Ángeles y demonios: cómo las culturas antiguas exculparon a Dios

La causa de la creencia del cristianismo y otras religiones en estas entidades debe ser comprendida a fondo


Las creencias del cristianismo y otras religiones en la existencia de ángeles y demonios han sido para el pensamiento moderno ateo inadmisibles. Sin embargo, la valoración correcta de dichas creencias debe basarse en un conocimiento preciso: ¿cuál es su origen histórico?¿qué papel juegan? Por Javier Monserrat.


Javier Monserrat
29/10/2013

La conciencia dramática de que la vida humana no sólo contiene el Bien, sino que está inundada por el Mal está presente desde las reflexiones más antiguas sobre Dios y la religión. ¿Puede ser Dios responsable del Mal? ¿Tiene sentido pensar que una Divinidad, benevolente para con la estirpe humana, haya creado un mundo transido de angustia, de sufrimiento y del drama general de la historia que afecta a todos los seres humanos?

Hemos expuesto recientemente, en otro artículo de Tendencias21, algunos perfiles que permiten entender cómo la modernidad, en especial la imagen científica de un universo autónomo y evolutivo, hacen hoy posible entender por qué la creación de un universo autónomo, apto para crear la libertad y el sufrimiento del hombre indigente, pudieron entrar con sentido en el plan divino de creación del universo.

Sin embargo, las culturas antiguas abrieron una vía para exculpar a Dios de la existencia del Mal a través de la creencia en la existencia de ángeles y demonios. Esta creencia pasó desde las religiones de la cuenca mesopotámica al cristianismo, a la religiosidad de Israel, aparecen en los escritos bíblicos, del Antiguo y del Nuevo Testamento, y han pasado a la tradición cristiana. Una de las tareas de la moderna idea teológica del sufrimiento, del Mal, en la fe cristiana, supone una hermenéutica apropiada de la creencia ancestral en los ángeles y los demonios.

Ángeles y demonios

Ángeles y demonios en la historia antigua. La historia de las religiones y de la filosofía muestran la importancia que tuvo en el mundo antiguo, especialmente mesopotámico, la creencia en la existencia de seres de naturaleza espiritual, espíritus buenos o espíritus malignos, que ocupaban una posición intermedia entre el mundo real y la Divinidad. Entre las religiones y culturas podemos recordar a musulmanes, los antiguos persas y babilonios, egipcios, griegos, romanos, celtas, germanos, o los habitantes precolombinos de México. En el cristianismo se consideró siempre a Dios creador de las cosas invisibles (ángeles y demonios) y de las visibles (el mundo y el hombre).

Por influencia de las religiones también la filosofía antigua consideró la existencia de eones o poderes intermedios, como se ve en Plotino o en las filosofías neoplatónicas en general, que, en los tiempos del helenismo, estuvieron influidas por las religiones místicas orientales y por los dualismos maniqueos muy extendidos (que se referían al fundador religioso oriental Manes). Los estudiosos han aducido dos causas que explican el origen de estas creencias por la función que cumplían.

A) Por una parte era difícil admitir que Dios se hiciera presente como tal, en su dignidad y grandeza, en muchas circunstancias y episodios de la vida ordinaria, tal como creían las religiones al postular la relación de Dios con la historia humana inmediata. La existencia de los ángeles permitía entonces concebir que Dios obraba e intervenía por medio de “mensajeros” que lo hacían presente en el mundo de forma vicaria. B) Por otra parte, la existencia de ángeles y demonios permitía explicar cómo Dios, de forma vicaria, obraba el bien e intervenía en el mundo para favorecer la vida humana (ángeles) y cómo también se producía el mal instigado por los espíritus malignos (demonios).

Dios, por tanto, quedaba por ello como justificado ante el Mal, ya que su causa real no era Dios sino los espíritus malignos o demonios. Para muchas de las religiones africanas, incluso actuales, el mal físico como sea una enfermedad, y también los males colectivos, son producidos por “espíritus malignos” que toman posesión de las cosas, los cuerpos, las personas y la historia. En este contexto es claro que cuando el hombre obra el Mal con su voluntad lo hace porque está poseído por el Mal, por el espíritu maligno o demonio. La sanación, o sea, del “cuerpo” o del “alma”, es siempre, en consecuencia, una liberación del Maligno.

La teología de ángeles y demonios. Desde el momento en que fue introduciéndose poco a poco esta creencia en las tradiciones religiosas antiguas –sin duda porque tenía una función evidente– se fue haciendo necesario hacerle un hueco y explicarla en el conjunto de las cosmogonías y teologías de cada una de las diferentes religiones. Era necesario, por lo pronto, preguntarse si Dios era el creador de ángeles y demonios y, si lo era, por qué los había creado.

Para explicarlo se concibieron diferentes historias cosmogónicas. Era necesario explicar la jerarquía superior de Dios sobre ellos y, además, explicar también cuál era su “ontología”, su modo de ser real. Los ángeles no eran una parte del mundo, no tenían cuerpo terrenal, eran “espíritu”, eran personales y eran capaces de intervenir en el mundo en cumplimiento de las “misiones” divinas. Había además que explicar por qué unos espíritus eran “buenos” y por qué otros eran “malos”, ya que no parecía tener mucho sentido que Dios mismo los hubiera creado “malos” por su propia iniciativa.

Esto era ya intuido por los pueblos primitivos. Pero se podían concebir otras posibilidades: estos “espíritus” podrían no haber sido creados por Dios, sino que éste tuviera que avenirse a su existencia independiente y obrar en conformidad con sus condicionamientos. Si los espíritus malignos, o demonios, eran la causa del Mal, entonces Dios se encontraba con el Mal como un hecho dado que no podía eludir y que debía combatir. Pero había incluso otra posibilidad: que Dios y el Diablo, el Bien y el Mal, fueran dos principios existentes con independencia y que uno produjera el Bien por mediación de los ángeles y el otro produjera el Mal por mediación de los demonios.

La historia de las religiones y la antropología cultural muestran cómo surgieron una variedad de teologías del Bien y del Mal, de ángeles y demonios, incluidas las tendencias maniqueas dualistas que tanto influjo tuvieron en el pensamiento antiguo. Detrás de mitos sorprendentes y de símbolos impresionantes se esconden las angustias ancestrales de la especie humana ante el misterio incompresible del drama de la historia, del Bien y del Mal.

Esto nos hace ver que los intentos de “exculpar” a Dios por la existencia del Mal son muy antiguos. El Mal, en efecto, –el drama de la historia, el sufrimiento y la perversidad humana–, es uno de los grandes temas de la duda humana recurrente acerca de que tenga sentido creer en la existencia de un Dios que debería ser “bueno” pero los hechos parecen mostrar que no lo es. Esta es la gran cuestión que se esconde detrás de la teología americana del proceso.

Para Whitehead, Dios y Mundo eran eternos y, por tanto, Dios no sería creador. El mundo no sería el Mal, pero tendría sus limitaciones y Dios estaría condicionado por él. Dios sería así el compañero del hombre para luchar contra el sufrimiento. En el pensamiento dualista antiguo –Bien y Mal, ángeles y demonios– está presente sin duda la tendencia a “exculpar” a Dios de ser el responsable del sufrimiento. Incluso en la hipótesis de que Dios fuera creador, las circunstancias de la creación –las cosas invisibles y el mundo visible– podrían haber llevado a que el Demonio, los espíritus malignos, pudieran “instigar” incontroladamente el Mal en el mundo, de tal manera que la obra de Dios se encaminaría entonces a neutralizar su efecto nefasto sobre la naturaleza y la historia.

En todo esto está ya dada una cierta concepción de la creación y de la historia como la lucha entre el Bien y el Mal, entre la Luz y las Tinieblas, entre Dios y el Demonio. Esta concepción de una lucha abierta, de poder a poder, entre dos seres personales, Dios y Satán, no parece tener una suficiente “contextura intelectual”, es decir, tiene un sabor muy fuerte a pensamiento primitivo. Si Dios fuera, en efecto, creador del universo, sería creador de ángeles y demonios, y éstos estarían siempre bajo su dominio, sólo podrían hacer el Mal que Dios les hubiera permitido y, en este sentido, Dios seguiría siendo responsable del Mal.

En el fondo, la lucha entre Bien y Mal, entre Luz y Tinieblas, entre Dios y Satán, no podría concebirse en términos de una lucha entre la obra de dos entidades personales, Dios y Satán, porque esta “supuesta lucha” sería ficticia, ya que estaría siempre diseñada, controlada y ganada de antemano por el Dios creador. Por ello parece que exculpar plenamente a Dios exigía hacerse desde el dualismo de Mundo/Dios, Bien/Mal, ángeles/demonios, y esta línea es la que al parecer tomaron Alfred Whitehead y muchas simbologías primitivas.

Ángeles y demonios en el cristianismo. Es lógico prever que la religión de Israel se viera desde el principio influida por las culturas mesopotámicas circundantes. No era posible que se aislara. Por ello fue introduciéndose poco a poco la idea de una existencia de ángeles y demonios, entendidos como seres personales, espirituales, creados por Dios y en todo sometidos al plan divino, pero con posibilidades de actuación en el mundo de las cosas visibles, o mundo humano, para impulsar hacia el Bien o hacia el Mal.

Al ver así las cosas, la religiosidad de Israel aceptaba lo que era “obvio” en las culturas del tiempo. Los tratados de angeología o demonología cristiana (sobre ángeles y demonios) suelen recorrer el AT para recoger aquellas escenas en que aparecen ángeles y demonios. Es el demonio de la serpiente en el Jardín de Edén, que instiga hacia el Mal, o el “angel de Yahvé” que media entre Dios, los personajes veterotestamentarios y el pueblo de Israel. Los libros del AT presentan en diversos lugares la aparición en escena de ángeles, o arcángeles, como Miguel, Rafael o Gabriel, así como de grupos, categorías u órdenes angélicos, involucrados en diversas misiones del plan divino.

La teología de Israel abordó también una cuestión inevitable: ¿por qué Dios había creado ángeles buenos y ángeles malos? La tradición bíblica contempló para los ángeles un escenario similar al de la creación del hombre. Dios había sometido a los ángeles a una prueba que debían resolver en libertad: los ángeles buenos aceptaron a Dios y los ángeles malos se rebelaron contra Él. Dios, por tanto, no había creado el Mal demoníaco, sino que éste había sido producido por la voluntad de los mismos ángeles.

En la misma línea, el NT recoge la mención de ángeles y demonios, sin que aparezca asomo alguno de poner en duda su existencia. Es el ángel Gabriel que anuncia a María la Encarnación del Hijo de Dios, o son los endemoniados, sometidos a la posesión diabólica, que son sanados por un Jesús que muestra su poder sobre todos los espíritus inmundos. En san Juan es Satán el príncipe de las Tinieblas y en san Pablo queda claro que ángeles y demonios fueron creados dentro del mismo proyecto de creación en Cristo, es decir, como un aspecto del logos cristológico de la creación. Los ángeles, por tanto, no fueron una creación previa de Dios, al margen de la creación del mundo humano visible, sino que nacieron como creaturas dentro del único proyecto divino de creación.

Durante siglos y siglos la iglesia cristiana ha seguido aceptando la existencia real de ángeles y demonios como seres personales, dentro de la tradición bíblica anterior. Nadie ha puesto en duda su existencia (hasta hace muy poco, como a continuación indicaré) y hasta ahora todo ha seguido en la misma línea, como puede verse en las continuas menciones de ángeles y demonios en los textos litúrgicos de la iglesia católica y en las intervenciones de las jerarquías de la iglesia (y lo mismo sucede en otras confesiones cristianas).

Ángeles y demonios en la enseñanza de la iglesia. Aparte de que en el cristianismo se haya venido considerando a los ángeles y demonios como “evidencias” ancestrales, que se remontan a las culturas mesopotámicas, más allá incluso de los orígenes de los escritos bíblicos y de la fe de Israel, el hecho es que la iglesia cristiana ha hablado en numerosas ocasiones sobre ello. Los jerarcas de la iglesia, entre ellos los santos padres, admitieron siempre su existencia y los concilios la han dado también por supuesta en numerosas ocasiones. El contexto ordinario ha sido la enumeración de los diversos aspectos de la obra creadora de Dios, mencionando entre ellos los diversos órdenes angélicos y demónicos.

Lo que la iglesia quería definir era a Dios como creador “de todo”. Y en este “todo” se incluían los órdenes angélicos, según la manera de pensar ordinaria de aquel tiempo. Los concilios Constantinopolitano I y de Nicea condenaron ya como no cristiano el dualismo (de los dos principios, Bien y Mal independientes) porque Dios era el creador de todo.

En otros concilios regionales (como Braga, 560) se rechazó que el Diablo fuera independiente de Dios y hubiera surgido del caos y las tinieblas, sin autor ninguno. La teología católica ha sostenido, en opinión de la generalidad de teólogos, que lo que se quería “definir” en los textos relativos a la creación era la autoría universal de Dios y que lo pecaminoso debía ser atribuido a la voluntad humana (o a la de los ángeles malos).

En otras palabras: la creencia en ángeles y demonios se vio siempre como algo tan evidente que nunca se delimitó con precisión una duda que diera lugar a una definición precisa del concilio, orientada exclusivamente a establecer la forma en que la fe cristiana debía entender la existencia de ángeles y demonios. La definición del concilio IV de Letrán (1215), también relativa a la creación contra cátaros y albigenses, ha sido discutida por los teólogos porque algunos quieren ver en ella una definición más directa de ángeles y demonios. Pero es una cuestión discutida que dista mucho de estar clara. En los últimos tiempos (hacia los años setenta) algunos teólogos, como Ch. Duquoc, H. Haag, o antes el mismo Bultmann, pusieron en duda la existencia real de ángeles y demonios. Por ello, cabe reseñar algunas intervenciones de Pablo VI para defender, frente a las dudas que exponían algunos autores, lo que constituía la creencia ordinaria cristiana en los demonios como seres personales.

La hermenéutica moderna de ángeles y demonios

La interpretación simbólico-mítica de ángeles y demonios. Esta interpretación que se ha extendido en las últimas décadas ha venido a plantear un problema que hasta el momento nunca se había propuesto en la historia de la iglesia cristiana, por el sencillo hecho de que nada había alterado la inercia ancestral que movía a admitir la existencia de ángeles buenos y ángeles malos, o demonios, como seres personales, espirituales, que tenían capacidad permitida por Dios para actuar sobre el mundo induciendo al Bien o al Mal.

Sin embargo, esta inercia se vio entorpecida por la aparición de una interpretación simbólico-mítica de la realidad de ángeles y demonios que llevaba a entender los ángeles como expresión del cuidado amoroso de Dios para con los hombres y a Satanás como símbolo del rechazo de Dios inducido por el universo y del mal individual y social. Recordemos que la iglesia entendió desde antiguo que las Escrituras, que contenían el mensaje de Jesús (AT y NT), debían ser interpretadas por la iglesia, asistida por el Espíritu. Esta “interpretación asistida”, por ejemplo, clarificó decisivamente la idea cristiana del Dios trinitario en los primeros concilios.

En la antigüedad se tendió a una lectura literal de la Biblia (no había ni por asomo una lectura histórico-crítica, que los protestantes iniciaron y después siguieron los católicos, aunque a pesar de algunos, ciertamente). Hoy en día todos admiten que el mensaje teológico de la Biblia no puede entenderse literalmente y que en ella detectamos numerosos contenidos simbólico-míticos. La iglesia transige hoy con estos puntos de vista y no les pone de hecho objeción ninguna. Así, por ejemplo, la historia del Jardín de Edén o los numerosos contenidos del Apocalipsis que, en su práctica totalidad, deben entenderse una portentosa construcción simbólico-mítica.

En todo caso, los símbolos y mitos, aunque no se tomen en su literalidad, describen aspectos de la realidad que son verdaderos; así, lo vemos en la historia del Paraíso y en los mismos símbolos del Apocalipsis en los que se intuye una imagen deslumbradora de la historia real y del plan salvador de Dios. ¿Podrían los ángeles y demonios ser también entendidos de una forma simbólico-mítica? Los hechos que deben tenerse en cuenta son tres: a) que la iglesia ha venido hablando de ellos como seres personales reales; b) que no obstante parece que su existencia, hasta el momento, no ha sido definida dogmáticamente con claridad (en concilios o en intervenciones solemnes de los papas) como contenido del kerigma cristiano; y c) que hoy han sido propuestas posibilidades coherentes y argumentadas de que ángeles y demonios pudieran también ser entendidos simbólico-míticamente.

¿Qué pensar entonces? Al menos quiero hacer mención de la lógica del pensamiento cristiano sobre los contenidos de su propia fe (es decir, de los contenidos del kerigma cristiano): la verdad o la forma de entender un contenido de la fe cristiana (aquí ángeles y demonios) no depende de la aseveración de un teólogo u otro. Estos teólogos pueden investigar, tener opiniones o vislumbrar posibilidades. Pero es la iglesia como tal la que está asistida por la Providencia, a lo largo de la historia para fijar los contenidos del kerigma cristiano y la forma de entenderlos.

No me cabe duda de que se trata de una cuestión dogmática (referida al contenido del kerigma cristiano) que deberá ser abordada por la iglesia en los próximos años con toda seriedad. Hasta hoy, una vez surgida la hipótesis de la interpretación simbólico-mítica de ángeles y demonios, la iglesia ha defendido la doctrina tradicional (vg. Pablo VI). Sin embargo, el hecho es que la posición de la iglesia es cada vez más transigente al respecto, y se va cayendo en la cuenta de que se hace necesario replantear la cuestión.

Ángeles y demonios en el paradigma antiguo. Sabemos ya que el cristianismo nació en la conciencia de que su misión histórica era proclamar el kerigma cristiano, o sea, la doctrina de Jesús. Sin embargo, desde los primeros siglos comenzó una hermenéutica, o explicación interpretadora del kerigma, inspirada en la cultura greco-romana. Así comenzó lo que he llamado el paradigma greco-romano, que en otros escritos he explicado ampliamente en otros escritos (por ejemplo, en Hacia el Nuevo Concilio. El paradigma de la modernidad en la Era de la ciencia, Ed. San Pablo, Madrid 2010).

Quiero aquí decir que este paradigma hizo uso teológico de la creencia ancestral en los demonios, a la que dio un lugar congruente en su forma de interpretar el plan divino. El paradigma antiguo, en efecto, entendió la creación como una obra ordenada y perfecta en su diseño de salvación. La razón situaba al hombre con certeza metafísica absoluta ante la existencia de Dios y éste era el cumplimiento natural de la psicología humana, de sus emociones y de la aspiración a la felicidad.

Todo ser era “bueno” por su misma condición de ser (unum, verum, bonum). La finitud (limitación en la perfección), tal como lo expresaba el pensamiento antiguo, era también “buena”, ya que todo ser, aunque finito, era siempre apetecible y bueno por sí mismo. Dios no había creado el Mal en sí mismo (recordemos lo que antes decíamos). El ser natural, aunque finito (limitado en perfección) era la obra de Dios y era por ello apetecible para la razón natural, la psicología y las emociones humanas, que aceptaban la finitud y esperaban la salvación detrás de la muerte.

Dios había creado un mundo “bueno” y regulado la realización del ser finito del hombre por la instauración en la naturaleza de la evidencia de la ley natural. Lo que se llamaba el Mal no había sido creado por Dios directamente y era sólo obra de la voluntad humana (o de la voluntad de los “ángeles malos”). Ahora bien, en este mundo “bien hecho”, ¿cómo se explicaba el hecho y el alcance de la rebeldía humana frente a Dios? Era ciertamente extraño. La teología cristiana atribuyó el mal al pecado que, tras la expulsión del Jardín de Edén, había llevado consigo el “desorden” volitivo de la “concupiscencia” y el castigo final de la muerte.

Junto a la concupiscencia, la obra del Gran Tentador, Satán y los demonios, estarían induciendo constantemente al hombre por el engaño a romper el orden de ese mundo creado “bien hecho”, “bueno” de por sí, y a rebelarse frente a Dios. De esta manera Satán era el Gran Transgresor del orden divino, instigador del Mal y príncipe del Reino de las Tinieblas y del Misterio de Iniquidad.

El Mal como drama de la existencia. Nuestra tesis es que el pensamiento de la modernidad ha descrito de una manera nueva, más profunda, cómo es el universo creado por Dios y en qué consiste el escenario de la salvación humana. Esto permite construir una nueva “posible” hermenéutica simbólico-mítica de la realidad de ángeles y demonios, en especial de estos últimos.

Advirtamos que digo “realidad” porque la imagen de ángeles y demonios respondería, en efecto, a una verdadera “realidad” que, en alguna manera, como explicaré, sería una “realidad personal”. Pensemos que la creación, tal como hoy podemos entender, es un universo inundado por un el silencio-de-Dios que parece insensible al Mal. Un silencio ante el conocimiento (en el enigma del universo) y un silencio ante el drama de la historia (en el sufrimiento y en la perversidad humana).

El universo que Dios ha creado oculta a Dios porque por el conocimiento el hombre queda abierto a la posibilidad de que se fundara en Dios o fuera un puro mundo sin Dios. Pero lo oculta también porque el sufrimiento parece hacer inviable creer en un Dios benevolente.

Para poder dejar abierta para el hombre esta doble posibilidad interpretativa, o ambivalencia metafísica, pretendida por Dios (Dios o un puro mundo sin Dios), tiene mucha importancia que Dios haya creado un universo autónomo. Un universo que nace de las propiedades de la materia y de la energía producidas en el big bang, evoluciona en el tiempo, hace emerger el orden mecánico y sensible de la vida, acercándose poco a poco a formas cada vez más perfectas, ya que el proceso vida/muerte lleva a una vida creciente en perfección, hasta llegar a la vida humana racional que controla y determina el proceso evolutivo del cosmos, en que el hombre ocupa ya una posición de co-creador creado (creado por el universo, o por Dios, pero creado en todo caso para asumir responsablemente un control creciente del mismo proceso evolutivo, creador de nuevas posibilidades en el universo).

Este universo que avanza evolutivamente por la muerte a la perfección creciente de la vida, es limitado en su perfección (es “finito”, si usamos la expresión tradicional de la escolástica), pero es “bueno” en sí mismo, como todo ser. Aunque el universo imponga la muerte, no por ello deja de ser “bueno”, ya que vivir en un universo limitado (finito), aunque se acabe en la muerte, es mejor que no vivir. La bondad no es exclusiva del Ser Supremo, en principio absolutamente perfecto: todo ser limitado o finito tiene la bondad del grado de ser que le pertenece. La muerte no es un Mal en sí mismo, sino una propiedad del ser limitado en el proceso evolutivo que, por la muerte misma, asciende a la perfección.

Lo que llamamos el Mal no tiene existencia en sí mismo, Dios no lo crea como tal, sino que hace siempre referencia al hombre racional que, al vivir su ser limitado, desearía una mayor plenitud de ser y por ello su existencia se convierte en dramática. La muerte forma parte del ser en un proceso evolutivo y es “buena” porque forma parte de la “bondad” de ese ser evolutivo. Pero es “dramática” porque trunca la aspiración a una vida más plena y perfecta a que habría aspirado el ser natural del hombre racio-emotivo. La muerte, y el proceso que lleva a ella (quizá la enfermedad) son dramáticos porque frustran la aspiración a algo mejor que había sido producida por la misma vida. Una vida limitada, pero integralmente “buena”, incluida su derivación final a la muerte.

Un terremoto, por ejemplo, es un evento producido dentro de la evolución natural (geológica) de un universo autónomo. Por sí mismo es neutro y bueno, como toda forma del ser evolutivo. Pero, en relación al hombre, es ocasión para que muchos sientan en sus vidas el dramatismo de la limitación y de la muerte. La muerte, la enfermedad, el terremoto, serían un Mal, no en sí mismos, sino por ser la ocasión en que el hombre advierte el drama de su existencia limitada (finita).

Pero no sólo se trata del Mal producido por el “proceso autónomo ciego de la naturaleza” (la muerte, la enfermedad, el terremoto), sino del Mal producido por la misma voluntad libre del hombre. Las acciones humanas –de las que Dios no es responsable, sino la libertad humana– sí que pueden ser intrínsecamente malas (injusticia, violencia, odio, desamor, insolidaridad). Malas en el sentido de ser acciones intencionales directamente dirigidas a producir el Mal, es decir, el drama en los demás, y quizá incluso en uno mismo. Es el sufrimiento producido por la perversidad humana.

Ángeles y demonios en la hermenéutica cristiana de la modernidad. Por tanto, el escenario de la vida humana, creado por Dios como universo para la libertad, impone en el hombre la desconcertante experiencia del silencio-de-Dios, silencio ante el conocimiento humano (enigma del universo) y silencio ante el drama de la historia (el sufrimiento ciego y el sufrimiento producido por la perversidad humana). ¿Es posible creer en un Dios que es la Verdad pero se oculta ante el conocimiento humano al crear un universo que podría ser un puro mundo sin Dios?

¿Es posible creer en un Dios, que deberíamos postular como bueno, benevolente, pero que crea un universo autónomo, libre, que produce las condiciones del drama de la historia? La forma objetiva del universo, que tiene una entidad objetiva externa al hombre, pero que éste percibe y entiende en lo que significa racionalmente, se constituye así en una instancia que mueve a desconfiar de un posible Dios.

El conjunto de las voluntades humanas que, respondiendo a esta posibilidad objetiva, se han cerrado a Dios y se han hecho fuertes en la libre autonomía frente a todo lo religioso, toman forma en la sociedad, en la historia, en la cultura, y se constituyen en un poder objetivo personal que “llama” a negar a Dios y a vivir en el puro mundo sin Dios. Cada ser personal advierte también en su propia conciencia personal individual una fuerza que mueve a que el malestar existencial ante el silencio-de-Dios se traduzca en un “ajuste de cuentas” con ese Dios-en-silencio, es decir, en la afirmación del valor moral de una existencia sin Dios.

Por tanto, el universo creado por Dios no impone el orden de una patencia de Dios evidente –como en el teocentrismo antiguo– sino el dramatismo de un universo ciego objetivo que constituye un ámbito que mueve a negar a Dios por el malestar ante un Dios oculto ante el conocimiento y ante el drama de la historia. Un universo, además, en que la voluntad humana personal que produce en la historia el colectivo de quienes niegan a Dios (el Misterio de Iniquidad en el pensamiento bíblico) ha tomado forma objetiva y se constituye en una “llamada o impulso personal” a la desconfianza en Dios.

En el universo existiría, por tanto, una fuerza real, objetiva, creada por Dios mismo, personal, que movería (o “tentaría”) al hombre para llevarlo a la desconfianza de Dios y a vivir una vida al margen de lo religioso. La nitidez y precisión de esta imagen del universo que “tienta personalmente” al hombre no era accesible en toda su fuerza en el paradigma teocéntrico antiguo, pero queda al descubierto en la modernidad.

Entonces, ¿no podría ser que imágenes bíblicas, heredadas en la tradición cristiana, como Satán, el Demonio, el Misterio de Iniquidad de san Pablo o del Apocalipsis, el Mundo y el Príncipe de este Mundo de san Juan, fueran una expresión simbólico-mítica de la existencia real de esa fuerza personal instaurada objetivamente en el universo que mueve a la duda y a la decepción ante Dios? El hombre “endemoniado” sería aquel que ha sido presa de Satán, que odia a Dios y todo lo religioso, radicalizado en la blasfemia y la arrogancia frente a Dios, en ocasiones rebelándose frente a Dios por la angustia del drama de la existencia en cualquiera de sus formas.

El “endemoniado” bíblico podría ser entonces un símbolo de la intensa negación de Dios que constamos en personas y dimensiones colectivas de la historia real.

Pero el universo ambivalente que conocemos en la modernidad no sólo dejaría abierta la “dimensión diabólica” que tienta personalmente a rechazar a Dios, sino que también dejaría abierta la “dimensión angélica” objetiva que movería a aceptar a Dios, también de una forma personal representada en el Misterio de Santidad y en la influencia de la propia persona. La “dimensión angélica” podría ser, por tanto, una imagen simbólico-mítica de los mensajes de Dios presentes en la naturaleza, en el testimonio interior del Espíritu y en la tutela con que la Providencia divina sigue la historia personal de cada uno de los hombres.

¿Existen ángeles y demonios? En todo caso, en los términos en que se ha explicado, no cabe duda de que representan una dimensión verdadera de la realidad creada por Dios, objetiva, externa al hombre, personal, que mueve al hombre bien a cerrarse (demonios), bien a abrirse a Dios (ángeles). Sin embargo, de acuerdo con la tradición bíblica que ha sido recogida de las culturas mesopotámicas, ¿son seres personales, espirituales, creados por Dios, a los que Dios ha permitido actuar sobre el mundo para inducir a los hombres al Mal (demonios) o al Bien (ángeles)? No cabe duda de que la iglesia ha creído hasta ahora que así es, en efecto. Como creyente católico me uno a lo que está creyendo la iglesia.

Sin embargo, también como creyente católico sé que se trata de una cuestión abierta sobre la que no se ha dado un pronunciamiento dogmático definitivo. Pero, ¿por qué no se ha dado? Simplemente porque nunca como hasta hoy habían surgido propuestas de una interpretación simbólico-mítica tan rigurosas como las que se han planteado en la actualidad. La situación de la teología obligará a la iglesia de las próximas décadas a estudiar la cuestión y a tomar una actitud. ¿Cuál será? No lo sé.

No cabe poner en duda la existencia de las dimensiones angélica y diabólica de la realidad del universo. Su existencia es resultado de la hermenéutica del cristianismo desde la imagen del universo en la modernidad. Lo hemos explicado. Pero, además, ¿existen los ángeles como seres espirituales “personales” creados por Dios que, en alguna manera, tengan una relación con los hombres? No repugna que el Dios todopoderoso cristiano hubiera creado los ángeles dentro de un único proyecto de creación concebido en el logos cristológico. Al igual que Dios creó el universo y el hombre, así pudo haber creado también un linaje de seres angélicos dentro de la armonía del único proyecto de creación “en” el logos cristológico.

Pero, ¿existen también los demonios o “ángeles malos”? Debe partirse del hecho de que existe hoy una gran resistencia a admitir lo que el lenguaje bíblico entiende como seres personales diabólicos. En las religiones orientales, sin duda responsables de que la idea de “demonios” pasara al pensamiento bíblico, lo diabólico jugaba un papel explicativo importante: la explicación del origen del Mal en un principio independiente de Dios, que permitía en alguna manera exculpar a Dios del Mal presente en el universo. Pero la idea del universo y del hombre en la modernidad no necesita ya que la instigación o “tentación hacia el Mal” esté causada por la obra de un Diablo tentador.

Es la misma estructura del universo la que abre la posibilidad de concebir un mundo sin Dios que cae sobre todo hombre como la “tentación personal” de desconfiar de Dios y encerrarse en una existencia sin Dios. El Misterio de Iniquidad o la idea de Satán como Príncipe de este Mundo que domina a quienes niegan a Dios y quedan demonizados, tal como se presenta en la tradición bíblica cristiana, puede ser entendido hoy como una imagen simbólico-mítica de una realidad evidente que está presente en la forma en que Dios ha creado el universo.

Creo que, en el actual estado de cosas, sería probable por tanto que la iglesia llegara a reconocer que la imagen bíblica de los demonios pudiera interpretarse, como se ha admitido ya de otras muchas imágenes bíblicas similares, de una forma simbólico-mítica, de acuerdo con la imagen del hombre en la modernidad.

Por consiguiente, cuando increyentes, ateos o agnósticos, valoran lo afirmado por las religiones en relación a la existencia de ángeles y demonios, no deben juzgarse las cosas de manera simple e incompetente. Es verdad que las creencias de otras épocas fueron ingenuas. Esto no se discute.

El cristianismo es una religión muy antigua, cuya hermenéutica ha estado condicionada por la historia y ha sido vivido dentro de culturas muy primitivas. Pero, en todo caso, la existencia y la forma de entender la realidad de ángeles y demonios en el cristianismo es hoy una cuestión abierta que toca sin duda aspectos muy profundos, armónicos con la idea del hombre en la modernidad.

Conclusión: la teología cristiana del Mal

Es obvio que la existencia fáctica del Mal, del drama de la historia, por causa del sufrimiento personal y colectivo, producido por una naturaleza ciega, así como por causa de la perversidad humana en el curso general de la historia y en especial en la historia de las religiones, parece difícilmente compatible con la existencia de un Dios benevolente para con la estirpe humana. Es lógico que las religiones hayan percibido la inmediata incompatibilidad de Dios con el Mal y hayan tratado de bordearla, ingeniando formas de “exculpar” a Dios de su responsabilidad ante el Mal. ¿Cómo hacerlo?

Una opción es negar que Dios sea autor y responsable del Mal bien sencillamente porque el Mal pertenece a un mundo que Dios no ha creado –Whitehead es la versión moderna de esta manera ancestral de pensar–, bien porque el Mal es producido por ciertas fuerzas instigadoras fuera de su control como son los Demonios o Espíritus Malignos. Si es así, la historia de concibe entonces en términos de una lucha ente Dios y el Mal. Dios se constituye en el soporte del hombre que camina hacia el Bien en su lucha contra el Mal.

La teología cristiana del Mal, en cambio, no sigue este camino “exculpatorio” de la Divinidad. En el cristianismo Dios es creador omnipotente y omnisciente que sabe perfectamente que emprende una creación que producirá el Mal, el drama de la historia. Pero el cristianismo “exculpa” a Dios al considerar que ha tenido razones para aceptar esta creación dramática orientada con sabiduría a establecer las condiciones de la santidad humana.

Dios ha entendido que este universo, a pesar del silencio divino ante el conocimiento y ante el sufrimiento, era el que conducía a un nivel de santidad humana que respondía a las expectativas divinas. Los hechos muestran además que las expectativas divinas condujeron a establecer la forma de creación por medio de un universo autónomo y evolutivo. En teología podemos especular sobre las razones que Dios tuvo para emprender este diseño de creación.

Aunque nos cueste ver a Dios en el momento del sufrimiento angustioso, la religiosidad universal se ha fundado siempre en dar un voto de confianza a Dios y aceptar que el Dios oculto y liberador ha concebido un extraordinario plan para la historia libre de los hombres y el nacimiento en ella de la santidad. El creyente puede recordar aquella sentencia de Santa Teresa cuando decía que la vida no es peor que una mala noche en una ruin posada. Dios sabe que la vida es una ruin posada, pero sabe también que en el dramatismo de esa “noche oscura” va a engendrarse la historia maravillosa de la santidad humana.

Por consiguiente, la imagen de un universo autónomo y evolutivo, como el que ha sido creado por Dios para establecer el escenario de la libertad y de la indigencia sufriente del hombre, nos lleva a ciertos principios básicos.

1) Dios es responsable de la creación y, por ello, puede responder del porqué de su silencio ante el conocimiento, que crea la libertad de la historia, y ante el drama de la historia, que establece las condiciones psicológicas para que el hombre vea que sólo en Dios puede hallarse la plenitud y oriente su libertad hacia Él.

2) Pero, aunque la creación del universo responde a un diseño divino que le da una forma autónoma y evolutiva, de la que Dios es diseñador responsable, sin embargo, las circunstancias del proceso ciego de la naturaleza y la biología específica de cada uno de los seres humanos son las que producen el Mal y el drama de cada biografía individual. Dios no diseña para cada uno la enfermedad o la salud, sino que todo ello surge de la lógica misma del proceso autónomo y evolutivo del universo.

3) Aunque Dios ha querido el diseño de una naturaleza que producirá el Mal y el drama de la historia, sin embargo, puede intervenir sobre los sucesos que acontecen dentro de ese universo autónomo y evolutivo. Dios conoce el sufrimiento humano, acompaña al hombre en su angustia y puede intervenir en su favor. Todo depende del diálogo con Dios y de su voluntad.

4) Pero, en todo caso, el creyente es consciente de que el sufrimiento en un universo autónomo y evolutivo le oscurece su imagen de un Dios benevolente. Por ello, la religiosidad natural se funda siempre en aceptar la existencia de un Dios oculto y liberador, que esconde un maravilloso plan de salvación de la historia, por encima de su lejanía y de su silencio en el universo.

5) Este logos o sentido de la creación es el que se descubre con magnificencia en el Misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo, dando una fuerza nueva al impulso natural humano a confiar en la existencia de un diseño de salvación divina obrada por un misterioso Dios oculto y liberador.


Javier Monserrat, Universidad Autónoma de Madrid, Miembro de la Cátedra CTR y editor de Tendencias21 de las Religiones.



Javier Monserrat
Artículo leído 21433 veces



Más contenidos