11-M: ¿Por quién doblan las campanas?

Los atentados de Madrid nos reflejan la terrible imagen dantesca de nuestro modelo social


El 11 de marzo de este 2004 nos refleja la terrible imagen dantesca de nuestro modelo social, que se deshumaniza buscando la eficacia a cualquier precio. Las campanas doblan por este modelo que no ha acabado con las diferencias y los privilegios, sino que los ha intensificado; que no ha generado riqueza y bienestar para todos, sino que los concentra en unos pocos; que no ha logrado respeto y dignidad para cada uno de los individuos, las culturas, las creencias, los valores, sino que ha centrado lo sagrado en un modelo único, que casualmente es occidental, capitalista y democrático. Pero también, las campanas doblan para que no nos durmamos en el silencio de los muertos y sobre el dolor de las víctimas de cualquier tipo de holocausto. Las campanas doblan para que asumamos protagonismo en la vida social y nos responsabilicemos con lo que nos pasa a nosotros y a los demás. Por Alicia Montesdeoca.



La muerte ha dado de pleno contra las puertas de nuestras casas. El amanecer ha sido oscuro, se ha llenado de cuerpos desmembrados, de humo negro, de conmoción, de dolor, de gritos y de alaridos, de carreras hacia ningún lugar. La vida se ha parado y nos ha golpeado el pecho un puño de hierro que no nos permite respirar.

Pero ahora ya sabemos que los anónimos palestinos e iraquíes, serbios y bosnios, judíos y argentinos, colombianos y chechenios, paquistaníes y zulúes... (la lista es interminable y el anonimato de la mayoría, también) tienen rostros y nombres, son nuestros conciudadanos y somos también nosotros mismos.

También hemos descubierto que en un instante Madrid nos reflejó, el 11 de marzo de este 2004, la terrible imagen dantesca de este modelo social que se deshumaniza buscando la eficacia a cualquier precio.

Un modelo social que persigue el control sin calcular el dolor, que logra el poder sobre los bienes de esta tierra, que son de todos y de nadie, violentando las leyes de la vida; que se apodera de la riqueza y agota los recursos que permiten la supervivencia humana; que se posiciona como autoridad, juez y árbitro universal gracias a la hegemonía conseguida.

Todo ello justificado con los fines de una concreta civilización, la occidental cristiana, que sirven para impedir que se puedan denunciar los defectos de su acción civilizadora y poner en evidencia la manipulación económica, cultural y política que se ha hecho hasta ahora, gracias al poder social generado, porque desautorizaría lo que somos o lo que nos creemos que somos.

No cabe la venganza

Tras esta incineración de vidas humanas y de tanto dolor, no cabe la venganza ni el mirar sólo hacia aquellos que aparecen como los culpables por acción o por omisión. No es venganza lo que hay que buscar, sino comprensión de esta realidad, la cual se ha construido a partir de un orden y de unos principios que no miden, responsablemente, las consecuencias que originan cuando persigue cualquier meta al precio que sea.

La venganza como respuesta, en nombre de la supuesta justicia humana o de la supuesta justicia divina, no reduce los conflictos ni anula los litigios. Teniendo ambas, además, el mismo rango: son formuladas e impartidas siempre por las manos de los hombres, pues no hay ningún Dios que se acerque a tomar partido por ningún bando.

Tampoco podemos seguir golpeando al adversario y acusarle de nuestros males. El adversario es el espejo donde se refleja nuestra propia imagen: yo lo he creado cuando paso por encima de él, de sus sentimientos, de sus creencias, de sus valores, de sus derechos a sentirse digno y respetado, a tener lo que necesita, a heredar y gozar el patrimonio de la tierra que pisan sus pies.

Las condenas a hechos tan luctuosos como los que estamos viviendo, si no van acompañados de una autocrítica y de unas intenciones de reflexión, no generan confianza sino amargura, resentimiento y distancia. Si sólo centramos nuestra mirada en el suceso y tratamos de explicar sus causas culpando a sus ejecutores materiales, no hemos aprendido nada de esta terrible experiencia, ni haremos gran cosa para evitar otras tragedias en el futuro.

Todos somos víctimas

Las víctimas somos todos, los agresores somos todos: ni inocentes ni culpables, sólo responsables de cada una de nuestras acciones, que han de ir acompañados del conocimiento de la trascendencia que tiene cada acto, del efecto que tiene cualquier acción cuando lo que se persigue está cargado de interés personal y vacío de consideración por los intereses de los otros, en igual grado.

¿A qué se ha de renunciar cuando nos enfrentamos a las consecuencias de nuestros actos? ¿A qué nos obliga el dolor de un herido, la imagen de un cuerpo destrozado y muerto, la tristeza y el llanto de los familiares y los amigos, si no es a la reflexión sobre qué hacer para que no vuelva a suceder?

¿A qué tiene que llegar una sociedad que genera tanto horror o tanto odio, sino a revisar las bases sobre la que se sustentan las desigualdades y la falta de oportunidades y respeto para todos por igual?

¿Cómo es que no se plantea que la solución a sus problemas pasa por considerar que la pobreza es una perversión del sistema; que la justicia, si es justicia, no tiene privilegiados; que la diversidad es el principio de la riqueza en todos los órdenes, y que no se puede pensar en la homogenización social para controlar a la ciudadanía, porque nada es esencialmente homogéneo ni diferente en dignidad?

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Crítica a la modernidad

En su crítica a la modernidad, Zygmunt Bauman sugiere que ésta es un ente generador de ideología, conformador de actitudes, secuestrador de la interpretación de la realidad; homogeneizador de conductas.

Este autor sospecha que en el modelo social, económico y político surgido de la modernidad está la potencia del holocausto, rostro oculto de la sociedad moderna, un rostro distinto al que conocemos y al que admiramos. Que ambos rostros coexisten con toda comodidad, unidos al mismo cuerpo.

Que lo que acaso nos da miedo es que ninguno de los dos rostros puede vivir sin el otro, que ambos están unidos como las dos caras de la moneda y que es un error suponer que la civilización y la crueldad salvaje son una antítesis.

Si el barómetro con el que medimos los resultados de este modelo social, político y económico, me marca muerte, sufrimiento, pobreza, dolor, desilusión, desesperanza, desconfianza, marginación, soledad, lágrimas e impotencia, es que nos hemos equivocado de modelo para vivir en sociedad.

También nos indica que ya este modelo no nos sirve porque está acentuando su lado perverso, en la medida que se le sigue aceptando como único y como el “civilizado”, haciendo pervivir el holocausto.

Holocaustos

El holocausto del silenciado, del hambriento, del enfermo abandonado a su suerte, del que ha tenido que perder su sensibilidad humana para sobrevivir, del que deambula en el más feroz anonimato, en la más triste de las soledades porque no es reconocida ni respetada su identidad.

El holocausto es la destrucción en masa de un grupo humano con la intención de hacerla desaparecer, argumentando que son la mala hierba y la causa de los males que nos aquejan. Pero holocausto es también el sentimiento de que los pobres son la causa de que haya tanta delincuencia y tanta inseguridad ciudadana.

El holocausto es también la expulsión en masa de los que logran llegar a nuestras costas tras el riesgo de ahogarse en nuestros mares, renunciando a su identidad, a su dignidad, a la seguridad que da el grupo humano al que se pertenece, la cultura que nutrió la cuna, el entorno natural que configuró la personalidad, etc.

Holocausto es negarse a que el conocimiento científico y tecnológico llegue a todos los lugares y con ello se acaben las epidemias, el hambre, la pobreza que someten a los miles de millones de seres humanos que pueblan grandes extensiones de los continentes, y de los mares más ricos en recursos naturales.

Doblan las campanas

Holocausto es acabar con las especies naturales, erosionar el planeta con la sobre-explotación de sus recursos y por el afán de elevar, aún más si cabe, las condiciones de vida de los que ya no necesitan nada, sin pensar en el orden y el equilibrio que existe y del cual dependemos todos.

Holocausto es cerrar los ojos a las evidencias de nuestra infelicidad y seguir aceptando como normal las carencias del de al lado: el que otros no tengan trabajo; el que otros no puedan tomar la palabra; el que otros no vivan en un hogar digno; el que otros no estén cerca de sus seres queridos; el que otros abandonen su tierra para ir en busca de la supervivencia; el que otros no posean atención médica y medicinas cuando enferman.

Las campanas doblan, sí, por un modelo que no ha acabado con las diferencias y los privilegios, sino que los ha intensificado; que no ha generado riqueza y bienestar para todos, sino que los concentra en unos pocos; que no ha logrado respeto y dignidad para cada uno de los individuos, las culturas, las creencias, los valores, sino que ha centrado lo sagrado en un modelo único, que casualmente es occidental, capitalista y democrático.

Pero también, las campanas doblan para que no nos durmamos en el silencio de los muertos y sobre el dolor de las víctimas de cualquier tipo de holocausto. Las campanas doblan para que asumamos protagonismo en la vida social y nos responsabilicemos con lo que nos pasa a nosotros y a los demás.

Leyes de vida

Las campanas doblan para llamarnos a la acción benefactora y creadora de vida para nosotros y para todos los habitantes de este planeta, los que hoy son con sus realidades y los que serán en el futuro.

Las campanas doblan para que no sea despilfarrada la experiencia acumulada por todos los que han sido, desde el primer ser humano que abrió los ojos en este mundo, al último que los cerró después del 11 de marzo de 2004.

Para ello es preciso descubrir en nosotros las leyes que rigen la vida, amando las formas diversas con las que se manifiesta, descubriendo los principios que la inspiran y la animan. Después hay que trasladar esos principios a la creación de formas sociales superiores de convivencia.

No es suficiente poner de manifiesto algunos de estos principios, como la solidaridad, la ternura o la compasión, sólo en los momentos de grandes catástrofes. Es preciso que nuestra verdadera naturaleza no se oculte por miedo, por desconfianza o porque no es moderno carecer de máscara y de brújula personal, permitiendo que nuestra inspiración se anule en la inercia marcada por la racionalidad económica o política.




Alicia Montesdeoca Rivero es socióloga.



Domingo, 14 de Marzo 2004
Alicia Montesdeoca
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