¿Cómo se ha transmitido la historia del feroz Catilina a través de siglos de cultura europea? ¿Qué formas han ido tomando los textos de Salustio y Cicerón a medida que avanzaba la imprenta? ¿A manos de qué emperadores y tiranos fueron a parar estas obras? Lo que quizás creáis que es mera circunstancia, se convierte, de la mano de la historia cultural del latín, en un estudio apasionante. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
Catilina, ya lo sabemos, ha sido un personaje controvertido. Audaz como pocos, aprovecha la ambición y el resentimiento de los otros para intentar cambiar -a su favor- un régimen. Cicerón lo impide con sus implacables discursos, las Catilinarias. No es una historia de buenos y malos, no es tan sencillo. En todo caso, el personaje no puede desvincularse de su narrador, el historiador Salustio, que ha logrado gracias a la Conjuración de Catilina lo que sin exagerar puede calificarse como un best seller de todos los tiempos. Releer a Salustio (recordar sus buscados arcaísmos, su narración viva, su inolvidable retrato de Catilina, o el comienzo de la obra, que deberían leer y aprender aún hoy los niños) me ha reportado a tiempos pasados, pero no me ha decepcionado. Hoy quería recordar una particular edición del autor latino. Traducido por Lebrun, es una edición publicada en París hace casi doscientos años, en 1809, y está repartido en dos tomos encuadernados en piel. Se dice por escrito, asimismo, que un ejemplar ha sido depositado en la Biblioteca Imperial, de reminiscencias napoleónicas. Es la época de Charles Nodier, Leopardi y Stendhal, entre otros autores que soñaron y a menudo se estremecieron ante los nuevos tiempos que corrían. Adquirí este Salustio en uno de los puestos de libros que hay a lo largo de Sena, una mañana, una reluciente mañana de mayo, muy cerca del Instituto de Francia. Como los libros de esta época, marca una transición entre la edición dieciochesca y la romántica. Cambios a menudo imperceptibles van alterando, al tiempo que los libros, la propia concepción del mundo. No puedo dejar de pensar que esta edición vio la luz en los tiempos de Napoleón, que no hubiera sido imposible que el mismo ejemplar que ahora tengo en mis manos lo hubiera tenido él también en las suyas. No he me resisto tampoco a comparar la admiración crítica que Salustio siente por Catilina con la "admirada decepción" que Madame de Staël siente por Napoleón Bonaparte en su libro titulado Diez años de destierro. Ha salido publicado en español hace poco, gracias a la editorial Lumen, a cargo de Laia Quílez y Julieta Yelin. Parece que los grandes hombres llevan consigo una aureola de expectativas que termina casi siempre en una profunda decepción. Saber distinguir entre la grandeza y lo ruin, sobre todo cuando se dan cita en una misma persona, es una tarea delicada que a menudo conlleva sentimientos contradictorios. Catilina y Napoleón son personajes de este tipo, contradictorios y difíciles. Impregnan sus épocas respectivas y viven ya para siempre, como ejemplos o contraejemplos, en nuestra memoria. FRANCISCO GARCÍA JURADO
Jueves, 15 de Julio 2010
Redactado por Antonio Guzmán el Jueves, 15 de Julio 2010 a las 08:50
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Acaba de aparecer una excelente traducción de la ILIADA de Homero en Alianza Editorial a cargo de un joven escritor y profesor: Oscar Martínez García. La he leído con auténtica fruición y he disfrutado nuevamente al reencontrarme con los machadianos “héroes de la Ilíada”. Es sabido que los textos antiguos no envejecen, en cambio sus traducciones sí. Por eso damos una calurosa bienvenida a esta nueva traducción de la Ilíada, la primera del siglo XXI.
Que la Ilíada sea la primera obra escrita de nuestra tradición literaria occidental, y una de las que mayor impronta ha dejado en nuestra literatura, no debe hacernos olvidar que Homero fue el heredero de una tradición anterior de carácter oral. Antes de que él fijara por escrito este poema, una serie de recitadores (aedos) fueron memorizando y repitiendo oralmente estas leyendas que hablaban de héroes, dioses, conquistas y batallas… Al tener que memorizar unos textos tan largos, no nos debe extrañar que el recitador comience su poema invocando a las Musas, las hijas de la memoria, para que le ayuden a recordar su relato… Una y otra vez a lo largo del poema el recitador debe volver a pedir auxilio a las Musas, para que le “inspiren” su canto.
De esta fase de transmisión oral previa a Homero subsisten en sus poemas diversas pistas y señales: el empleo de fórmulas fijas para referirse a un guerrero o a una divinidad; el uso de epítetos y adjetivos heredados que a veces ni siquiera el propio poeta entendía, o el empleo de secuencias de palabras que han de ocupar un cierto segmento o porción del verso…
Ahora propongo jugar un poco con las palabras, con los adjetivos y epítetos de los personajes de la Ilíada. Algunos son sonoros, otros muy poéticos, otros evocadores y sugerentes; unos populares, otros selectos, y todavía algunos nos pueden resultar extraños. Y es esa extrañeza la que nos permite demorarnos en la lectura de la Ilíada. ¿Qué habrá querido decir Homero con ese adjetivo? ¿Qué grado de extrañeza provocaba en un lector antiguo? ¿El mismo que a nosotros? Intentemos ahora desentrañar el misterio de estas palabras mágicas (ya Borges se dio cuenta de la importancia que tienen los adjetivos para hacer más bello el lenguaje).
La Aurora es “dededosderosa”: visualización muy plástica de que la Aurora, que nace fresca y joven cada día, se muestra a los mortales con su especial colorido. Otras veces se la llama “peplodeazafrán”.
Tetis, la hija del viejo dios del mar, posee “piesdeplata”. Al igual que las Nereidas, al marchar nadando por los mares producen una estela de blanca espuma semejante al color de la plata.
Iris, la mensajera de los dioses, es de “piesdeviento”, en alusión a la velocidad con que se desplaza por el éter llevando los recados del padre Zeus. El dios de los mares, Poseidón es “deazuladoscabellos”. Los guerreros que acuden al combate poseen “encendidamirada” (¿??).
¿Qué os parece que Homero llame a las modestas cigarras “vozdelirio”?
También los objetos inanimados parecen cobrar vida con algunos de sus epítetos. Así, la lanza que un guerrero dispara es “delargasombra”. Visual manera de representar el disparo y su trayectoria. En otros pasajes se la llama “amarga”; en otras ocasiones, “nutridaporelviento”. Y sus hermanos los venablos resultan “gimientes” (¿por sus efectos, por el sonido que producen al cruzar los aires?).
El yelmo del guerrero, de modo misterioso se nos describe como “dehuecamirada”.
La encantadora diosa Afrodita es unas veces “amantedelasonrisa”.
El héroe Esténtor (que ha dado nombre al adjetivo ‘estentóreo’) posee una “vozdebronce”.
Al hablar de los metales, Homero llama al hierro “fatigoso”. Al propio sueño lo califica de “broncíneo”. Y los remos de las naves son “bienpulidos”. También llamativa resulta la denominación que da a la sal: “divina”. Dentro del mundo animal, las avispas son “devivacintura”.
Claro está que la lectura de la Ilíada resulta atractiva por muchas otras razones: se trata de un poema antiguo, pero nada primitivo. A pesar de que nos encontramos ante un texto épico, está lleno de humanidad: los héroes homéricos lloran y sienten miedo; hay engaños y escenas de amores; tiernas despedidas de los guerreros al acudir al combate; hay oráculos y escenas donde los amigos muestran sus lealtades, está el destino que modela parcialmente la libertad del hombre. Y desde el punto de vista literario es una obra orgánica, unitaria, y bien estructurada: con sus hermosos símiles, con una técnica de anticipación y retardación de las acciones con la que Homero introduce un cierto suspense en el desarrollo de los acontecimientos.
ANTONIO GUZMAN GUERRA
Universidad Complutense
Que la Ilíada sea la primera obra escrita de nuestra tradición literaria occidental, y una de las que mayor impronta ha dejado en nuestra literatura, no debe hacernos olvidar que Homero fue el heredero de una tradición anterior de carácter oral. Antes de que él fijara por escrito este poema, una serie de recitadores (aedos) fueron memorizando y repitiendo oralmente estas leyendas que hablaban de héroes, dioses, conquistas y batallas… Al tener que memorizar unos textos tan largos, no nos debe extrañar que el recitador comience su poema invocando a las Musas, las hijas de la memoria, para que le ayuden a recordar su relato… Una y otra vez a lo largo del poema el recitador debe volver a pedir auxilio a las Musas, para que le “inspiren” su canto.
De esta fase de transmisión oral previa a Homero subsisten en sus poemas diversas pistas y señales: el empleo de fórmulas fijas para referirse a un guerrero o a una divinidad; el uso de epítetos y adjetivos heredados que a veces ni siquiera el propio poeta entendía, o el empleo de secuencias de palabras que han de ocupar un cierto segmento o porción del verso…
Ahora propongo jugar un poco con las palabras, con los adjetivos y epítetos de los personajes de la Ilíada. Algunos son sonoros, otros muy poéticos, otros evocadores y sugerentes; unos populares, otros selectos, y todavía algunos nos pueden resultar extraños. Y es esa extrañeza la que nos permite demorarnos en la lectura de la Ilíada. ¿Qué habrá querido decir Homero con ese adjetivo? ¿Qué grado de extrañeza provocaba en un lector antiguo? ¿El mismo que a nosotros? Intentemos ahora desentrañar el misterio de estas palabras mágicas (ya Borges se dio cuenta de la importancia que tienen los adjetivos para hacer más bello el lenguaje).
La Aurora es “dededosderosa”: visualización muy plástica de que la Aurora, que nace fresca y joven cada día, se muestra a los mortales con su especial colorido. Otras veces se la llama “peplodeazafrán”.
Tetis, la hija del viejo dios del mar, posee “piesdeplata”. Al igual que las Nereidas, al marchar nadando por los mares producen una estela de blanca espuma semejante al color de la plata.
Iris, la mensajera de los dioses, es de “piesdeviento”, en alusión a la velocidad con que se desplaza por el éter llevando los recados del padre Zeus. El dios de los mares, Poseidón es “deazuladoscabellos”. Los guerreros que acuden al combate poseen “encendidamirada” (¿??).
¿Qué os parece que Homero llame a las modestas cigarras “vozdelirio”?
También los objetos inanimados parecen cobrar vida con algunos de sus epítetos. Así, la lanza que un guerrero dispara es “delargasombra”. Visual manera de representar el disparo y su trayectoria. En otros pasajes se la llama “amarga”; en otras ocasiones, “nutridaporelviento”. Y sus hermanos los venablos resultan “gimientes” (¿por sus efectos, por el sonido que producen al cruzar los aires?).
El yelmo del guerrero, de modo misterioso se nos describe como “dehuecamirada”.
La encantadora diosa Afrodita es unas veces “amantedelasonrisa”.
El héroe Esténtor (que ha dado nombre al adjetivo ‘estentóreo’) posee una “vozdebronce”.
Al hablar de los metales, Homero llama al hierro “fatigoso”. Al propio sueño lo califica de “broncíneo”. Y los remos de las naves son “bienpulidos”. También llamativa resulta la denominación que da a la sal: “divina”. Dentro del mundo animal, las avispas son “devivacintura”.
Claro está que la lectura de la Ilíada resulta atractiva por muchas otras razones: se trata de un poema antiguo, pero nada primitivo. A pesar de que nos encontramos ante un texto épico, está lleno de humanidad: los héroes homéricos lloran y sienten miedo; hay engaños y escenas de amores; tiernas despedidas de los guerreros al acudir al combate; hay oráculos y escenas donde los amigos muestran sus lealtades, está el destino que modela parcialmente la libertad del hombre. Y desde el punto de vista literario es una obra orgánica, unitaria, y bien estructurada: con sus hermosos símiles, con una técnica de anticipación y retardación de las acciones con la que Homero introduce un cierto suspense en el desarrollo de los acontecimientos.
ANTONIO GUZMAN GUERRA
Universidad Complutense
Domingo, 13 de Junio 2010
Redactado por Antonio Guzmán el Domingo, 13 de Junio 2010 a las 09:58
Quizá el mejor elogio que se ha hecho de las traducciones de Homero fue el de Jorge Luis Borges cuando habló de su "oportuno" desconocimiento del griego. Las traducciones construyen un mosaico, y van dando cuenta de las lecturas al calor de las estéticas de la modernidad. Ahora que nuestro compañero Óscar Martínez ha terminado su versión para el siglo XXI, quiero dedicarle este blog recordando a dos grandes poetas que también han sido lectores de Homero. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
Me llamó la atención hace ya tiempo un aspecto común que encontré en dos impresionantes poemas del siglo XX: la lectura noctura de Homero en Ossip Mandelstam y Eugenio de Andrade. Lectura como revelación y catarsis. Algunos poemas quedan en nuestra experiencia lectora prendidos mucho más allá del momento en que los leímos. Es posible que no los recordemos tal cual eran, hasta cabe la posibilidad de que se transformen en meras impresiones, despojados incluso de sus palabras, pero perviven en nuestra conciencia y se convierten en parte de nosotros. Esto me ocurrió con los poemas donde el poeta ruso (de origen polaco) Mandelstam y el portugués Andrade narran cómo leyeron durante la noche ciertos pasajes de la Ilíada. El primero lo hace con el catálogo de las naves, y el segundo con el episodio donde Príamo va a suplicar a Aquiles que le devuelva los restos de su hijo Héctor. Ambos poemas conllevan implícita no tanto la realidad textual de la Ilíada como la impresión que ésta ha dejado en la conciencia de ambos poetas modernos. No sé si alguien ya habrá caído en la cuenta de esta coincidencia que, por lo demás, no deja de ser esperable en poetas de la talla de los que comentamos. Que grandes poetas sean lectores de Homero no debería ser una circunstancia, sino casi una condición sin la cual no se puede ser poeta. Pero vayamos a la lectura conjunta de ambos poemas. Mándeltam comienza así en la traducción de Jesús García Gabaldón:
Insomnio. Homero, Izadas velas.
Leí la lista de las naves hasta la mitad:
alargadas larvas, el vuelo de las grullas,
que un día se alzaron sobre Hélade.
Como cría de grulla en tierra extraña
se esparce la espuma divina sobre la cabeza de los zares.
¿Hacia dónde navegáis? ¿Y quién , sino Helena
a Troya os llama, guerreros aqueos?
El mar y Homero, todo lo mueve el amor.
¿A quién he de escuchar? Homero calla,
y el negro mar, elocuente, rumorea
y con grave fragor se acerca a mi cama.
Eugenio de Andrade escribe "A la sombra de Homero", que reproduzco en versión de Martín López-Vega:
Es mortal este agosto; su ardor
sube los escalones todos de la noche,
no me deja dormir.
Abro el libro siempre a mano en la súplica
de Príamo. Pero cuando
el impetuoso Aquiles ordena al viejo
rey que no le atormente más
el corazón, dejo de leer.
La mañana tardaba. ¿Cómo dormir
a la sombra atormentada
de un anciano en el umbral de la muerte?,
¿o con las lágrimas de Aquiles
en el alma, por el amigo
a quien acabo de enterrar?
¿Cómo dormir a las puertas de la vejez
con ese peso sobre el corazón?
Más allá de la lectura comùn de Homero, hay ciertas circunstancias comunes que sorprenden; una lectura que se interrumpe y que viene motivada por el insomnio. En ambos casos, los poetas son conscientes tanto de la transcendencia como de la actualidad de lo que leen. En un poema hay un negro mar que se acerca a la cama, en el otro la sombra atormentada de un anciano. Los estilos de cada poeta son bien diferentes, ácaso las circunstancias vitales e históricas en que cada uno escribe su poema concreto, pero Homero los une, y así se configura una relación entre tres poetas cuyos versos se mezclan. Lo que más me impresiona es la representación del hecho de la lectura. Podemos ver a ambos poetas leyendo durante la noche la Iliada. Yo también he leído estos poemas y he escrito este texto movido por la necesidad de contarlo y en la noche oscura.
Francisco García Jurado
Universidad Complutense
Insomnio. Homero, Izadas velas.
Leí la lista de las naves hasta la mitad:
alargadas larvas, el vuelo de las grullas,
que un día se alzaron sobre Hélade.
Como cría de grulla en tierra extraña
se esparce la espuma divina sobre la cabeza de los zares.
¿Hacia dónde navegáis? ¿Y quién , sino Helena
a Troya os llama, guerreros aqueos?
El mar y Homero, todo lo mueve el amor.
¿A quién he de escuchar? Homero calla,
y el negro mar, elocuente, rumorea
y con grave fragor se acerca a mi cama.
Eugenio de Andrade escribe "A la sombra de Homero", que reproduzco en versión de Martín López-Vega:
Es mortal este agosto; su ardor
sube los escalones todos de la noche,
no me deja dormir.
Abro el libro siempre a mano en la súplica
de Príamo. Pero cuando
el impetuoso Aquiles ordena al viejo
rey que no le atormente más
el corazón, dejo de leer.
La mañana tardaba. ¿Cómo dormir
a la sombra atormentada
de un anciano en el umbral de la muerte?,
¿o con las lágrimas de Aquiles
en el alma, por el amigo
a quien acabo de enterrar?
¿Cómo dormir a las puertas de la vejez
con ese peso sobre el corazón?
Más allá de la lectura comùn de Homero, hay ciertas circunstancias comunes que sorprenden; una lectura que se interrumpe y que viene motivada por el insomnio. En ambos casos, los poetas son conscientes tanto de la transcendencia como de la actualidad de lo que leen. En un poema hay un negro mar que se acerca a la cama, en el otro la sombra atormentada de un anciano. Los estilos de cada poeta son bien diferentes, ácaso las circunstancias vitales e históricas en que cada uno escribe su poema concreto, pero Homero los une, y así se configura una relación entre tres poetas cuyos versos se mezclan. Lo que más me impresiona es la representación del hecho de la lectura. Podemos ver a ambos poetas leyendo durante la noche la Iliada. Yo también he leído estos poemas y he escrito este texto movido por la necesidad de contarlo y en la noche oscura.
Francisco García Jurado
Universidad Complutense
Viernes, 30 de Abril 2010
Redactado por Antonio Guzmán el Viernes, 30 de Abril 2010 a las 10:26
Hoy escribe David Hernández de la Fuente. Concluye con esta tercera entrega el breve recorrido por los mitos griegos relacionados con la curación del cuerpo y del alma. Las figuras míticas aquí evocadas son las diosas de los partos, el centauro Quirón, primer cirujano y magnífico maestro de héroes, y otros personajes como Hermes, Prometeo o Dioniso, que tienen relación con el arte de curar.
La hija menor de Crono y Rea, Hera, reina del Olimpo y celosa mujer de Zeus, comparte el patrocinio mítico de la obstetricia junto con Ártemis e Ilitía. Se cuenta que Leto había concebido de Zeus, rey de dioses, a unos hermosos gemelos que ya pesaban en su vientre. Y la madre, sintiendo ya los dolores de parto, vagaba de uno a otro rincón del mundo antiguo, sin que ninguna tierra o ciudad se atreviera a darle cobijo, por temor a un decreto de la vengativa Hera, siempre envidiosa de las amadas de su esposo. Solo un lugar en el mundo podía servir de refugio a la desesperada parturienta: un islote móvil en medio del mar, la que luego sería llamada Delos. Allí Leto esperó el nacimiento durante nueve noches y nueve días hasta que finalmente Hera consintió el alumbramiento, pues suyo era el poder sobre los partos: nacieron primero Ártemis y después el bello Apolo.
En esta servidumbre humana y semidivina de dar a luz asistía a Hera ayudaba una divinidad menor, llamada Ilitía, hija de Zeus y Hera. Este genio femenino que preside los alumbramientos, sin embargo, sirve a su madre en sus venganzas. Como en el caso de Leto, Ilitía trató de impedir también el parto de la reina Alcmena, que tuvo a Heracles de Zeus. Curiosamente, la doncella Ártemis, la diosa gemela de Apolo que nació en ese parto retenido, fue la encargada de velar por la seguridad de las embarazadas hasta el noveno mes. Ártemis es la diosa cazadora, la Diana latina, cruel y hermosa como la naturaleza. Ella es la virgen por excelencia. Sin embargo, en la antigua Grecia, estaban bajo su protección, además de las doncellas, las muchachas embarazadas hasta el momento en que daban a luz, cuando se encomendaban a Hera, diosa del matrimonio, y a su ayudante Ilitía.
El centauro Quirón fue el primer cirujano, el más maestro de médicos y héroes. Su vida fue consagrada a curar a los demás y a enseñar la medicina. Y como en el caso de Asclepio, vemos que esta vocación le reportó varios peligros. Quirón pertenecía a la raza de los centauros, híbridos entre humanos y caballo. Se cuenta que los centauros eran una estirpe de maldad conocida, odiosa y violenta por naturaleza, que nació del malvado Ixión. Este deseó unirse con Hera, la esposa de Zeus, quien fabricó una nube con su forma: de esta unión antinatural nacieron los siniestros centauros, fieros y peligrosos. Pero Quirón, el centauro sabio, fue la una notable excepción a esa historia. Su fama se basa sobre todo en su faceta de maestro de héroes. Es famoso por haber instruido a los mejores de los griegos, como Ulises, Heracles, Eneas, Peleo, Aristeo, Acteón, Jasón o Aquiles: a ellos les enseñó todo cuanto debía saber un buen héroe helénico, el arte de la lucha con lanza, espada y arco, pero también la música, la medicina y otros saberes de gran utilidad. El propio Asclepio aprendió de él el arte de curar las enfermedades.
Pero ¿cómo se explica el carácter benévolo de Quirón frente a los otros centauros? Quiere la tradición que Quirón tenga un origen distinto: se cuenta que es hijo del Titán Crono, quien, una vez, adoptó la forma de un caballo para seducir a una mujer llamada Filira, de forma que su esposa Rea no advirtiera el engaño. Así nació Quirón, que participa de un origen divino y, por tanto, se diferencia de los centauros Ixiónidas en su enorme sabiduría, en su inmortalidad, y, además, en un cierto carácter amable y melancólico. Quirón aprendió de Apolo y Ártemis la caza, la medicina, la música y la adivinación, y de él procede la estirpe de Peleo, el que sería padre de Aquiles.
Parece que la muerte de Quirón fue causada por un desgraciado error de Heracles, quien lo hirió accidentalmente con una flecha envenenada mientras combatía con otros centauros. Sin embargo, Quirón era inmortal y sufría terribles dolores a causa de la herida. Conque, según afirma una leyenda, le cedió su inmortalidad a Prometeo y se dejó morir voluntariamente. Otra versión sostiene que Zeus, como lo viera doliéndose y sin poder morir, se compadeció de él y lo elevó al firmamento, convirtiéndole en la constelación de Sagitario (que no en vano representa a un centauro flechador).
Ya que se menciona al famoso titán filántropo que encarna el progreso de la humanidad, no hay que olvidar que Prometeo es también el inventor de la ciencia y la técnica médicas. Se le relaciona con varios aspectos fundamentales para la civilización, como es el fuego, la primera mujer y el culto a los dioses. Sin embargo, Prometeo es susceptible de muchas interpretaciones. Ya en la antigüedad recibió tratamientos muy distintos en la literatura, desde Hesíodo, a Esquilo y Platón. Son los tres grandes relatos del mito en la literatura griega, muy significativos en cuanto a la variedad de versiones que ofrecía la tradición poética y la libertad de los autores, para reflejar sólo aspectos positivos o negativos. En particular, Prometeo aparece como dios inventor de la medicina en el Prometeo encadenado de Esquilo (vv. 476 ss.), cuando el coro le dice al titán: “Has sufrido pena y humlliación [...] y como un mal médico, que ha caído enfermo, has perdido el entendimiento y no puedes descubrir qué medicinas curarán tu propia enfermedad.” Y Prometeo responde: “Escucha el resto y te asombrará las artes y técnicas que descubrí. Esta fue la primera y más importante: si alguna vez el hombre enfermó, no hubo remedio, no comida que lo sanara, ni ungüento ni bebedizo, sino que lo desecharon por falta de medicinas, hasta el momento en que yo les enseñé a los hombres cómo mezclar remedios curativos con los que ahora se libran de sus molestias. Y les marqué muchos caminos para leer el futuro y entre los sueños yo fui el primero en discernir los que se harían verdad [...] en una palabra, lo sabrás en seguida: todas las artes que posee el hombre vienen de Prometeo.”
Aún hay otro mito que pone en relación a Prometeo con el propio origen de los hombres. Prometeo se perfila así como el creador del hombre y de la mujer, pues habría modelado a uno y otra a partir de un puñado de barro. Pausanias cuenta que en una aldea se podían ver aún los pedazos de arcilla sobrantes que Prometeo dejó tras su labor. Y el fabulista Esopo recogió también la leyenda en una simpática versión moralizante que explica el alma bestial de ciertas personas que fueron modeladas por Prometeo a partir de animales. El artífice por excelencia de las artes y las ciencias se convierte así en creador de vida –reflejo de la máxima aspiración del médico antiguo– como si de un antiguo doctor Frankenstein se tratase.
Otra figura mítica íntimamente relacionada con la medicina es el dios Hermes, a quien puede considerarse el primer farmacéutico. Hermes, intermediario por excelencia, es mercader, viajero, ladrón, y astuto negociante, patrón de intérpretes, traductores y hermeneutas, y guía del alma al otro mundo. Pero también, más adelante, aparecerá a la manera de un sabio mago, como Hermes Trimegisto, “tres veces grande”, asimilado al dios egipcio Thoth. Hermes se convierte así en dios de la magia y de lo misterioso, patrón de la alquimia y de los textos esotéricos: su saber “hermético” será el inspirador de alquimistas. De ahí que se le considere dios de la magia, la alquimia y, por extensión, inventor de la farmacopea. Hermes es el inventor de la química y de los remedios curativos del cuerpo y el alma. Los atributos del dios, las sandalias aladas, el pétaso y el caduceo, báculo de viajero y varita de mago a la par, con el tiempo pasaron a ser símbolos de los comerciantes, magos y boticarios. El mágico caduceo fue regalo de Apolo, que había guardado con él sus rebaños, a cambio de la lira, que Hermes inventó. En principio era una vara de oro, pero se dice que al encontrar Hermes dos serpientes que peleaban, arrojó en medio de ellas su bastón para separarlas y vio como sin hacerse ningún daño se enroscaban y entrelazaban alrededor de la vara, de manera que la parte más alta de sus cuerpos formaban un arco, quedando sus cabezas separadas mágicamente, frente a frente.
Finalmente, hay que mencionar a Dioniso, uno de los dioses más cercanos y a la vez más ajenos que tiene el panteón griego. Como fuerza de la naturaleza cíclica, de la regeneración vegetal, también se relaciona a Dioniso con un tipo de curación especial, más íntimamente psicológica, a través de sus cultos y danzas. Dioniso tiene carácter curativo y liberador: su gran regalo a la humanidad es el vino que libera de las penas y la danza extática, que saca fuera de sí a los danzantes, inspirados por la locura divina. Sus símbolos son la vid, el vino, la hiedra, plantas poderosas y usadas en la antigüedad como medicina para el cuerpo y el espíritu, fundamento de la religión dionisíaca. Por ello, en sus advocaciones de Lisio o Lieo, “el que libera”, o Lisiponos, “el que libera del dolor”, merece ser contado como dios relacionado con la medicina: Dioniso es, en cierto modo, el analgésico espiritual de la antigua Grecia.
Evitar el dolor y la enfermedad, y mejorar la endeble condición humana es la función de todo este grupo de dioses y héroes de la medicina, desde Apolo hasta Hermes o Prometeo. A través de todos estos testimonios se ha querido pasar revista a las leyendas más conocidas de la antigua mitología y literatura acerca del arte de la medicina a modo de notas didácticas y evocadoras. Un ilustre médico de la antigüedad, el famoso Galeno, instaba a todo aquel que quisiera aprender medicina a que estudiara los legendarios versos de Homero –con quien comenzábamos estas reflexiones– los tratados de Platón y las escuelas de filosofía, retórica o gramática. Hasta tal punto estaban entrelazados en la antigüedad los estudios que hoy llamamos de letras y de ciencias. En fin, Galeno titula uno de sus tratados filosóficos y autobiográficos diciendo Que el mejor médico es también el mejor filósofo. A la vista de estas leyendas sobre curaciones y resurrecciones tal vez no estaría de más que fuera también el mejor mitólogo.
DAVID HERNÁNDEZ DE LA FUENTE
En esta servidumbre humana y semidivina de dar a luz asistía a Hera ayudaba una divinidad menor, llamada Ilitía, hija de Zeus y Hera. Este genio femenino que preside los alumbramientos, sin embargo, sirve a su madre en sus venganzas. Como en el caso de Leto, Ilitía trató de impedir también el parto de la reina Alcmena, que tuvo a Heracles de Zeus. Curiosamente, la doncella Ártemis, la diosa gemela de Apolo que nació en ese parto retenido, fue la encargada de velar por la seguridad de las embarazadas hasta el noveno mes. Ártemis es la diosa cazadora, la Diana latina, cruel y hermosa como la naturaleza. Ella es la virgen por excelencia. Sin embargo, en la antigua Grecia, estaban bajo su protección, además de las doncellas, las muchachas embarazadas hasta el momento en que daban a luz, cuando se encomendaban a Hera, diosa del matrimonio, y a su ayudante Ilitía.
El centauro Quirón fue el primer cirujano, el más maestro de médicos y héroes. Su vida fue consagrada a curar a los demás y a enseñar la medicina. Y como en el caso de Asclepio, vemos que esta vocación le reportó varios peligros. Quirón pertenecía a la raza de los centauros, híbridos entre humanos y caballo. Se cuenta que los centauros eran una estirpe de maldad conocida, odiosa y violenta por naturaleza, que nació del malvado Ixión. Este deseó unirse con Hera, la esposa de Zeus, quien fabricó una nube con su forma: de esta unión antinatural nacieron los siniestros centauros, fieros y peligrosos. Pero Quirón, el centauro sabio, fue la una notable excepción a esa historia. Su fama se basa sobre todo en su faceta de maestro de héroes. Es famoso por haber instruido a los mejores de los griegos, como Ulises, Heracles, Eneas, Peleo, Aristeo, Acteón, Jasón o Aquiles: a ellos les enseñó todo cuanto debía saber un buen héroe helénico, el arte de la lucha con lanza, espada y arco, pero también la música, la medicina y otros saberes de gran utilidad. El propio Asclepio aprendió de él el arte de curar las enfermedades.
Pero ¿cómo se explica el carácter benévolo de Quirón frente a los otros centauros? Quiere la tradición que Quirón tenga un origen distinto: se cuenta que es hijo del Titán Crono, quien, una vez, adoptó la forma de un caballo para seducir a una mujer llamada Filira, de forma que su esposa Rea no advirtiera el engaño. Así nació Quirón, que participa de un origen divino y, por tanto, se diferencia de los centauros Ixiónidas en su enorme sabiduría, en su inmortalidad, y, además, en un cierto carácter amable y melancólico. Quirón aprendió de Apolo y Ártemis la caza, la medicina, la música y la adivinación, y de él procede la estirpe de Peleo, el que sería padre de Aquiles.
Parece que la muerte de Quirón fue causada por un desgraciado error de Heracles, quien lo hirió accidentalmente con una flecha envenenada mientras combatía con otros centauros. Sin embargo, Quirón era inmortal y sufría terribles dolores a causa de la herida. Conque, según afirma una leyenda, le cedió su inmortalidad a Prometeo y se dejó morir voluntariamente. Otra versión sostiene que Zeus, como lo viera doliéndose y sin poder morir, se compadeció de él y lo elevó al firmamento, convirtiéndole en la constelación de Sagitario (que no en vano representa a un centauro flechador).
Ya que se menciona al famoso titán filántropo que encarna el progreso de la humanidad, no hay que olvidar que Prometeo es también el inventor de la ciencia y la técnica médicas. Se le relaciona con varios aspectos fundamentales para la civilización, como es el fuego, la primera mujer y el culto a los dioses. Sin embargo, Prometeo es susceptible de muchas interpretaciones. Ya en la antigüedad recibió tratamientos muy distintos en la literatura, desde Hesíodo, a Esquilo y Platón. Son los tres grandes relatos del mito en la literatura griega, muy significativos en cuanto a la variedad de versiones que ofrecía la tradición poética y la libertad de los autores, para reflejar sólo aspectos positivos o negativos. En particular, Prometeo aparece como dios inventor de la medicina en el Prometeo encadenado de Esquilo (vv. 476 ss.), cuando el coro le dice al titán: “Has sufrido pena y humlliación [...] y como un mal médico, que ha caído enfermo, has perdido el entendimiento y no puedes descubrir qué medicinas curarán tu propia enfermedad.” Y Prometeo responde: “Escucha el resto y te asombrará las artes y técnicas que descubrí. Esta fue la primera y más importante: si alguna vez el hombre enfermó, no hubo remedio, no comida que lo sanara, ni ungüento ni bebedizo, sino que lo desecharon por falta de medicinas, hasta el momento en que yo les enseñé a los hombres cómo mezclar remedios curativos con los que ahora se libran de sus molestias. Y les marqué muchos caminos para leer el futuro y entre los sueños yo fui el primero en discernir los que se harían verdad [...] en una palabra, lo sabrás en seguida: todas las artes que posee el hombre vienen de Prometeo.”
Aún hay otro mito que pone en relación a Prometeo con el propio origen de los hombres. Prometeo se perfila así como el creador del hombre y de la mujer, pues habría modelado a uno y otra a partir de un puñado de barro. Pausanias cuenta que en una aldea se podían ver aún los pedazos de arcilla sobrantes que Prometeo dejó tras su labor. Y el fabulista Esopo recogió también la leyenda en una simpática versión moralizante que explica el alma bestial de ciertas personas que fueron modeladas por Prometeo a partir de animales. El artífice por excelencia de las artes y las ciencias se convierte así en creador de vida –reflejo de la máxima aspiración del médico antiguo– como si de un antiguo doctor Frankenstein se tratase.
Otra figura mítica íntimamente relacionada con la medicina es el dios Hermes, a quien puede considerarse el primer farmacéutico. Hermes, intermediario por excelencia, es mercader, viajero, ladrón, y astuto negociante, patrón de intérpretes, traductores y hermeneutas, y guía del alma al otro mundo. Pero también, más adelante, aparecerá a la manera de un sabio mago, como Hermes Trimegisto, “tres veces grande”, asimilado al dios egipcio Thoth. Hermes se convierte así en dios de la magia y de lo misterioso, patrón de la alquimia y de los textos esotéricos: su saber “hermético” será el inspirador de alquimistas. De ahí que se le considere dios de la magia, la alquimia y, por extensión, inventor de la farmacopea. Hermes es el inventor de la química y de los remedios curativos del cuerpo y el alma. Los atributos del dios, las sandalias aladas, el pétaso y el caduceo, báculo de viajero y varita de mago a la par, con el tiempo pasaron a ser símbolos de los comerciantes, magos y boticarios. El mágico caduceo fue regalo de Apolo, que había guardado con él sus rebaños, a cambio de la lira, que Hermes inventó. En principio era una vara de oro, pero se dice que al encontrar Hermes dos serpientes que peleaban, arrojó en medio de ellas su bastón para separarlas y vio como sin hacerse ningún daño se enroscaban y entrelazaban alrededor de la vara, de manera que la parte más alta de sus cuerpos formaban un arco, quedando sus cabezas separadas mágicamente, frente a frente.
Finalmente, hay que mencionar a Dioniso, uno de los dioses más cercanos y a la vez más ajenos que tiene el panteón griego. Como fuerza de la naturaleza cíclica, de la regeneración vegetal, también se relaciona a Dioniso con un tipo de curación especial, más íntimamente psicológica, a través de sus cultos y danzas. Dioniso tiene carácter curativo y liberador: su gran regalo a la humanidad es el vino que libera de las penas y la danza extática, que saca fuera de sí a los danzantes, inspirados por la locura divina. Sus símbolos son la vid, el vino, la hiedra, plantas poderosas y usadas en la antigüedad como medicina para el cuerpo y el espíritu, fundamento de la religión dionisíaca. Por ello, en sus advocaciones de Lisio o Lieo, “el que libera”, o Lisiponos, “el que libera del dolor”, merece ser contado como dios relacionado con la medicina: Dioniso es, en cierto modo, el analgésico espiritual de la antigua Grecia.
Evitar el dolor y la enfermedad, y mejorar la endeble condición humana es la función de todo este grupo de dioses y héroes de la medicina, desde Apolo hasta Hermes o Prometeo. A través de todos estos testimonios se ha querido pasar revista a las leyendas más conocidas de la antigua mitología y literatura acerca del arte de la medicina a modo de notas didácticas y evocadoras. Un ilustre médico de la antigüedad, el famoso Galeno, instaba a todo aquel que quisiera aprender medicina a que estudiara los legendarios versos de Homero –con quien comenzábamos estas reflexiones– los tratados de Platón y las escuelas de filosofía, retórica o gramática. Hasta tal punto estaban entrelazados en la antigüedad los estudios que hoy llamamos de letras y de ciencias. En fin, Galeno titula uno de sus tratados filosóficos y autobiográficos diciendo Que el mejor médico es también el mejor filósofo. A la vista de estas leyendas sobre curaciones y resurrecciones tal vez no estaría de más que fuera también el mejor mitólogo.
DAVID HERNÁNDEZ DE LA FUENTE
Sábado, 20 de Marzo 2010
Redactado por Antonio Guzmán el Sábado, 20 de Marzo 2010 a las 13:16
Hoy escribe David Hernández de la Fuente. Prosigue este breve recorrido por los mitos griegos que tienen relación con la medicina, con la curación del cuerpo y del alma. Dos son las figuras aquí tratadas: Apolo, el ambivalente dios que representa la enfermedad y el remedio a la par, y su hijo Asclepio, la figura mítica que tal vez encarne mejor la idea de medicina que tenían los antiguos griegos.
En la mitología, las flechas de Apolo –como las de su hermana gemela Ártemis, su compañera en el firmamento en su identificación con el sol y la luna– sirven para ejecutar las venganzas divinas que decreta la asamblea de dioses ante los desmanes de los mortales. Dice Homero: “Apolo [...] descendió de las cumbres del Olimpo, airado en su corazón con el arco en los hombros y la aljaba [...] resonaron las flechas sobre los hombros del dios irritado al ponerse en movimiento, e iba semejante a la noche. Luego se sentó lejos de las naves y arrojó con tino una saeta...”
Apolo desata la peste (loimos) como castigo divino, como en el celebérrimo inicio de la Ilíada (I 43-53). Es el dios de las epidemias, como la que extiende entre los griegos en el sitio de Troya. El dios podía castigar a una entera población por los pecados de su gobernante (Edipo Rey 22-30) y sus flechas –que se extienden simbólicamente como una enfermedad veloz– causan la poderosa tristeza de la muerte, como en el mito de la desventurada Níobe. Fue ésta una madre afortunada, con doce hijos hermosos, de belleza y cualidades extraordinarias. Pero se atrevió a decir, en notoria hybris, que su progenie aventajaba a la de Leto. Los brillantes gemelos habidos con esta por Zeus no lo perdonaron. Apolo y Ártemis, armados cada uno con su arco, mataron implacablemente a todos sus hijos: él a los seis muchachos, ella a las seis doncellas, como si fueran una terrible plaga. Y la madre lloró tanto que se convirtió en una roca con un manantial, y aún hoy, como cuenta Pausanias, se puede visitar la roca en que se transformó, que no deja nunca de llorar. Apolo es, pues, el dios de la peste, especialmente en su advocación de Esmínteo, que alude a la relación entre la plaga apolínea y los roedores.
El joven dios de belleza deslumbrante es más conocido como patrón de las artes, la poesía, la música serena y los cantos corales, siendo por su serenidad y su porte la imagen del dios griego por excelencia. También apadrina el arte de adivinar el futuro desde su gran santuario en la escarpada Delfos, donde su sacerdotisa pronunciaba los oráculos del dios. Otro famoso lugar del culto de Apolo fue también su isla natal, Delos. El mito de su nacimiento, junto a Ártemis, refiere que la isla, que hasta entonces era móvil, quedo fijada después como santuario central. He aquí la vertiente positiva de este dios, que, como vio M. Detienne (Apolo con el cuchillo en la mano) es una figura de luces y sombras. Si Apolo era el dios de la enfermedad, hay que decir que también era capaz de sanar sus males. Así se presentaba con la curativa advocación de Peán, el sanador, como se ve en Homero. En los santuarios de Delos y Delfos, de gran actividad adivinatoria, también había una gran afluencia de médicos, que acudían a estos populosos centros de peregrinación de los griegos. Gran parte de los consultantes, de hecho, preguntaban al dios acerca de sus enfermedades, pues la salud ha sido siempre una de las grandes preocupaciones del hombre. De Apolo procede también el principal dios médico de la antigüedad, Asclepio, su hijo, de quien hablaremos más tarde, pues se especializará como el curador por excelencia en la religión griega.
Los símbolos de Apolo son variados, y si destaca entre ellos el trípode, que representa su arte adivinatoria, no hay que olvidar otros, como el laurel, de uso médico antiguo como tónico estomacal, entre otras aplicaciones. Los griegos, por ejemplo, lo usaban en el baño para aliviar los dolores de la artritis. Esta planta consagrada a Apolo guarda íntima relación con el dios, en el mito y en los rituales adivinatorios. Por otro lado, es sabido que Dafne (laurel) es el nombre de uno de los amores más célebres de Apolo, que fue transformada en laurel huyendo de él, como cuentan, entre otros, Ovidio y Partenio de Nicea. Apolo siempre tuvo mala suerte en sus amores, femeninos y masculinos, que se le escaparon, se le murieron o, simplemente acabaron mal (Jacinto, Cipariso o Cirene son algunos ejemplos). Además de estas malogradas historias, Apolo tuvo amoríos con Corónide, princesa tesalia, de quien tuvo a su famoso hijo Asclepio, el que sería dios médico de la antigua mitología. Su nacimiento excepcional y heroico estuvo marcado por la muerte de su madre. Cuenta Píndaro que Corónide amó a Apolo y quedó embarazada de él, pero durante su embarazo ella se prendó de un mortal. Apolo fue advertido de ello por un cuervo –que en la época era un ave de color blanco– y en venganza quemó viva a la joven. Mientras su cuerpo ardía en la pira arrancó de su seno a su hijo niño, vivo aún, y lo crió. Apolo maldijo al cuervo que le dio la mala noticia, por lo que desde entonces los cuervos son negros. El pequeño fue educado como un héroe por el sabio centauro Quirón, con un currículo en el que estaba incluido el arte de la medicina. Asclepio avanzó tanto en esta que llegó a provocar el temor de los dioses. En su soberbia, llegó a desafiar las leyes de la naturaleza y, tras avanzar en su ciencia más allá de todos los límites, resucitó a un muerto. Zeus no podía tolerar el desafío al orden natural y lo mató con su rayo. Se cuenta que Apolo, en venganza, mató a su vez a los Cíclopes, forjadores del rayo. Pero después de expiar su culpa, Apolo obtuvo un favor especial para su hijo Asclepio, que fue ascendido al Olimpo como dios de la medicina.
Es quizá el dios más benévolo de los venerados en la Grecia antigua. Se lo representa barbado y sonriente, cosa rara en los dioses griegos. Venerable, sentado en un trono y con su atributo, sostiene un báculo en torno al cual se enrosca una serpiente, símbolo de la renovación de la vida. Cuenta un mito que Asclepio visitó a un tal Glauco, que estaba desahuciado y moribundo ya. Entonces vio venir una serpiente a enroscarse en su bastón y la mató; pero apareció otra que llevaba una hierba mágica con la que volvió a la vida a la primera. Así asistió a Glauco en su maravillosa resurrección y conoció esta hierba de la vida, por lo que la serpiente se convirtió en su animal consagrado.
Asclepio tuvo tres hijas, Higiea, Panacea y Yasó (nombres parlantes, la Saludable, la Remediadora de todo y la Curadora), un trío a la imagen de las Gracias de Apolo o las Horas de Zeus que acompañan a Asclepio y dispendian sus dones entre los mortales. El culto de este dios se extendió sobremanera tras la época clásica y el famoso juramento hipocrático le invocaba junto a sus hijas, aunque la medicina científica griega no tuvo que ver en su origen con el culto a este dios. Tuvo Asclepio además dos hijos, Macaón y Podalirio, que aparecen en la Ilíada como médicos del campamento griego. Son llamados los Asclepíadas. En el libro VI de la Ilíada Asclepio aparece como un rey histórico al que se llama “médico incomparable” y que fue fulminado por un rayo por su excesiva audacia curadora. Son los peligros del ejercicio de la medicina: el tema prometeico y fáustico del hombre que desafía a la muerte, como el doctor Frankenstein, tiene un origen muy antiguo. La planta de Asclepio era el ciprés, aunque es un dios que tiene el patrocinio de todas las hierbas curativas. Su animal consagrado era el gallo, como recuerdan las célebres últimas palabras de Sócrates antes de morir, que transmite Platón: el último deseo del maestro es sacrificar un gallo al dios.
Este dios tenía diversos santuarios en lugares como la isla de Cos, donde había una cofradía de médicos conocida como los asclepíadas. Pero sin duda el lugar predilecto del culto de Asclepio era Epidauro. Aún hoy se pueden visitar en este enclave arqueológico los restos del complejo de culto del dios, sus templos y recintos, junto con el impresionante teatro en el que todavía pueden verse representaciones dramáticas y musicales. Epidauro es rico en restos que atestiguan la bulliciosa actividad de la medicina sobre todo desde el siglo IV a.C.: relieves, placas votivas, inscripciones que conmemoran curaciones del dios, etc. Era, como Delos, Delfos, Eleusis, Dodona y otros santuarios griegos, un importante lugar de peregrinación para experimentar las revelaciones divinas. Un centro en torno al cual había una rica infraestructura de alojamiento, dispensarios médicos, rutas, albergues y demás servicios destinados al peregrino. La principal diferencia con los otros centros es que Epidauro se especializaba en la medicina.
En Epidauro los fieles consultaban al dios médico principalmente por el procedimiento de la enkoimesis o incubación: dormían dentro del templo de Asclepio para que éste les indicara en sueños qué remedios eran los más apropiados para sus dolencias. Había ritos especiales para la consulta, baños de purificación, ayuno y sacrificios. Tras el sueño, que generalmente era un oráculo ambiguo, los sacerdotes lo interpretaban y aconsejaban los mejores remedios a los pacientes. Los tratamientos médicos eran gratuitos, pero muchos fieles dejaban como ofrenda exvotos con reproducciones de las partes sanadas por el dios y arrojaban monedas a la fuente sagrada del dios. Hay cientos de reliquias en los museos de Grecia procedentes del templo de Asclepio en Epidauro. Algún ejemplo muestran a un tal Arquino (Museo Nacional de Atenas) en una doble escena, onírica y real, siendo curado de la espalda por la divinidad, mientras una serpiente le lame el mismo lugar mientras duerme. Pero hay muchas historias y nombres propios en esos relieves, Ambrosia, Gorgias, Euhipo, etc.
El culto de Asclepio, bajo el nombre de Esculapio, fue también inmensamente popular en Roma desde el siglo III a.C., y se extendió por toda Italia, donde existió más de un centenar de santuarios médicos, como prueban las muchas terracotas y relieves halladas. Unos 15 kilómetros al este de Roma, por ejemplo, destaca el santuario de Ponte di Nona, con una impresionante colección de exvotos de extremidades sanadas por el dios. Estas no difieren mucho de los exvotos posteriores de otras religiones, como la cristiana, que siguen teniendo sus santuarios curativos. El mito y la religión ocuparon un lugar principal en el mundo antiguo que luego pasó al cristianismo: los viejos santuario de Asclepio en el mundo tardoantiguo fueron sustituidos por iglesias de santos que, como San Cosme y Damián (una suerte de Asclepíadas cristianizados) ocuparon el lugar del antiguo dios de la medicina.
DAVID HERNÁNDEZ DE LA FUENTE
Apolo desata la peste (loimos) como castigo divino, como en el celebérrimo inicio de la Ilíada (I 43-53). Es el dios de las epidemias, como la que extiende entre los griegos en el sitio de Troya. El dios podía castigar a una entera población por los pecados de su gobernante (Edipo Rey 22-30) y sus flechas –que se extienden simbólicamente como una enfermedad veloz– causan la poderosa tristeza de la muerte, como en el mito de la desventurada Níobe. Fue ésta una madre afortunada, con doce hijos hermosos, de belleza y cualidades extraordinarias. Pero se atrevió a decir, en notoria hybris, que su progenie aventajaba a la de Leto. Los brillantes gemelos habidos con esta por Zeus no lo perdonaron. Apolo y Ártemis, armados cada uno con su arco, mataron implacablemente a todos sus hijos: él a los seis muchachos, ella a las seis doncellas, como si fueran una terrible plaga. Y la madre lloró tanto que se convirtió en una roca con un manantial, y aún hoy, como cuenta Pausanias, se puede visitar la roca en que se transformó, que no deja nunca de llorar. Apolo es, pues, el dios de la peste, especialmente en su advocación de Esmínteo, que alude a la relación entre la plaga apolínea y los roedores.
El joven dios de belleza deslumbrante es más conocido como patrón de las artes, la poesía, la música serena y los cantos corales, siendo por su serenidad y su porte la imagen del dios griego por excelencia. También apadrina el arte de adivinar el futuro desde su gran santuario en la escarpada Delfos, donde su sacerdotisa pronunciaba los oráculos del dios. Otro famoso lugar del culto de Apolo fue también su isla natal, Delos. El mito de su nacimiento, junto a Ártemis, refiere que la isla, que hasta entonces era móvil, quedo fijada después como santuario central. He aquí la vertiente positiva de este dios, que, como vio M. Detienne (Apolo con el cuchillo en la mano) es una figura de luces y sombras. Si Apolo era el dios de la enfermedad, hay que decir que también era capaz de sanar sus males. Así se presentaba con la curativa advocación de Peán, el sanador, como se ve en Homero. En los santuarios de Delos y Delfos, de gran actividad adivinatoria, también había una gran afluencia de médicos, que acudían a estos populosos centros de peregrinación de los griegos. Gran parte de los consultantes, de hecho, preguntaban al dios acerca de sus enfermedades, pues la salud ha sido siempre una de las grandes preocupaciones del hombre. De Apolo procede también el principal dios médico de la antigüedad, Asclepio, su hijo, de quien hablaremos más tarde, pues se especializará como el curador por excelencia en la religión griega.
Los símbolos de Apolo son variados, y si destaca entre ellos el trípode, que representa su arte adivinatoria, no hay que olvidar otros, como el laurel, de uso médico antiguo como tónico estomacal, entre otras aplicaciones. Los griegos, por ejemplo, lo usaban en el baño para aliviar los dolores de la artritis. Esta planta consagrada a Apolo guarda íntima relación con el dios, en el mito y en los rituales adivinatorios. Por otro lado, es sabido que Dafne (laurel) es el nombre de uno de los amores más célebres de Apolo, que fue transformada en laurel huyendo de él, como cuentan, entre otros, Ovidio y Partenio de Nicea. Apolo siempre tuvo mala suerte en sus amores, femeninos y masculinos, que se le escaparon, se le murieron o, simplemente acabaron mal (Jacinto, Cipariso o Cirene son algunos ejemplos). Además de estas malogradas historias, Apolo tuvo amoríos con Corónide, princesa tesalia, de quien tuvo a su famoso hijo Asclepio, el que sería dios médico de la antigua mitología. Su nacimiento excepcional y heroico estuvo marcado por la muerte de su madre. Cuenta Píndaro que Corónide amó a Apolo y quedó embarazada de él, pero durante su embarazo ella se prendó de un mortal. Apolo fue advertido de ello por un cuervo –que en la época era un ave de color blanco– y en venganza quemó viva a la joven. Mientras su cuerpo ardía en la pira arrancó de su seno a su hijo niño, vivo aún, y lo crió. Apolo maldijo al cuervo que le dio la mala noticia, por lo que desde entonces los cuervos son negros. El pequeño fue educado como un héroe por el sabio centauro Quirón, con un currículo en el que estaba incluido el arte de la medicina. Asclepio avanzó tanto en esta que llegó a provocar el temor de los dioses. En su soberbia, llegó a desafiar las leyes de la naturaleza y, tras avanzar en su ciencia más allá de todos los límites, resucitó a un muerto. Zeus no podía tolerar el desafío al orden natural y lo mató con su rayo. Se cuenta que Apolo, en venganza, mató a su vez a los Cíclopes, forjadores del rayo. Pero después de expiar su culpa, Apolo obtuvo un favor especial para su hijo Asclepio, que fue ascendido al Olimpo como dios de la medicina.
Es quizá el dios más benévolo de los venerados en la Grecia antigua. Se lo representa barbado y sonriente, cosa rara en los dioses griegos. Venerable, sentado en un trono y con su atributo, sostiene un báculo en torno al cual se enrosca una serpiente, símbolo de la renovación de la vida. Cuenta un mito que Asclepio visitó a un tal Glauco, que estaba desahuciado y moribundo ya. Entonces vio venir una serpiente a enroscarse en su bastón y la mató; pero apareció otra que llevaba una hierba mágica con la que volvió a la vida a la primera. Así asistió a Glauco en su maravillosa resurrección y conoció esta hierba de la vida, por lo que la serpiente se convirtió en su animal consagrado.
Asclepio tuvo tres hijas, Higiea, Panacea y Yasó (nombres parlantes, la Saludable, la Remediadora de todo y la Curadora), un trío a la imagen de las Gracias de Apolo o las Horas de Zeus que acompañan a Asclepio y dispendian sus dones entre los mortales. El culto de este dios se extendió sobremanera tras la época clásica y el famoso juramento hipocrático le invocaba junto a sus hijas, aunque la medicina científica griega no tuvo que ver en su origen con el culto a este dios. Tuvo Asclepio además dos hijos, Macaón y Podalirio, que aparecen en la Ilíada como médicos del campamento griego. Son llamados los Asclepíadas. En el libro VI de la Ilíada Asclepio aparece como un rey histórico al que se llama “médico incomparable” y que fue fulminado por un rayo por su excesiva audacia curadora. Son los peligros del ejercicio de la medicina: el tema prometeico y fáustico del hombre que desafía a la muerte, como el doctor Frankenstein, tiene un origen muy antiguo. La planta de Asclepio era el ciprés, aunque es un dios que tiene el patrocinio de todas las hierbas curativas. Su animal consagrado era el gallo, como recuerdan las célebres últimas palabras de Sócrates antes de morir, que transmite Platón: el último deseo del maestro es sacrificar un gallo al dios.
Este dios tenía diversos santuarios en lugares como la isla de Cos, donde había una cofradía de médicos conocida como los asclepíadas. Pero sin duda el lugar predilecto del culto de Asclepio era Epidauro. Aún hoy se pueden visitar en este enclave arqueológico los restos del complejo de culto del dios, sus templos y recintos, junto con el impresionante teatro en el que todavía pueden verse representaciones dramáticas y musicales. Epidauro es rico en restos que atestiguan la bulliciosa actividad de la medicina sobre todo desde el siglo IV a.C.: relieves, placas votivas, inscripciones que conmemoran curaciones del dios, etc. Era, como Delos, Delfos, Eleusis, Dodona y otros santuarios griegos, un importante lugar de peregrinación para experimentar las revelaciones divinas. Un centro en torno al cual había una rica infraestructura de alojamiento, dispensarios médicos, rutas, albergues y demás servicios destinados al peregrino. La principal diferencia con los otros centros es que Epidauro se especializaba en la medicina.
En Epidauro los fieles consultaban al dios médico principalmente por el procedimiento de la enkoimesis o incubación: dormían dentro del templo de Asclepio para que éste les indicara en sueños qué remedios eran los más apropiados para sus dolencias. Había ritos especiales para la consulta, baños de purificación, ayuno y sacrificios. Tras el sueño, que generalmente era un oráculo ambiguo, los sacerdotes lo interpretaban y aconsejaban los mejores remedios a los pacientes. Los tratamientos médicos eran gratuitos, pero muchos fieles dejaban como ofrenda exvotos con reproducciones de las partes sanadas por el dios y arrojaban monedas a la fuente sagrada del dios. Hay cientos de reliquias en los museos de Grecia procedentes del templo de Asclepio en Epidauro. Algún ejemplo muestran a un tal Arquino (Museo Nacional de Atenas) en una doble escena, onírica y real, siendo curado de la espalda por la divinidad, mientras una serpiente le lame el mismo lugar mientras duerme. Pero hay muchas historias y nombres propios en esos relieves, Ambrosia, Gorgias, Euhipo, etc.
El culto de Asclepio, bajo el nombre de Esculapio, fue también inmensamente popular en Roma desde el siglo III a.C., y se extendió por toda Italia, donde existió más de un centenar de santuarios médicos, como prueban las muchas terracotas y relieves halladas. Unos 15 kilómetros al este de Roma, por ejemplo, destaca el santuario de Ponte di Nona, con una impresionante colección de exvotos de extremidades sanadas por el dios. Estas no difieren mucho de los exvotos posteriores de otras religiones, como la cristiana, que siguen teniendo sus santuarios curativos. El mito y la religión ocuparon un lugar principal en el mundo antiguo que luego pasó al cristianismo: los viejos santuario de Asclepio en el mundo tardoantiguo fueron sustituidos por iglesias de santos que, como San Cosme y Damián (una suerte de Asclepíadas cristianizados) ocuparon el lugar del antiguo dios de la medicina.
DAVID HERNÁNDEZ DE LA FUENTE
Viernes, 5 de Marzo 2010
Redactado por Antonio Guzmán el Viernes, 5 de Marzo 2010 a las 13:25
Hoy voy a anunciaros la aparición de cuatro títulos nuevos en la Biblioteca de Clásicos "Grecia y Roma" de Alianza Editorial.
LUCIANO de SAMOSATA, Diálogos Cínicos
Se han agrupado en este volumen media docena de textos en los que se puede establecer como hilo conductor el espíritu desenfadado, cáustico, mordaz y burlón característico de la fresca corriente filosófica de los "cínicos".Hoy como ayer resulta refrescante volver a leer algo sobre la revisión y la subversión de los valores así como la crítica y la alegría de vivir delgran autor satírico griego.
SENECA, Sobre la firmeza del sabio, Sobre el ocio, Sobre la tranquilidad del alma, Sobre la brevedad de la vida. Como se ve cuatro breves trataditos que componen una auténtica joya del pensamiento estoico (lectura muy recomendable además frente a los cínicos). Este volumen estña preparado por Fernando Navarro Antolín y su lectura garantiza unos buenos ratos de sosiego y paz de espíritu, frente a tante cháchara y hojarasca como la que a diario martillea nuestros oídos.
SUETONIO, Vidas de los Césares. Decenas de anécdotas y detalles escabrosos desfilan por esta biografía de los antiguos césares, sin que en sus páginas falten ideas sobre la forma del gobierno de los antiguos emperadores romanos. Esta edición viene enriquecida por una completa introducción adicional a cada vida y algunas sugerencias sobre lecturas, películas, novelas modernas que se han interesado por estos rutilantes personajes.
JUVENAL, Sátiras. Su autor pretendía fustigar los vicios, defectos y desatinos tanto de personas individuales como de la sociedad romana durante el apogeo del Imperio. Su influencia en Quevedo, Swift o Voltaire, además de indudable, es buena prueba del éxito que estos textos tuvieron en tan finos catadores del alma humana ysus miserias.
LUCIANO de SAMOSATA, Diálogos Cínicos
Se han agrupado en este volumen media docena de textos en los que se puede establecer como hilo conductor el espíritu desenfadado, cáustico, mordaz y burlón característico de la fresca corriente filosófica de los "cínicos".Hoy como ayer resulta refrescante volver a leer algo sobre la revisión y la subversión de los valores así como la crítica y la alegría de vivir delgran autor satírico griego.
SENECA, Sobre la firmeza del sabio, Sobre el ocio, Sobre la tranquilidad del alma, Sobre la brevedad de la vida. Como se ve cuatro breves trataditos que componen una auténtica joya del pensamiento estoico (lectura muy recomendable además frente a los cínicos). Este volumen estña preparado por Fernando Navarro Antolín y su lectura garantiza unos buenos ratos de sosiego y paz de espíritu, frente a tante cháchara y hojarasca como la que a diario martillea nuestros oídos.
SUETONIO, Vidas de los Césares. Decenas de anécdotas y detalles escabrosos desfilan por esta biografía de los antiguos césares, sin que en sus páginas falten ideas sobre la forma del gobierno de los antiguos emperadores romanos. Esta edición viene enriquecida por una completa introducción adicional a cada vida y algunas sugerencias sobre lecturas, películas, novelas modernas que se han interesado por estos rutilantes personajes.
JUVENAL, Sátiras. Su autor pretendía fustigar los vicios, defectos y desatinos tanto de personas individuales como de la sociedad romana durante el apogeo del Imperio. Su influencia en Quevedo, Swift o Voltaire, además de indudable, es buena prueba del éxito que estos textos tuvieron en tan finos catadores del alma humana ysus miserias.
Lunes, 22 de Febrero 2010
Redactado por Antonio Guzmán el Lunes, 22 de Febrero 2010 a las 19:01
Curcio narró una gran historia moral sobre Alejandro al relatar cómo sus virtudes cedieron ante el imparable éxito de las conquistas. Publicado por FRANCISCO GARCÍA JURADO, de la Universidad Complutense
Estamos ante un gran enigma, pues bien poco sabemos sobre el historiador y rétor Quinto Curcio (posiblemente apodado Rufo). Lo único que sabemos a ciencia cierta es que escribió un libro singular en la literatura latina, dado su novedoso interés por un asunto histórico ajeno a Roma. No contamos con datos externos fiables sobre la persona de Curcio, y no hay tampoco acuerdo con respecto a la época en que vivió. Es más, la falta de referencias sobre su propia obra durante la Antigüedad hizo pensar a algunos que pudiera tratarse de un falso autor clásico inventado en tiempos medievales. Hoy día, las dos hipótesis más plausibles sobre su vida lo sitúan bien como autor contemporáneo del emperador Claudio, bien de Vespasiano. En todo caso, su estilo retorizante y su gusto por lo prolijo invitan a colocarlo dentro de la llamada Edad de Plata de la literatura latina, una etapa que reacciona con respecto al clasicismo de la literatura escrita durante la época de Augusto.
Al igual que hiciera en otra época el historiador Pompeyo Trogo con sus Historias Filípicas, Curcio eligió un tema griego, la gran historia de las hazañas de Alejandro Magno. A su relato histórico confirió, ante todo, una finalidad moralizante que no pasó después desapercibida durante los siglos en que Curcio fue leído en las escuelas. Es verdad que hay muchos autores latinos que recurren a la figura de Alejandro para señalar aspectos variados de su persona, como su carácter excepcional, su gloria fugaz o sus vicios. Sin embargo, estos autores, como Cicerón o Tito Livio, no acuden a Alejandro más que como referencia puntual, buscando, ante todo, la comparación o el ejemplo para algún asunto dado. Todo ello contrasta claramente con el extenso tratamiento que dio Quinto Curcio al personaje.
Su obra, titulada en latín De rebus gestis Alexandri Magni, es decir, “Sobre las cosas llevadas a cabo por Alejandro Magno”, se dividía en diez libros. Desgraciadamente se han perdido los dos primeros, además de otras lagunas que interrumpen el interesante relato. De esta forma, la narración conservada comienza con los hechos acaecidos en la primavera del año 333 a.C., transcurrido ya un año de campaña militar. Alejandro se encuentra en Asia Menor, donde toma la ciudad de Celenas y entra luego en Gordio, lugar del famoso episodio del nudo gordiano. Aquí, precisamente, se guardaba un legendario carro que, por lo que se contaba, había transportado a Gordio, un campesino que llegó a reinar por cumplimiento de un oráculo según el cual el primero en entrar con su carro en el templo de Júpiter sería nombrado rey. Era, además, tradición que aquel que consiguiera desatar el inmenso nudo que amarraba el yugo al carro llegaría a ser el dueño de Asia. Alejandro, temerario y atrevido, aceptó el reto. Al verse incapaz de desentrañar aquella maraña, decidió propinarle diversos cortes con su espada, pues, según él, lo importante era deshacer el nudo, y no el medio que se emplease para tal fin. He aquí la primera pintura moral del ingenio y la arrogancia de Alejandro, que ha inspirado tantas bellas obras plásticas y musicales (por ejemplo, la música incidental que lleva por título “The Gordian knot untied”, de Henry Purcell).
La presencia de Darío, el rey de los persas, si bien no recibe la atención de que goza Alejandro en el relato, no deja de ser un interesante contrapunto a la figura del caudillo griego. Este personaje se convierte en la primera víctima del desgraciado destino en su constante retirada ante las tropas de Alejandro. No faltan en la narración rasgos humanos y patéticos del rey, como el momento en que se entera de que su mujer, cautiva en el campamento de Alejandro, ha muerto, quizá para evitar ser mancillada. Curcio, hábil urdidor de diálogos y discursos, recrea de la siguiente manera las palabras del desgraciado rey y nos ofrece, al mismo tiempo, su punto de vista (4, 10, 29): “¿En qué te he ofendido, Alejandro, o qué agravio he ocasionado a los tuyos para que tomes de mí tan cruel venganza? Tú me aborreces, tú me persigues sin haberte dado la menor causa para ello.”
Cabe destacar, asimismo, el carácter novelesco y marcadamente retórico de la narración de Curcio. Los datos legendarios y hasta fantásticos que aparecen en su libro no son, sin embargo, obra suya, sino de las fuentes griegas que utiliza. El mismo Curcio reconoce algunas veces que cuenta lo que la tradición ha transmitido, no lo que él considera personalmente, como cuando nos refiere el estado incorrupto del cuerpo de Alejandro al cabo de seis días de haber fallecido. A pesar de que Menéndez Pelayo vio en la obra de Curcio una historia novelada, pero no una novela histórica, el libro recuerda a menudo este género de obras, o al menos hoy se podría leer perfectamente como una de ellas. Se pueden encontrar, cuanto menos, espléndidos esbozos de novela de amor y de aventura, además del componente viajero y geográfico que tanto ha interesado a lo largo de los siglos a los lectores curiosos. Las descripciones del paisaje y de las costumbres asiáticas estimulan la imaginación de cualquier buen lector.
Se dice que la obra de Curcio presta más atención a lo verosímil que a lo propiamente histórico. No faltan, de hecho, en la novela aspectos maravillosos. Toda esta riqueza narrativa está encaminada a dar cuenta de la paulatina transformación moral y humana de Alejandro, que es lo que sostiene realmente el pulso narrativo de la obra. Esta narración muestra la pugna constante entre la grandeza innata del personaje y la paulatina degeneración que acarrean sus victorias asiáticas. Asia y su molicie constituyen el perfecto escenario para la degradación del personaje (recordemos, más recientemente, el retrato dinámico, entre admirativo y crítico, que ha hecho de Alejandro el cineasta Oliver Stone con el asesoramiento del historiador oxoniense Robin Lane Fox). El episodio de la disputa entre Alejandro y su compañero Clito, en el libro VIII, es un buen ejemplo para ilustrar la creciente cólera de un Alejandro cada vez más cruel. Ante las justificadas críticas de aquél, Alejandro no será capaz de contener su ira y terminará matando a quien le ha acompañado a lo largo de tantos avatares. Curcio sabe mostrar la grandeza del personaje, como cuando llora con la mujer de Darío la supuesta muerte de su esposo, pero no esconde tampoco su vileza.
La fortuna de la obra de Curcio ha sido ciertamente tardía. Comienza a partir del llamado Renacimiento Carolingio, entre los siglos X y XI, que es cuando aparecen los primeros manuscritos de la obra. A finales del siglo XII su influencia se deja notar en la Alexandreis de Gualtiero de Châtillon. Hasta el Renacimiento no volverá a ser objeto de atención por parte de los eruditos, como Pier Candido Decembrio, que la traduce al italiano. Su presencia como libro escolar fue notable hasta el siglo XVIII. Hoy día, podemos decir que la obra de Curcio es una de los libros latinos cuya calidad literaria mejor puede ser entendida por la sensibilidad de un lector moderno.
FRANCISCO GARCÍA JURADO. UCM
Al igual que hiciera en otra época el historiador Pompeyo Trogo con sus Historias Filípicas, Curcio eligió un tema griego, la gran historia de las hazañas de Alejandro Magno. A su relato histórico confirió, ante todo, una finalidad moralizante que no pasó después desapercibida durante los siglos en que Curcio fue leído en las escuelas. Es verdad que hay muchos autores latinos que recurren a la figura de Alejandro para señalar aspectos variados de su persona, como su carácter excepcional, su gloria fugaz o sus vicios. Sin embargo, estos autores, como Cicerón o Tito Livio, no acuden a Alejandro más que como referencia puntual, buscando, ante todo, la comparación o el ejemplo para algún asunto dado. Todo ello contrasta claramente con el extenso tratamiento que dio Quinto Curcio al personaje.
Su obra, titulada en latín De rebus gestis Alexandri Magni, es decir, “Sobre las cosas llevadas a cabo por Alejandro Magno”, se dividía en diez libros. Desgraciadamente se han perdido los dos primeros, además de otras lagunas que interrumpen el interesante relato. De esta forma, la narración conservada comienza con los hechos acaecidos en la primavera del año 333 a.C., transcurrido ya un año de campaña militar. Alejandro se encuentra en Asia Menor, donde toma la ciudad de Celenas y entra luego en Gordio, lugar del famoso episodio del nudo gordiano. Aquí, precisamente, se guardaba un legendario carro que, por lo que se contaba, había transportado a Gordio, un campesino que llegó a reinar por cumplimiento de un oráculo según el cual el primero en entrar con su carro en el templo de Júpiter sería nombrado rey. Era, además, tradición que aquel que consiguiera desatar el inmenso nudo que amarraba el yugo al carro llegaría a ser el dueño de Asia. Alejandro, temerario y atrevido, aceptó el reto. Al verse incapaz de desentrañar aquella maraña, decidió propinarle diversos cortes con su espada, pues, según él, lo importante era deshacer el nudo, y no el medio que se emplease para tal fin. He aquí la primera pintura moral del ingenio y la arrogancia de Alejandro, que ha inspirado tantas bellas obras plásticas y musicales (por ejemplo, la música incidental que lleva por título “The Gordian knot untied”, de Henry Purcell).
La presencia de Darío, el rey de los persas, si bien no recibe la atención de que goza Alejandro en el relato, no deja de ser un interesante contrapunto a la figura del caudillo griego. Este personaje se convierte en la primera víctima del desgraciado destino en su constante retirada ante las tropas de Alejandro. No faltan en la narración rasgos humanos y patéticos del rey, como el momento en que se entera de que su mujer, cautiva en el campamento de Alejandro, ha muerto, quizá para evitar ser mancillada. Curcio, hábil urdidor de diálogos y discursos, recrea de la siguiente manera las palabras del desgraciado rey y nos ofrece, al mismo tiempo, su punto de vista (4, 10, 29): “¿En qué te he ofendido, Alejandro, o qué agravio he ocasionado a los tuyos para que tomes de mí tan cruel venganza? Tú me aborreces, tú me persigues sin haberte dado la menor causa para ello.”
Cabe destacar, asimismo, el carácter novelesco y marcadamente retórico de la narración de Curcio. Los datos legendarios y hasta fantásticos que aparecen en su libro no son, sin embargo, obra suya, sino de las fuentes griegas que utiliza. El mismo Curcio reconoce algunas veces que cuenta lo que la tradición ha transmitido, no lo que él considera personalmente, como cuando nos refiere el estado incorrupto del cuerpo de Alejandro al cabo de seis días de haber fallecido. A pesar de que Menéndez Pelayo vio en la obra de Curcio una historia novelada, pero no una novela histórica, el libro recuerda a menudo este género de obras, o al menos hoy se podría leer perfectamente como una de ellas. Se pueden encontrar, cuanto menos, espléndidos esbozos de novela de amor y de aventura, además del componente viajero y geográfico que tanto ha interesado a lo largo de los siglos a los lectores curiosos. Las descripciones del paisaje y de las costumbres asiáticas estimulan la imaginación de cualquier buen lector.
Se dice que la obra de Curcio presta más atención a lo verosímil que a lo propiamente histórico. No faltan, de hecho, en la novela aspectos maravillosos. Toda esta riqueza narrativa está encaminada a dar cuenta de la paulatina transformación moral y humana de Alejandro, que es lo que sostiene realmente el pulso narrativo de la obra. Esta narración muestra la pugna constante entre la grandeza innata del personaje y la paulatina degeneración que acarrean sus victorias asiáticas. Asia y su molicie constituyen el perfecto escenario para la degradación del personaje (recordemos, más recientemente, el retrato dinámico, entre admirativo y crítico, que ha hecho de Alejandro el cineasta Oliver Stone con el asesoramiento del historiador oxoniense Robin Lane Fox). El episodio de la disputa entre Alejandro y su compañero Clito, en el libro VIII, es un buen ejemplo para ilustrar la creciente cólera de un Alejandro cada vez más cruel. Ante las justificadas críticas de aquél, Alejandro no será capaz de contener su ira y terminará matando a quien le ha acompañado a lo largo de tantos avatares. Curcio sabe mostrar la grandeza del personaje, como cuando llora con la mujer de Darío la supuesta muerte de su esposo, pero no esconde tampoco su vileza.
La fortuna de la obra de Curcio ha sido ciertamente tardía. Comienza a partir del llamado Renacimiento Carolingio, entre los siglos X y XI, que es cuando aparecen los primeros manuscritos de la obra. A finales del siglo XII su influencia se deja notar en la Alexandreis de Gualtiero de Châtillon. Hasta el Renacimiento no volverá a ser objeto de atención por parte de los eruditos, como Pier Candido Decembrio, que la traduce al italiano. Su presencia como libro escolar fue notable hasta el siglo XVIII. Hoy día, podemos decir que la obra de Curcio es una de los libros latinos cuya calidad literaria mejor puede ser entendida por la sensibilidad de un lector moderno.
FRANCISCO GARCÍA JURADO. UCM
Miércoles, 10 de Febrero 2010
Redactado por Antonio Guzmán el Miércoles, 10 de Febrero 2010 a las 16:12
Desde hace ya 15 años viene publicando Ediciones Clásicas de Madrid un Calendario-Agenda simpático y singular, que constituye una auténtica delicia repleta de curiosidades sobre el mundo antiguo. ¿Quién no ha sentido interés por conocer el origen de nuestro calendario? Desde su origen caldeo, ¿quién no se ha preguntado sobre las aportaciones que han introducido los griegos, los romanos, los árabes, etc.? ¿Quién, cuándo y cómo se han introducido las sucesivas reformas para reajustar los desfases que se producen entre el calendario lunar y el solar? ¿Por qué utilizaron los griegos antiguos un cómputo basado en las Olimpíadas? Sólo cito (y el lector podrá recabar más datos sobre ellos acudiendo a Internet) los nombres de algunos astrónomos como Metón de Atenas, Calipo, Hiparco de Bitinia, Eudoxo y Metrodoro que dedicaron buena parte de sus esfuerzos al calendario.
Luego vinieron los romanos con su inicial calendario de 10 meses, lo que no resolvía los desajustes astronómicos que llegaron a provocar que las estaciones cayeran al cabo del tiempo en fechas distintas. En el año 46 a.C. Julio César intentó una reforma definitiva del calendario, e hizo venir de Alejandría al astrónomo Sosígenes, quien instauró la duración del año en 365 días y 6 horas, ajustando con gran precisión los desfases acumulados. Por su parte, la manera actual de computar los años, refiriéndolo al nacimiento de Jesucristo, se remonta al monje Dionisio el Exiguo, quien en 527, consiguió que se adoptara dicha modalidad computacional. Y llegamos así hasta el año 1528, momento en el que se hizo necesario reformar nuevamente el sistema. Fue el Papa Gregorio XIII quien en 1528 confió al italiano Luigi Lilio dicha actualización.
De todo esto, nos habla José Contreras en su introducción, pero lo que convierte en simpático a esta guía calendario es que durante todos y cada uno de los 365 del año se registran unas breves notas sobre eventos y acontecimientos históricos y culturales del mundo antiguo; por ejemplo: el 10 de enero (hace 2.058 años) César pasó el Rubicón y pronunció su famosa frase “la suerte está echada”; el sábado 30 de enero nació hace 1934 años el emperador hispano Adriano; el 5 de febrero cumplirá 1948 años el terremoto que devastó Pompeya; el 1 de abril hará 2343 años que Alejandro Magno emprendió su expedición militar; el 8 del mismo mes de abril se cumplirán el 190 aniversario del hallazgo de la famosa estatua de la Venus de Milo, descubrimiento azaroso protagonizado por un campesino griego de nombre Yorgos; el 29 de mayo (557º aniversario) cayó Constantinopla en poder del sultán Mehmet, desde entonces la ciudad tomaría su actual nombre de Estambul; el 28 de octubre del año 312 (1698 aniversario) tuvo lugar la batalla sobre el puente Milvio, en la que Constantino obtuvo el triunfo sobre Magencio. Tras su victoria (in hoc signo vinces, “con este signo vencerás”) Constantino adopta oficialmente el cristianismo en Roma.
Y así, día a día, con sus anécdotas, efemérides y curiosidades esta guía calendario nos ilustra (mientras nos reconfortamos con nuestro primer café de la mañana) sobre algunos hitos simpáticos de nuestro pasado.
CALENDARIO CLASICO GRECO-ROMANO
Agenda 2010. José Contreras Valverde, Madrid, Ediciones Clásicas
Luego vinieron los romanos con su inicial calendario de 10 meses, lo que no resolvía los desajustes astronómicos que llegaron a provocar que las estaciones cayeran al cabo del tiempo en fechas distintas. En el año 46 a.C. Julio César intentó una reforma definitiva del calendario, e hizo venir de Alejandría al astrónomo Sosígenes, quien instauró la duración del año en 365 días y 6 horas, ajustando con gran precisión los desfases acumulados. Por su parte, la manera actual de computar los años, refiriéndolo al nacimiento de Jesucristo, se remonta al monje Dionisio el Exiguo, quien en 527, consiguió que se adoptara dicha modalidad computacional. Y llegamos así hasta el año 1528, momento en el que se hizo necesario reformar nuevamente el sistema. Fue el Papa Gregorio XIII quien en 1528 confió al italiano Luigi Lilio dicha actualización.
De todo esto, nos habla José Contreras en su introducción, pero lo que convierte en simpático a esta guía calendario es que durante todos y cada uno de los 365 del año se registran unas breves notas sobre eventos y acontecimientos históricos y culturales del mundo antiguo; por ejemplo: el 10 de enero (hace 2.058 años) César pasó el Rubicón y pronunció su famosa frase “la suerte está echada”; el sábado 30 de enero nació hace 1934 años el emperador hispano Adriano; el 5 de febrero cumplirá 1948 años el terremoto que devastó Pompeya; el 1 de abril hará 2343 años que Alejandro Magno emprendió su expedición militar; el 8 del mismo mes de abril se cumplirán el 190 aniversario del hallazgo de la famosa estatua de la Venus de Milo, descubrimiento azaroso protagonizado por un campesino griego de nombre Yorgos; el 29 de mayo (557º aniversario) cayó Constantinopla en poder del sultán Mehmet, desde entonces la ciudad tomaría su actual nombre de Estambul; el 28 de octubre del año 312 (1698 aniversario) tuvo lugar la batalla sobre el puente Milvio, en la que Constantino obtuvo el triunfo sobre Magencio. Tras su victoria (in hoc signo vinces, “con este signo vencerás”) Constantino adopta oficialmente el cristianismo en Roma.
Y así, día a día, con sus anécdotas, efemérides y curiosidades esta guía calendario nos ilustra (mientras nos reconfortamos con nuestro primer café de la mañana) sobre algunos hitos simpáticos de nuestro pasado.
CALENDARIO CLASICO GRECO-ROMANO
Agenda 2010. José Contreras Valverde, Madrid, Ediciones Clásicas
Sábado, 23 de Enero 2010
Redactado por Antonio Guzmán el Sábado, 23 de Enero 2010 a las 11:03
Artículos
He decidido volver a una lectura de mi adolescencia, la de la novela Avatar, escrita por Teófilo Gautier. Me ha llamado mucho la atención que antes de pasar de la primera página haya una curiosa referencia a un texto del comediógrafo romano Publio Terencio Afro (ca. 190-159 a.C.): “No tosía, tampoco tenía fiebre; pero la vida se le retiraba y escapaba por una de esas grietas invisibles de que, según Terencio, el hombre está lleno”. Si digo que el texto de Terencio concreto es el verso 105 de su comedia Eunuco (“plenus rimarum sum”) sólo habré aclarado una cuestión propia del Trivial Pursuit, pues la pregunta de por qué se cita precisamente a Terencio nos lleva a otra de alcance más general acerca del significado que tienen los autores clásicos en el imaginario literario moderno. PUBLICADO POR FRANCISCO GARCÍA JURADO. UNIVERSIDAD COMPLUTENSE
Terencio, en particular, va a tener dos significados básicos entre los escritores modernos: como autor de citas célebres y como sombra de unos textos griegos perdidos. En el primero de los casos, la frase más célebre de Terencio es el “Homo sum, humani nihil a me alienum puto”. Al igual que otros autores dramáticos, como Décimo Laberio o Publilio Siro, Terencio dio, en las voces de sus personajes, frases de gran belleza moral y didáctica. Afortunadamente, hemos conservado, además, algunas de sus obras de manera completa, a diferencia de lo que ocurre con los otros dos autores citados. Terencio es también, como hemos dicho, testimonio de un teatro griego perdido. Esta pérdida, precisamente, es objeto de lamento por parte de algunos autores modernos. Así lo vemos en Constantino Cavafis, quien nos ofrece entre sus poemas inéditos (Poesía Completa, trad. Pedro Bádenas de la Peña, Madrid, Alianza, 1984) este supuesto diálogo de dos espectadores griegos que asisten a la representación de una comedia de Publio Terencio Afro (ca. 190-159 a.C.):
"«Me voy, me voy. No me detengas.
Víctima soy del tedio y la tristeza.»
«Pero aguarda un poco, por respeto a Menandro. Es una lástima
privarse de algo tan grande.» «Infame, qué osadía.
¿Son acaso de Menandro estas paparruchas,
estos versos desmañados y un discurso tan pueril?
déjame salir ahora mismo del teatro
y permíteme volver a mis asuntos.
El ambiente de Roma te ha maleado por completo.
En vez de censurarlo, lo ensalzas sin temor
y alabas a ese bárbaro -¿cómo se llama?
¿Gabrencio, Terencio? -ese simpático que
simplemente con las atelanas en latín,
apetece la gloria de nuestro Menandro.»" (pp. 209-210)
Terencio, de quien ni tan siquiera recuerda claramente su nombre el espectador griego, es calificado de bárbaro y usurpador de la gloria del comediógrafo griego Menandro (ca. 342- ca. 291 a.C.). Estamos ante una alusión a la técnica de la contaminatio, es decir, el arte de utilizar distintas comedias griegas para hacer una nueva en lengua latina, y de cuyos ataques ya se defendía el mismo Terencio en su época. A este mismo asunto también hace referencia, aunque ya sin la profunda carga negativa que vemos en Cavafis, Thornton Wilder en su novela titulada La mujer de Andros (1930) (Obras escogidas, trad. de María Martínez Sierra, Madrid, Aguilar, 1963), donde, en una nota preliminar el autor nos dice lo siguiente: "La primera parte de esta novela está basada sobre la Andria, comedia de Terencio, que a su vez basó su obra sobre dos comedias griegas de Menandro, que, para nosotros, se han perdido". Nos parece, pues, relevante esta nueva alusión nostálgica al comediógrafo griego Menandro que aparece recogida en la breve nota, acorde con el ambiente intencionadamente helénico de la novela, muy afín, por lo demás, a la estética de la Grecia recreada por el pintor victoriano Alma Tadema. Terencio queda reducido, pues, al papel de un circunstancial transmisor, o "contaminador", de las fuentes griegas, prácticamente perdidas. Por lo demás, el argumento de la novela de Thornton Wilder ha eliminado de la acción los enredos de los esclavos, en especial los de Davo, que es quien logra superar todas las dificultades para dar un final feliz a la comedia. La novela pierde así la fuerza de la comicidad para ganar un acentuado tono lírico, y esta reelaboración se enriquece, asimismo, con aportaciones propias y referencias a otras obras de la Antigüedad. La novela no tiene en cuenta todo el argumento de la comedia de Terencio, sino que la trama está basada en unos versos concretos pertenecientes al primer acto, el diálogo entre Simón, el padre del enamorado Pánfilo, y Sosia, su liberto, donde Simón cuenta a éste cómo su hijo, ya comprometido para una boda con la hija de su amigo Cremes, está enamorado perdidamente de la hermana de la mujer de Andros, quien, por cierto, ha fallecido. He aquí el pasaje de Wilder más cercano a la obra de Terencio, donde se cuenta la muerte y el funeral de la mujer de Andros y donde, precisamente, el padre se da cuenta de que su hijo está enamorado de la hermana de la difunta (Hemos respetado las transcripciones de los nombres propios tal y como aparecen en la traducción castellana):
"Cuando los curiosos, acompañando al cortejo, salieron a campo abierto, Simón fijó la atención en Glyceria al notar su estado, que era aparente para todos, el parecido con su hermana, el abatimiento que la rendía y modestia de su actitud. Y se dio cuenta de que su hijo también estaba mirando a la joven.
De hecho, durante todo el camino, Pamphilus no apartó de ella sus ojos ardientes, intentando interceptar una mirada y comunicarle su aliento y su amor. Pero ella no levantó los ojos hasta que llegaron a la pira donde los cuerpos de una cabra y de un cordero yacían junto al de Chrysis y hasta que el fuego le tocó. Entonces, mientras las voces de las plañideras se alzaron sobreagudas y el sonido de la flauta flotó desgarrante sobre todos ellos, se volvió hacia Mysis y empezó a hablarle al oído con desvarío. Mas las palabras de su vehemencia no se oían entre el estrépito circundante, como tampoco las de Mysis con que intentaba consolarla. Glyceria estaba intentando desprenderse del brazo con que la otra la sostenía, y la lucha vacilante y lenta de las dos mujeres estaba iluminada por las llamas. Pamphilus, en la intensidad de su concentración sobre el sufrimiento de la muchacha, se adelantó lentamente con las manos extendidas. Y entonces oyó las palabras que estaba repitiendo: «¡Es mejor así! ¡Es mejor así!» Bruscamente, Glyceria dio un empujón a la anciana, y gritando: «¡Chrysis!», se lanzó hacia adelante para arrojarse contra el cuerpo de su hermana.
Mas Pamphilus había previsto el intento. Corriendo sobre la arena, la alcanzó por el cabello en desorden y la hizo retroceder y caer en sus brazos. El contacto de aquel brazo que la rodeaba detuvo el llanto de Glyceria. Dejó caer la cabeza sobre el hombro de Pamphilus como quien hubiese estado allí y volviese a su hogar." (pp.949-950)
No resulta difícil la comparación del texto de Wilder con el de un pasaje concreto de Terencio (Ter. And.103-136). Lo que hace Wilder con Terencio no sigue propiamente una tradición, tiene algo de acto espontáneo, de carácter individual (que diría T.S. Eliot). Pero sí hubo una tradición de comedia elegíaca latina que dio lugar a nuevas obras, como el propio Pamphilus de amore, y ésta es una tradición que llega hasta la propia Celestina. Aquellas viejas comedias griegas pervivieron gracias a una tradición denostada por algunos, pero las cosas son así de complejas.
FRANCISCO GARCÍA JURADO
UNIVERSIDAD COMPLUTENSE
"«Me voy, me voy. No me detengas.
Víctima soy del tedio y la tristeza.»
«Pero aguarda un poco, por respeto a Menandro. Es una lástima
privarse de algo tan grande.» «Infame, qué osadía.
¿Son acaso de Menandro estas paparruchas,
estos versos desmañados y un discurso tan pueril?
déjame salir ahora mismo del teatro
y permíteme volver a mis asuntos.
El ambiente de Roma te ha maleado por completo.
En vez de censurarlo, lo ensalzas sin temor
y alabas a ese bárbaro -¿cómo se llama?
¿Gabrencio, Terencio? -ese simpático que
simplemente con las atelanas en latín,
apetece la gloria de nuestro Menandro.»" (pp. 209-210)
Terencio, de quien ni tan siquiera recuerda claramente su nombre el espectador griego, es calificado de bárbaro y usurpador de la gloria del comediógrafo griego Menandro (ca. 342- ca. 291 a.C.). Estamos ante una alusión a la técnica de la contaminatio, es decir, el arte de utilizar distintas comedias griegas para hacer una nueva en lengua latina, y de cuyos ataques ya se defendía el mismo Terencio en su época. A este mismo asunto también hace referencia, aunque ya sin la profunda carga negativa que vemos en Cavafis, Thornton Wilder en su novela titulada La mujer de Andros (1930) (Obras escogidas, trad. de María Martínez Sierra, Madrid, Aguilar, 1963), donde, en una nota preliminar el autor nos dice lo siguiente: "La primera parte de esta novela está basada sobre la Andria, comedia de Terencio, que a su vez basó su obra sobre dos comedias griegas de Menandro, que, para nosotros, se han perdido". Nos parece, pues, relevante esta nueva alusión nostálgica al comediógrafo griego Menandro que aparece recogida en la breve nota, acorde con el ambiente intencionadamente helénico de la novela, muy afín, por lo demás, a la estética de la Grecia recreada por el pintor victoriano Alma Tadema. Terencio queda reducido, pues, al papel de un circunstancial transmisor, o "contaminador", de las fuentes griegas, prácticamente perdidas. Por lo demás, el argumento de la novela de Thornton Wilder ha eliminado de la acción los enredos de los esclavos, en especial los de Davo, que es quien logra superar todas las dificultades para dar un final feliz a la comedia. La novela pierde así la fuerza de la comicidad para ganar un acentuado tono lírico, y esta reelaboración se enriquece, asimismo, con aportaciones propias y referencias a otras obras de la Antigüedad. La novela no tiene en cuenta todo el argumento de la comedia de Terencio, sino que la trama está basada en unos versos concretos pertenecientes al primer acto, el diálogo entre Simón, el padre del enamorado Pánfilo, y Sosia, su liberto, donde Simón cuenta a éste cómo su hijo, ya comprometido para una boda con la hija de su amigo Cremes, está enamorado perdidamente de la hermana de la mujer de Andros, quien, por cierto, ha fallecido. He aquí el pasaje de Wilder más cercano a la obra de Terencio, donde se cuenta la muerte y el funeral de la mujer de Andros y donde, precisamente, el padre se da cuenta de que su hijo está enamorado de la hermana de la difunta (Hemos respetado las transcripciones de los nombres propios tal y como aparecen en la traducción castellana):
"Cuando los curiosos, acompañando al cortejo, salieron a campo abierto, Simón fijó la atención en Glyceria al notar su estado, que era aparente para todos, el parecido con su hermana, el abatimiento que la rendía y modestia de su actitud. Y se dio cuenta de que su hijo también estaba mirando a la joven.
De hecho, durante todo el camino, Pamphilus no apartó de ella sus ojos ardientes, intentando interceptar una mirada y comunicarle su aliento y su amor. Pero ella no levantó los ojos hasta que llegaron a la pira donde los cuerpos de una cabra y de un cordero yacían junto al de Chrysis y hasta que el fuego le tocó. Entonces, mientras las voces de las plañideras se alzaron sobreagudas y el sonido de la flauta flotó desgarrante sobre todos ellos, se volvió hacia Mysis y empezó a hablarle al oído con desvarío. Mas las palabras de su vehemencia no se oían entre el estrépito circundante, como tampoco las de Mysis con que intentaba consolarla. Glyceria estaba intentando desprenderse del brazo con que la otra la sostenía, y la lucha vacilante y lenta de las dos mujeres estaba iluminada por las llamas. Pamphilus, en la intensidad de su concentración sobre el sufrimiento de la muchacha, se adelantó lentamente con las manos extendidas. Y entonces oyó las palabras que estaba repitiendo: «¡Es mejor así! ¡Es mejor así!» Bruscamente, Glyceria dio un empujón a la anciana, y gritando: «¡Chrysis!», se lanzó hacia adelante para arrojarse contra el cuerpo de su hermana.
Mas Pamphilus había previsto el intento. Corriendo sobre la arena, la alcanzó por el cabello en desorden y la hizo retroceder y caer en sus brazos. El contacto de aquel brazo que la rodeaba detuvo el llanto de Glyceria. Dejó caer la cabeza sobre el hombro de Pamphilus como quien hubiese estado allí y volviese a su hogar." (pp.949-950)
No resulta difícil la comparación del texto de Wilder con el de un pasaje concreto de Terencio (Ter. And.103-136). Lo que hace Wilder con Terencio no sigue propiamente una tradición, tiene algo de acto espontáneo, de carácter individual (que diría T.S. Eliot). Pero sí hubo una tradición de comedia elegíaca latina que dio lugar a nuevas obras, como el propio Pamphilus de amore, y ésta es una tradición que llega hasta la propia Celestina. Aquellas viejas comedias griegas pervivieron gracias a una tradición denostada por algunos, pero las cosas son así de complejas.
FRANCISCO GARCÍA JURADO
UNIVERSIDAD COMPLUTENSE
Domingo, 17 de Enero 2010
Redactado por Antonio Guzmán el Domingo, 17 de Enero 2010 a las 20:40
Hoy escribe David Hernández de la Fuente. La poesía lírica clásica ha ejercido siempre su llamado irresistible desde el otro lado y regresa periódicamente a nosotros. Podría decirse que uno de sus mecanismos de eterno retorno es la propia pretensión de inmortalidad del poeta. La otra realidad, tanto más efectiva, es el goteo de hallazgos filológicos en forma de fragmentos papiráceos o de descubrimientos en manuscritos que posibilitan que la lírica griega y latina siga llenándonos de asombro.
La voz singular y desafiante del poeta lírico nos llama a veces desde un lugar situado más allá de la experiencia humana. Ta lyrika, los poemas compuestos en un primer principio para ser entonados al son de la lira, en su vertiente coral o monódica, ocuparon desde muy pronto en el mundo clásico la posición de la más pura subjetividad: amor, odio, noticias personales, rivalidad desabrida y reflexiones fúnebres o procaces componen desde lo antiguo la materia prima de la que están hechos los versos de Safo, Alceo, Arquíloco o Anacreonte, pero también, varios siglos más tarde, de los de Horacio, Catulo y toda la espléndida corte de los poetas latinos.
“No moriré del todo.” Esta del poeta lírico es una voz perdurable, hecha para vencer las cadenas de la carne y de la muerte. Tanto es así que, en determinadas ocasiones, nos llama audazmente desde el otro lado. El poeta, una vez culminada su obra, modula la voz de la subjetividad lírica con una potencia sobrenatural que la convierte en un llamado imperecedero.
En el mundo griego, aunque ya el buen Homero nos recuerda que es el “duro destino” del poeta “que en adelante seamos cantados por los hombres” (Il. VI, 357-359), es también la lírica la que consagra este continuo canto de memento. La ciudad, los gobernantes y los héroes del momento que honra Píndaro con sus odas acabarán por perecer. Tal vez su lengua se convierta en una reliquia de anticuario que será enseñada y aprendida por cada vez menos hombres en el transcurso de las generaciones. Pero, a través del poder de la literatura, su voz inmortal sobrevivirá. En el Himno a Zeus de Píndaro, la poesía es necesidad cósmica y puede trascender la otra dura necesidad, la del morir. Otro tanto ocurre con Teognis (245 y ss.), que consuela a Cirno diciéndole: “ni muerto perderás la fama, sino que serás cantado por los hombres siempre con nombre inmortal...” Y Simónides le dice a Anacreonte que “no abandonará la melodía dulce como miel, y ni / en el Hades dará reposo, una vez muerto, a la lira” (AP VII, 25).
Se puede decir con el viejo Ennio uolito uiuos per ora uirum (Varia 17-18 Vahlen, citado por Cicerón, Tusc., I, 3i) para evitar las lágrimas de un funeral terreno. La voz va de boca en boca entre los hombres y no se extingue jamás. Así, la lírica encarna la suprema ficción de una eventual victoria sobre la muerte, con la pervivencia del autor y sus letras, más sólidas que cualquier soporte, la dura piedra, el bronce o el acero: exegi monumentum aere perennius. Horacio (Odas III 30) canta casi from beyond y proclama orgulloso: “He levantado un monumento más duradero que el bronce y más alto que la regia permanencia de las pirámides, al que ni la devoradora lluvia, ni el furioso Aquilón podrán jamás destruir, ni tan siquiera la innumerable sucesión de los años y el paso del tiempo”.
El mismo grito oracular que Horacio inmortalizó es retomado por Ovidio al dar término a su magnum opus, las Metamorfosis: “viviré.” Perque omnia saecula fama, / si quid habent veri vatum praesagia, vivam (Met. XV 878-79). El exiliado en el Ponto conjuga ambos verbos de supervivencia poética, el de Horacio y el de Ennio, cuando afirma en Tristia III, 7. 50-52: me tamen extincto fama superstes erit, dumque suis uictrix omnem de montibus orbem / prospiciet domitum Martia Roma, legar. La inmortalidad que conlleva la poesía ha de extenderse, para Propercio, incluso a la feliz mujer a quien canta el poeta: Fortunata, meo si qua est celebrata libello! / carmina erunt formae tot monumenta tuae (1:11, II, 17)
Pero hay, en el caso de la lírica, otra manera de realizar ese retorno desde más allá del olvido, un tanto más material pero no por ello menos poética. Tal vez sea este el género literario más renovado en las letras clásica mediante ocasionales hallazgos que sorprenden a los eruditos y a los lectores. Entonces la voz non omnis moriar parece surgir con más fuerza que nunca de las arenas del desierto o de los polvorientos anaqueles para recordarnos la inmortalidad de la lírica. Acaso en cumplimiento profético de los versos mencionados, conviene estar siempre atentos a disciplinas auxiliares de la filología clásica como la papirología, que históricamente han aportado novedades literarias de enorme interés. Fueron muy notable, por ejemplo, los nuevos fragmentos de Alcmán y Estesícoro que recogió D.L. Page en su edición de 1962 (Poetae Melici Graeci, Oxford, Claredon Press) o los textos de nuevos papiros como el de Colonia 7511 (cf. Melero y Suárez de la Torre, Cuadernos de Filología Clásica 12 [1977] 167-199). En 1992 se encontraron nuevos fragmentos papiráceos de las elegías de Simónides, entre ellos partes de un largo poema sobre la batalla de Platea (479 a.C.) que destaca las hazañas de los espartanos, junto a otros fragmentos simposíacos y eróticos (cf. D.Boedeker y D.Sider [eds.], The New Simonides: Contexts of Praise and Desire, New York & Oxford: OUP-USA, 2001). Pero quizá el hallazgo más importante de los últimos tiempos sea el nuevo poema de Safo sobre la vejez. Mucho se ha escrito ya sobre este nuevo fragmento de la poetisa de Lesbos, cuyo texto fue publicado por M. Gronewald y R. W. Daniel en Zeitschrift für Papyrologie und Epigraphik ("Ein neuer Sappho-Papyrus", ZPE 147 [2004], 1-8 y "Nachtrag zum neuen Sappho-Papyrus", ZPE 149 [2004], 1-4) y traducido y comentado magistralmente por M.L. West, (ZPE 151 [2005], 1-9). El texto fue difundido también entre el gran público gracias a la noticia publicada en el Times Literary Supplement el 24 de junio de 2005. Contamos con una excelente versión castellana por C. García Gual en su artículo “El último poema de Safo” (Letras libres, julio 2006).
En lo que a la lírica latina hace, en contraste con la griega, las arenas del desierto han sido menos generosas. Existe en los fragmentos poéticos una mayor estabilidad, como prueban las pocas novedades de la lírica en las más recientes ediciones (Cf. los 262 fragmentos de lírica republicana y del principado de A.S. Hollis, Fragments of Roman Poetry c. 60 BC-AD 20. Oxford: Oxford University Press, 2007). El del poeta y prefecto de Egipto Cornelio Galo (70-26 a.C.) es el único texto que nos fue regalado por la investigación papirológica. La obra de Galo nos había sido negada hasta hace poco tras una azarosa historia de pérdidas y falsificaciones. En 1501 el filólogo napolitano Pomponio Gaurico, por entonces un joven de diecinueve años, dio a las prensas en Venecia seis elegías bajo el nombre de Cornelio Galo. En realidad se trataba de obras del siglo VI, de las que había suprimido con intención románticamente falsaria el dístico con la adscripción del poema y una referencia a Boecio, para hacerlas pasar por elegías de un poeta del siglo I a.C. (el autor era en realidad Maximiano “un poeta oscuro, insignificante, blando, que en muchos lugares ofende las reglas de la cantidad silábica y que abunda en barbarismos”, según L. Crusius, Lives of the Roman Poets, Londres 1753, página 276). Otros cuatro fragmentos atribuidos a Galo por Aldo Manuzio en 1590 (presentes en la Anthologia Latina de Riese, en 1869) suelen considerarse también falsificaciones desde la investigación filológica que Escalígero les dedicó, “aunque están escritos con más gusto que los anteriores”, como dice Crusius refiriéndose a los versos de Maximiano. Aun no sabemos quién fue este genial falsario.
Pero la voz del poeta había de regresar. En 1978 se encontró un papiro en Qasr Ibrim (Egipto) con nueve versos de Galo, en lo que seguramente supone el manuscrito más antiguo de la poesía latina y una nueva supervivencia subjetiva y amorosa de la lírica: tandem fecerunt carmina Musae /quae possim domina deicere digna mea. En 1999, la helenista portuguesa Sara María Goas da Conceçao presentó el hallazgo de unas nuevas líneas en un palimpsesto procedente de la biblioteca del seminario de Tui (Pontevedra). Los versos, entreverados de tonos fúnebres (Tantum vacuum... umbra nos absumens...omnia enim cum maerore accidunt) y apologías de la edad de oro cesariana (In ciuitate libertatis dies oritur ... expedita ubi flumina ac fulgida ruunt... glauci in planitiem vix montes innituntur) fueron atribuidos entonces con entusiasmo a Cornelio Galo. La traducción y edición de estos fragmentos fue interrumpida en 2004 por la muerte de la poetisa Sophia de Mello, gran amiga e inspiradora de la erudita portuguesa. A la vista del gran interés de estos textos esperamos que se reanuden los trabajos a la mayor brevedad.
Las múltiples renovaciones de la lírica pueden vencer así cualquier accidente y el grito del poeta -non omnis moriar- se verifica a través de ediciones, traducciones, falsificaciones o milagrosos hallazgos de manuscritos o papiros. La lírica perdurará. Vencer la caducidad de cualquier soporte –la carne, el pergamino, el papiro o la piedra– es también desafío a la muerte.
DAVID HERNÁNDEZ DE LA FUENTE
“No moriré del todo.” Esta del poeta lírico es una voz perdurable, hecha para vencer las cadenas de la carne y de la muerte. Tanto es así que, en determinadas ocasiones, nos llama audazmente desde el otro lado. El poeta, una vez culminada su obra, modula la voz de la subjetividad lírica con una potencia sobrenatural que la convierte en un llamado imperecedero.
En el mundo griego, aunque ya el buen Homero nos recuerda que es el “duro destino” del poeta “que en adelante seamos cantados por los hombres” (Il. VI, 357-359), es también la lírica la que consagra este continuo canto de memento. La ciudad, los gobernantes y los héroes del momento que honra Píndaro con sus odas acabarán por perecer. Tal vez su lengua se convierta en una reliquia de anticuario que será enseñada y aprendida por cada vez menos hombres en el transcurso de las generaciones. Pero, a través del poder de la literatura, su voz inmortal sobrevivirá. En el Himno a Zeus de Píndaro, la poesía es necesidad cósmica y puede trascender la otra dura necesidad, la del morir. Otro tanto ocurre con Teognis (245 y ss.), que consuela a Cirno diciéndole: “ni muerto perderás la fama, sino que serás cantado por los hombres siempre con nombre inmortal...” Y Simónides le dice a Anacreonte que “no abandonará la melodía dulce como miel, y ni / en el Hades dará reposo, una vez muerto, a la lira” (AP VII, 25).
Se puede decir con el viejo Ennio uolito uiuos per ora uirum (Varia 17-18 Vahlen, citado por Cicerón, Tusc., I, 3i) para evitar las lágrimas de un funeral terreno. La voz va de boca en boca entre los hombres y no se extingue jamás. Así, la lírica encarna la suprema ficción de una eventual victoria sobre la muerte, con la pervivencia del autor y sus letras, más sólidas que cualquier soporte, la dura piedra, el bronce o el acero: exegi monumentum aere perennius. Horacio (Odas III 30) canta casi from beyond y proclama orgulloso: “He levantado un monumento más duradero que el bronce y más alto que la regia permanencia de las pirámides, al que ni la devoradora lluvia, ni el furioso Aquilón podrán jamás destruir, ni tan siquiera la innumerable sucesión de los años y el paso del tiempo”.
El mismo grito oracular que Horacio inmortalizó es retomado por Ovidio al dar término a su magnum opus, las Metamorfosis: “viviré.” Perque omnia saecula fama, / si quid habent veri vatum praesagia, vivam (Met. XV 878-79). El exiliado en el Ponto conjuga ambos verbos de supervivencia poética, el de Horacio y el de Ennio, cuando afirma en Tristia III, 7. 50-52: me tamen extincto fama superstes erit, dumque suis uictrix omnem de montibus orbem / prospiciet domitum Martia Roma, legar. La inmortalidad que conlleva la poesía ha de extenderse, para Propercio, incluso a la feliz mujer a quien canta el poeta: Fortunata, meo si qua est celebrata libello! / carmina erunt formae tot monumenta tuae (1:11, II, 17)
Pero hay, en el caso de la lírica, otra manera de realizar ese retorno desde más allá del olvido, un tanto más material pero no por ello menos poética. Tal vez sea este el género literario más renovado en las letras clásica mediante ocasionales hallazgos que sorprenden a los eruditos y a los lectores. Entonces la voz non omnis moriar parece surgir con más fuerza que nunca de las arenas del desierto o de los polvorientos anaqueles para recordarnos la inmortalidad de la lírica. Acaso en cumplimiento profético de los versos mencionados, conviene estar siempre atentos a disciplinas auxiliares de la filología clásica como la papirología, que históricamente han aportado novedades literarias de enorme interés. Fueron muy notable, por ejemplo, los nuevos fragmentos de Alcmán y Estesícoro que recogió D.L. Page en su edición de 1962 (Poetae Melici Graeci, Oxford, Claredon Press) o los textos de nuevos papiros como el de Colonia 7511 (cf. Melero y Suárez de la Torre, Cuadernos de Filología Clásica 12 [1977] 167-199). En 1992 se encontraron nuevos fragmentos papiráceos de las elegías de Simónides, entre ellos partes de un largo poema sobre la batalla de Platea (479 a.C.) que destaca las hazañas de los espartanos, junto a otros fragmentos simposíacos y eróticos (cf. D.Boedeker y D.Sider [eds.], The New Simonides: Contexts of Praise and Desire, New York & Oxford: OUP-USA, 2001). Pero quizá el hallazgo más importante de los últimos tiempos sea el nuevo poema de Safo sobre la vejez. Mucho se ha escrito ya sobre este nuevo fragmento de la poetisa de Lesbos, cuyo texto fue publicado por M. Gronewald y R. W. Daniel en Zeitschrift für Papyrologie und Epigraphik ("Ein neuer Sappho-Papyrus", ZPE 147 [2004], 1-8 y "Nachtrag zum neuen Sappho-Papyrus", ZPE 149 [2004], 1-4) y traducido y comentado magistralmente por M.L. West, (ZPE 151 [2005], 1-9). El texto fue difundido también entre el gran público gracias a la noticia publicada en el Times Literary Supplement el 24 de junio de 2005. Contamos con una excelente versión castellana por C. García Gual en su artículo “El último poema de Safo” (Letras libres, julio 2006).
En lo que a la lírica latina hace, en contraste con la griega, las arenas del desierto han sido menos generosas. Existe en los fragmentos poéticos una mayor estabilidad, como prueban las pocas novedades de la lírica en las más recientes ediciones (Cf. los 262 fragmentos de lírica republicana y del principado de A.S. Hollis, Fragments of Roman Poetry c. 60 BC-AD 20. Oxford: Oxford University Press, 2007). El del poeta y prefecto de Egipto Cornelio Galo (70-26 a.C.) es el único texto que nos fue regalado por la investigación papirológica. La obra de Galo nos había sido negada hasta hace poco tras una azarosa historia de pérdidas y falsificaciones. En 1501 el filólogo napolitano Pomponio Gaurico, por entonces un joven de diecinueve años, dio a las prensas en Venecia seis elegías bajo el nombre de Cornelio Galo. En realidad se trataba de obras del siglo VI, de las que había suprimido con intención románticamente falsaria el dístico con la adscripción del poema y una referencia a Boecio, para hacerlas pasar por elegías de un poeta del siglo I a.C. (el autor era en realidad Maximiano “un poeta oscuro, insignificante, blando, que en muchos lugares ofende las reglas de la cantidad silábica y que abunda en barbarismos”, según L. Crusius, Lives of the Roman Poets, Londres 1753, página 276). Otros cuatro fragmentos atribuidos a Galo por Aldo Manuzio en 1590 (presentes en la Anthologia Latina de Riese, en 1869) suelen considerarse también falsificaciones desde la investigación filológica que Escalígero les dedicó, “aunque están escritos con más gusto que los anteriores”, como dice Crusius refiriéndose a los versos de Maximiano. Aun no sabemos quién fue este genial falsario.
Pero la voz del poeta había de regresar. En 1978 se encontró un papiro en Qasr Ibrim (Egipto) con nueve versos de Galo, en lo que seguramente supone el manuscrito más antiguo de la poesía latina y una nueva supervivencia subjetiva y amorosa de la lírica: tandem fecerunt carmina Musae /quae possim domina deicere digna mea. En 1999, la helenista portuguesa Sara María Goas da Conceçao presentó el hallazgo de unas nuevas líneas en un palimpsesto procedente de la biblioteca del seminario de Tui (Pontevedra). Los versos, entreverados de tonos fúnebres (Tantum vacuum... umbra nos absumens...omnia enim cum maerore accidunt) y apologías de la edad de oro cesariana (In ciuitate libertatis dies oritur ... expedita ubi flumina ac fulgida ruunt... glauci in planitiem vix montes innituntur) fueron atribuidos entonces con entusiasmo a Cornelio Galo. La traducción y edición de estos fragmentos fue interrumpida en 2004 por la muerte de la poetisa Sophia de Mello, gran amiga e inspiradora de la erudita portuguesa. A la vista del gran interés de estos textos esperamos que se reanuden los trabajos a la mayor brevedad.
Las múltiples renovaciones de la lírica pueden vencer así cualquier accidente y el grito del poeta -non omnis moriar- se verifica a través de ediciones, traducciones, falsificaciones o milagrosos hallazgos de manuscritos o papiros. La lírica perdurará. Vencer la caducidad de cualquier soporte –la carne, el pergamino, el papiro o la piedra– es también desafío a la muerte.
DAVID HERNÁNDEZ DE LA FUENTE
Domingo, 3 de Enero 2010
Redactado por Antonio Guzmán el Domingo, 3 de Enero 2010 a las 11:40
Editado por
Antonio Guzmán
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