Y las cuerdas de prisioneros hacia el penal de San Marcos.
JGM: Los “desaparecidos”, ¿no?
AG: Claro, claro.
JGM: Madre mía.
AG: Entonces, ese frío en el rostro... Yo era un niño, yo podía hasta lamer aquellas barras, yo qué sé lo que haría, pero es cierto, lo asocié.
JGM: Qué contraste, ¿no?, entre la inocencia del niño lamiendo una barra y lo que estaba pasando al otro lado.
AG: Sí, es así, yo creo que fue así, yo creo que lo hacía. Y por eso esa especie de resurrección del momento en mi lengua, ¿no? “El óxido se posó en mi lengua...”. El óxido de las barras llovidas, las barras de hierro de los balcones del número 4 de la Carretera de Zamora.
JGM: Y eso supuso además en cierta manera lo que vino posteriormente. Porque, de primeras, hubo un salto muy grande y...
AG: Sí, efectivamente, a partir de ahí, cuando hay unas palabras enmarcadas en una lírica y hay un pensamiento latente que no se manifestaba, pues empiezan a incorporarse pensamiento y ritmo, palabra inesperada, palabra instantánea, ese proceso que tiene la generación poética. Y aparece Descripción de la mentira.
JGM: Y eso en cierta manera da pie a todo lo posterior.
AG: Bueno, eso dicen, que todavía ando por aquellos derroteros.
JGM: El hecho es que tiene poco que ver con Sublevación inmóvil (1960) y Blues castellano, que se había quedado en el limbo por la censura, que impidió su salida íntegra.
AG: Sí, lo publiqué después incluso de Descripción de la mentira, pero, ciertamente, es muy anterior. Y ahí empezó una etapa en la cual mi escritura coge una vertebración y una dirección distintas, sí.
JGM: Aunque el Blues castellano asoma en muchas de tus cosas posteriores, el uso del lenguaje es otra cosa, claro.
AG: En la medida en la que uno cambia, pero sigue siendo el mismo.
JGM: Y para acabar quería hablar de un concepto que parece ser motor de tu escritura: “La poesía en la perspectiva de la muerte”. En cierta manera, atraviesa toda tu obra, como un río subterráneo, pero en ocasiones emerge de manera directa. Por ejemplo, en Canción errónea (2012): “Definitivamente, me he sentado / a esperar la muerte / como quien espera noticias ya sabidas”, y en Lápidas (1986): “Soy el que ya comienza a no existir y el que solloza todavía”. Este fragmento también lo señala Carlos Piera en el mismo artículo de la cita del principio. Por ahí quería que nos contaras un poco.
AG: Necesaria e inevitablemente, eso lo tengo bastante claro. Además, yo pienso que, rastreando con cierto cuidado, encontrarías signos de eso mismo —del espejo de la muerte y de estar en la perspectiva de la muerte— en los libros anteriores y en los posteriores...
JGM: Claro. Estas dos citas, de hecho, han sido un poco casuales, podrían haber sido otras muchas.
AG: Está bien, las citas están muy bien hechas. Mira, Javier, de la naturaleza, somos la única especie que sabe que va a morir, la única. Este hecho nos diferencia de cualquier otra especie natural, incluso de alguna que pueda tener algún grado de conciencia, como pueden ser, en fin, los homínidos, los orangutanes, los perros... Nosotros lo sabemos con una conciencia articulada y llena de evidencias. Y ese conocimiento —como te digo— es decisivo. Los seres humanos respecto de las otras especies naturales. ¿Cómo la narración o la expresión de nuestros hechos va a prescindir del conocimiento decisivo? Por eso, todos mis actos están ante el espejo de la muerte y se hacen realmente —no me lo invento yo— en la perspectiva de la muerte. Bueno, pues ya está explicado. Hay un hecho diferencial que condiciona nuestra conciencia, nuestra narratividad incluso. Y habrá escritores —y están en su derecho— que traten de olvidarlo o que prescindan de ello simplemente porque se lo pide el cuerpo. Muy bien, no me parece mal, pero no es mi caso. Creo que los escritores que deliberadamente prescinden de esa perspectiva no lo logran. Porque —lo digan o no— cada hecho que relatan, o cada emoción que comunican, o cada palabra que ponen sobre el papel está hecho mientras avanzan hacia la muerte. Necesariamente eso es así. Entonces, resulta que yo puedo ser un poeta más realista —no mejor, digo más realista— que quienes se precian de ser realistas.
JGM: Como con lo del sueño que decías...
AG: Hombre, algunos, no todos. Yo creo que, en general, aunque quiera, normalmente el escritor no comunica prescindiendo de una manera absoluta de esa conciencia mortal que tiene, no lo puede hacer. Es mortal y lo sabe.
JGM: Siempre emerge. Llevo muchos años escribiendo sobre poesía y muerte, y he visto que al final siempre se puede hablar de esa relación a partir casi de cualquier autor. Con alguno, por oposición. Por ejemplo, cuando escribí sobre Claudio Rodríguez, hablé del vitalismo, pero al final apunta hacia la mortalidad, porque el vitalismo es una celebración, pero ante esa perspectiva ineludible.
AG: Pues muy bien, amigo. Está muy bien además que me recuerdes a Claudio... Mestre y yo nos queremos mucho, pero Claudio, de mis contemporáneos —algo más joven que yo—, fue quizá el único amigo entre los poetas. Luego quizá haya venido alguno más... Oye, tienes material para escribir mucho.
JGM: Sí, y tanto. Muchas gracias, Antonio. Que tengas un buen domingo.
AG: Igualmente.
Esta conversación con Antonio Gamoneda se publicó originalmente en la revista Adiós Cultural, en el número 144 (septiembre-octubre de 2020). Aprovecho para agradecer a Jordi Doce (responsable de la edición de La pobreza) el haber podido conversar con el maestro; y lo felicito por el trabajo editor con su obra, siempre espléndido.