Anna Roig, “Quizás le llame Modagala”: delirio verbal para nombrar el miedo

La Bella Varsovia publica el primer poemario de la autora catalana


“Quizás le llame Modagala” (La Bella Varsovia, 2013) es el primer poemario de Anna Roig, un libro que puede leerse como una ética de conducta. Con un ejercicio continuo de torsión lingüística, Roig despliega en esta obra una poética combativa por necesidad; una poesía humana y social nacida de una fructífera lucha interna. El resultado es una ecuación mágica: la que hace de la debilidad nuestra fortaleza. Por Antonio Mochón.




Es difícil llegar a uno mismo. Chantal Maillard comienza sus Diarios indios (Pre-textos, 2005) con esta afirmación que desencadena toda una teoría del amor como intervalos de luz y sombra, eros y thanatos: “Sólo las situaciones (…) en las que nos encontramos totalmente desprovistos de recursos, son las que, cerrándonos el mundo exterior, nos obligan a franquear los límites de nuestro interior”.

Para penetrar en esa profunda oscuridad que nos habita, hay que estar de alguna forma obligado por unas circunstancias que ya no pueden ser amables. Sólo entonces sentimos la atracción de lo oscuro, ese abismo antiguo al que regresamos como a nuestra primera casa.

Me senté en la mesa del lobo. Así empieza Anna Roig (Barcelona, 1976) su libro Quizás le llame Modagala (La Bella Varsovia, 2013), dando continuación a la lógica de Maillard mediante un simbolismo marca de la casa, feroz y a la vez cándido: “me senté en la mesa del lobo // le expliqué // después cerré la caja de Pandora // la enterramos // nos fuimos a dormir”. Una subversión del orden establecido, –como aquel hermoso “morir atropellado por un ciervo” de Juan Marqués– en la que el lobo, ahora lobezno pero aún animal salvaje, acude a nuestro encuentro.

El lobo nos está esperando y yo lo espero a él, parece decir Anna Roig. En la aridez del alma, representada por el animal, conviven Anna y Maillard como habitantes del mismo lugar llamado poesía y unidas por el mismo vértigo al que ambas se enfrentan en un acto que va de la lucidez de una a la temeridad de otra.

Un balanceo suave de “gemir conceptos” que apuntan al centro de una diana que La Bella Varsovia coloca en nuestras manos con un gusto exquisito por el trabajo bien hecho y, lo más importante, con el atrevimiento y la intuición de apostar por nuevas voces más que interesantes (es el primer libro de Anna Roig).

Este libro puede leerse como una ética de conducta. Il faut tenter de vivre!, no lo dice Anna Roig pero ni falta hace. Paul Valéry lo escribió y Anna Roig lo lleva a la práctica lanzándose a la búsqueda de algo, aunque para ello tenga que transitar un terreno árido y desacostumbrado.

La primera tarea es dar con el escondite del miedo. Un miedo esquivo: le preguntas y te dice otra cosa. Ahí nace el juego de conceptos, para describir el miedo hay que empezar cuestionándose los mismos pilares del lenguaje y de nuestra percepción: “las migas se tiraban a los no-patos”.

El delirio verbal del libro es un invento para nombrar el miedo en un tiempo esquizofrénico que deja pocas opciones: por dentro la amenaza, por fuera el enjambre. La salida de Anna Roig es un gerundio: “soy // un ser // …siendo”. Hay que intentar vivir.

Para llegar a este momento luminoso hace falta haber descendido a lo oscuro. Seguir “el rastro de babosas en baldosas grises”, clasificar “la herrumbre rojiza de lo que deja huella”, sabernos “rotos enteros”. La primera parte del libro es un esfuerzo por soltar el lastre que nos permita, desnudos, mirar cara a cara a nuestros miedos.

Un turismo de interior por paisajes estériles y deshojados, poemas de autoconocimiento que no excluyen la interpelación baudeleriana a esa masa felizmente acomodada en su propia trampa: “bienvenidos a la ciudad de las brasas // tomen asiento, mierdas (…) // meros soñadores insulsos cobardes autistas anónimos transeúntes cobayas trasnochadores putas magos murciélagos y murciélagas”.

Un mundo agonizante, hecho de falsas apariencias, un mundo donde todo pierde consistencia incluido el propio lenguaje, que participa del mismo absurdo: cárceles construidas desde dentro. Y justo ahí la paradoja: como en la fotografía de Cartier-Bresson, por los barrotes de la cárcel asoman unos brazos y unas piernas. La esperanza.

Otro de los ejes del libro es, en la estela de Vallejo o Gelman, la torsión lingüística que se convierte en seña de identidad: “hilvanamimar ocasos”, “llorotristo”, “cojeomutilaciono”, “clasificolatristura”.

Fragmentarismo, sintaxis rota, palabras que cobran vida y se entremezclan. El animal lingüístico está domado: se le ha dado libertad. Lo único que hacía falta era un ejercicio de imaginación: “cuenten estrellas, las vean o no”. Amansar el lenguaje era domar el mundo y esto era descubrir el conflicto interior que nace de una mutilación, de un recuerdo.

Anna Roig, hermética y simbolista, incorrecta y tierna, invoca al Minotauro como cualquier otra actividad rutinaria: “Frío es que la ropa tendida no se haya secado aún”.

La suya es una poética combativa por necesidad, contradictoria por convicción, poesía humana y social nacida de una fructífera lucha interna que queda visualmente representada en unos de sus poemas: puntos suspensivos forman lo que serían las cuerdas, varias xx en las esquinas, las señales cardinales (N, S, E, O) a los lados y en el centro su definición de poesía: cuadrilátero.

Escribir poesía como se pega a un saco de boxeo. Dice en un momento Anna Roig que la cordura es el acierto de disparar parábolas. Apunto algunos de esos proyectiles: un cuadrilátero existencial, la duda indudable, el miedo valiente.

Escribir, mirar, desear, vivir son una actitud: la del que mira al cielo a pesar de no poder ver estrellas. Las estrellas para quien las trabaja. Por eso la poeta se sitúa en las alturas, la serie de poemas con este título (Alturas) es de lo mejor del libro. Los versos adelgazan, pierden suelo hasta desaparecer. El poema [alturas04] es una página en blanco. La palabra por fin liberada.

Anna Roig trabaja sus estrellas con la espontaneidad del niño que inventa juegos y con la sabiduría del cuerpo que conoce la ausencia. Crecer es abandonar el mito, el mundo abandona el cuento y camina solo. Su dolor es una niña que se ha hecho madre pero sigue soñando con árboles, los únicos que mueren de pie. Y la poesía es el jugo que queda después de estrujar el mundo.

Baudelaire condensó el potencial de la poesía en esta bella imagen: arrancarse un sol del corazón. Anna Roig va más lejos: se ha arrancado un hijo birmano llamado Modagala. Esta sublimación de la escritura como construcción del sueño entrecortado que renovamos cada día cuando, al calor de un recuerdo, abrimos los ojos y volamos.

Quizás le llame Modagala es el resultado de una inmersión en todas esas voces que nos dicen por dentro. Un camino de formación disfrazado de huida en la que afrontar lo desconocido, como Lilith o Pandora, es la única forma de saber quiénes somos. Y lo que somos, recordando unas palabras de Luis Muñoz a propósito de Juan Ramón Jiménez, es el producto de una ecuación mágica: la que hace de la debilidad nuestra fortaleza.


Reseña del profesor, poeta y crítico, Antonio Mochón, editor del blog La vida no existe.


Miércoles, 6 de Marzo 2013
Antonio Mochón
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